viernes, 31 de diciembre de 2010

LA CÁRCEL


Hubo un tiempo en que coincidíamos a desayunar en el mismo bar. Venancio solía acudir allí, no porque le quedara cerca de donde dormía, sino por que conocía a su dueño, Raschid, desde hacía muchos años. Además, según él, era mucho más barato que otros bares. Quizá por economía o tal vez por encontrarse a gusto en un sitio donde era conocido y apreciado, todas las mañanas se daba una buena caminata. Cargaba con su enorme y pesada bolsa de deporte al hombro, desde el escondido e inconfesable rincón de la ciudad que le daba cobijo cada noche hasta nuestro lugar de encuentro matinal. Jamás supe con certeza qué ubicación concreta de la calle utilizaba como dormitorio. Era el mismo sitio desde hacía muchos años. Venancio nunca me lo especificó y yo tampoco quise averiguar más. Sentía que no quería revelarlo y yo lo respetaba.

Para mí, ese bar era el más cercano a la parada donde todas las mañanas cogía el autobús para bajar al Albergue. Venancio siempre pedía un carajillo de coñac para deshacerse del frío de la noche. Yo me tomaba un cortado para diluir mi habitual embotamiento de las primeras horas del día. Un día pagaba él. Al día siguiente pagaba yo. Apenas nos daba tiempo a mantener una conversación decente. Yo siempre salía de casa con el tiempo justo para tomarme ese café en compañía de Venancio y que no se me escapase el autobús de las 7.35.

Algunas mañanas, Venancio me contaba alguna pequeña historia. En ocasiones, algún suceso reciente referente a otras personas de la calle. Otros días, me obsequiaba detallándome trances que él mismo había vivido. Venancio era sobrio con las palabras, me explicaba las cosas como quitándoles importancia y nunca hablaba por hablar. Transmitía tranquilidad con sus maneras, con su tono, con ese modo que tiene de expresarse mirando al infinito, sin tan siquiera sugerir con un leve gesto ningún afecto con lo que estaba relatando. Siempre hablábamos entre prisas, entre el ir y venir de gente, normalmente sentados en la barra, al lado de la puerta de ese bar, que no dejaba de abrirse y cerrarse.

Así, un buen día, me confesó que había estado muchos años en la cárcel, que había matado a dos… ¡Y yo apenas si me di cuenta de la magnitud que tenía lo que Venancio me había confiado de esa manera tan espontánea! Quizá fue por esa aparente despreocupación con la que se comunica o tal vez porque mis interlocutores de la calle y sus historias son un privilegio del que no siempre soy consciente. No lo sé…

Lo cierto es que enseguida comprendí mi gran error y quise subsanarlo. Necesitaba conocer la historia completa. Pero ya no tenía la suerte de desayunar con él cada mañana. Su amigo Raschid traspasó el bar a unos chinos cuando se jubiló. Venancio ya no tenía interés en darse cada día un largo paseo para nada. Así que cuando me juntaba con él, en las duchas del Albergue o a la puerta del Comedor de la Parroquia del Carmen, le decía que teníamos pendiente tomar un café, que me gustaría hablar con él con calma. No quería presionarle ni mencionar para nada aquel trascendental y secreto episodio. Creí mejor dejar que fuera el azar quien nos volviera a juntar para conversar tranquilamente que imponer de ninguna manera un relato precipitado, forzado e incómodo, en mitad de la calle o en el patio del Albergue. Además tenía que ser él quien decidiera contarlo. No me sentía yo capaz de pedirle que me dijera cómo y porqué había ocurrido aquella fatal experiencia.

Pasaron muchos meses hasta que coincidimos bajando las escaleras del Albergue un frío sábado de invierno. Yo me iba a dar una vuelta por la ciudad a ver si encontraba a Miguelete, lo andaba buscando hacía días. Él, según me dijo, se subía a la Parroquia a saludar a sus amigos y pasar un rato con ellos. Ahora estaba alojado en el Albergue y también comía allí, pero muchos días por la mañana se acercaba a pasar un rato con sus habituales compañeros del comedor.

- Tenemos un café pendiente –le recordé, viendo que el momento podía ser el adecuado. Llevábamos la misma dirección y yo tenia la mañana sin prisas.

- Me tendrás que invitar tú, Rafa, porque yo estoy “indigente” –contestó con su habitual tranquilidad, sonriendo y señalando con un gesto de sus manos sus bolsillos vacíos. Tanto él como yo sabíamos el significado de irnos juntos a tomar ese café. Yo tenía ganas de escuchar su historia y él de contármela. Siempre supo que detrás de mi intención de tomar un café y charlar con él estaba mi deseo de conocer su testimonio y desgranarlo tranquilamente.

Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad buscando una cafetería tranquila, enseguida nos pusimos de acuerdo en entrar en un café conocido por ambos a los pocos minutos de emprender la marcha. “Es un poco caro, pero como pagas tú…”. Empezamos hablando de todo un poco, de fútbol, de otras personas de la calle, del Comedor del Carmen... Yo no tenía intención de sacar el tema de la cárcel ni de sus crímenes. Sabía que él, tarde o temprano, me empezaría a hablar de ello. Después de tomar el café y quitarnos un poco de frío del cuerpo decidimos seguir nuestro paseo hasta la Parroquia.

En la esquina de la calle Cádiz con el Paseo Independencia nos detuvimos a saludar a José “el portugués”. Estaba sentado pidiendo como siempre, utilizando como reclamo un pequeño cachorro de perro, sentado delante de él, en una mesita, tembloroso, tapado con una mantita sujeta con una pinza. Todo bien estudiado para inspirar ternura a los viandantes.

- Buenos días José ¿Cómo va la mañana? –le saludamos ambos a la vez.

- Bueno, bien. Aquí estoy a ver si saco algo –nos respondió algo sorprendido por nuestra iniciativa, aunque nos conocía a ambos.

- ¿Dónde está Lusi, la gata? ¿Ya no la traes a trabajar? –le pregunté yo. Hacía mucho que ya no veía al felino con él. Últimamente sólo tenía cachorritos de perro cuando se ponía a pedir.

- Lusi está muy vista ya, gano más con los perritos. Se venden muy bien. Lusi ya está jubilada. Hace compañía a mi mujer, en la furgoneta.

Nos despedimos de José y continuamos nuestra marcha, buscando zonas de sol para compensar el frío Cierzo de la mañana. Sin darme cuenta Venancio comenzó a hablarme de su vida en prisión:

- En la cárcel trabajaba haciendo balones. Me sacaba un dinero. Estuve en Torrero, en el Dueso, en Daroca… Me pegué más de veinte años…Tenía 32 años cuando entré, estaba en lo mejor de la vida y la jodí, vaya que si la jodí.

- Pero explícame cómo es eso que me dijiste que te cargaste a dos ¿fue una pelea? ¿Tú sólo pudiste deshacerte de dos? – le pregunté directamente, ya no tenía sentido esperar más. Él ya había empezado a contarme.

- Fueron dos, pero no fueron a la vez. Primero fue uno y luego fue otro. Pero los dos por mi novia: Francisca. Estuve con ella 14 años.

- Seguro que era guapísima ¿no? Pero entonces que es lo que ocurrió en realidad.

- Francisca era preciosa. Andaluza, morena, me encantaba cuando se levantaba la falda y me bailaba en la casilla, en el campo. Estuvimos un tiempo al cargo de unas tierras en Valencia, yo me ocupaba de todo. Nos iba bien. Pero decidimos venirnos para Zaragoza, por mis padres y ahí la jodimos. Vinimos a vendimiar, para un médico - seguíamos caminando ahora más despacio, parándonos solo de vez en cuando en zonas soleadas o resguardadas del aire.

- Con lo tranquilo que eres Venancio, me resulta difícil creer que hiciste algo.

- Tengo mucha paciencia pero cuando me hartan…, no conozco a nadie. –siguió con su relato- Un día nos fuimos a comer unas costillas al campo, el “Sietemachos”, Francisca, José “el Conejo” y yo. El José este se bebió una botella de vino y dijo que me iba a quitar a Francisca. No me lo pensé y le di dos puñetazos. Pero había allí una traviesa de estas del tren y, al caer, se dio y se desnucó. Si hubiéramos ido a la Guardia Civil no hubiera pasado nada, pero lo dejamos ahí tirado y se lo encontraron muerto. Además eran otros tiempos.

- Y te detuvieron claro.

- ¡Qué va! Nos llevaron varios días al cuartelillo a declarar, pero los 3 estábamos de acuerdo en lo que contábamos y no nos podían coger. Pero un día pasó uno que recogía chatarra por allí y se acercó a calentarse con nosotros un rato. Y claro, como otro día había visto que éramos cuatro y aquel día solo estábamos tres, pues se lo dijo a la Guardia Civil. Nos dieron de culatazos a los tres por separado, hasta que Francisca lo contó todo.

- Claro, fue demasiado para ella, tal y como era la Guardia Civil por aquel entonces…

- Pero yo les di la libertad, dije que había sido yo y una mala caída. Me cayeron dieciocho años.

- Entonces ¿El otro que murió? ¿Eso ocurrió después cuando cumpliste esta condena?

- ¡No no! Estaba pagando por “el Conejo” y no sé cómo el juez me dio permiso. Entonces Francisca trabajaba en un bar cerca del Mercado Central, aquí en Zaragoza. Ya me había advertido ella que había uno que se la quería chivar.

- ¿Qué pasó? ¿Te la quería quitar?

- Peor aún. Cuando salí Francisca llevaba cinco días en el hospital, tenía la cara destrozada por la paliza que le había dado aquel tipejo. Se llamaba Pascual, cargaba fruta en el mercado. Siempre iba fumando una faria. Le pegó porque ella no quiso irse con él. Así que aproveché el permiso para irme a buscarlo al mercado. Lo estuve esperando allí, al final de las escaleras y cuando lo vi: “pum pum” le metí dos hostias, con tal mala suerte que se dio con la escalera y también se desnucó.

- También fue fatalidad, otra mala caída y otro que se descalabra. Pues sí que le diste fuerte.

- ¡Tenías que haberlo visto. Toda la fruta rodando por allí, por las escaleras! Yo le gritaba a la gente que cogieran lo que quisieran. Menuda se montó. Total que me cayeron otros dieciocho años y aún estaba cumpliendo los primeros…

- Pero tú me dijiste que estuviste unos veinte años dentro.

- Sí al final con reducciones y eso, las dos condenas se me quedaron en veinte años.

- Oye ¿Y Francisca? ¿Qué pasó con ella?

- Me venía a ver y se ponía a llorar, en el cuarto ese donde se habla con un cristal en medio. Al final la despaché, le dije que no volviera, que no tenía sentido. Ya no supe nada de ella nunca más. Se marchó y no la volví a ver. Fue lo mejor…

Poco a poco aquella conversación se diluyó entre otros temas más triviales, sin que me diera cuenta. Tal y como Venancio la había empezado, la acabó, de manera natural, tranquilamente, como quien no quiere la cosa volvimos a comentar de personas de la calle, de fútbol, del tiempo, del Albergue…Estuvimos hablando casi dos horas. Terminamos nuestro paseo tomando el sol sentados en las escaleras de la Parroquia. Fueron apareciendo sus amigos del comedor, sentándose también a nuestro lado, junto a la puerta de la iglesia. Me pareció que ya era el momento de irme. Al fin y al cabo ya habíamos obtenido lo que hacía tiempo ambos queríamos. Él, contarme la historia. Yo, escucharla. Me despedí dando un fuerte apretón de manos a Venancio. Me prometió que el próximo café lo pagaría él, cuando le llegara la paga que estaba esperando que le aprobaran…

Ahora conozco mejor a Venancio, lo entiendo más. No se me hace raro que tenga esa manera tan tranquila y desafectada de hablar. No me extraña su gesto de conversar mirando al vacío, ni sus silencios, ni su calma aparente, ni su ácido sentido del humor. Haber pasado en prisión los mejores años de su vida dejó una huella indeleble en el alma de Venancio. Y muchas cicatrices. Seguro que también asumió otra manera de entender la vida, de entender el tiempo, de valorar cuáles son las cosas que merecen la pena realmente en este mundo.

Hace poco me lo encontré en una plaza de mi barrio, sentado en un banco, con su enorme bolsa al lado. Estaba ebrio. Gritaba cosas sin sentido a la gente que pasaba, haciendo grandes aspavientos con sus brazos e increpando a viandantes y también a personas que solo él veía en su imaginación. Seguro que a alguno de los fantasmas que tiene como compañeros de viaje en su mente. Me acerqué. En cuanto me reconoció bajó su tono y me dijo: “Ra-fa, ¿to-ma-mos un ca-fé?” -vocalizando a duras penas. “¿Por qué no te bajas ya a dormir, eh Venancio?, que ya son las ocho y media”. Sorprendentemente, me hizo caso, cogió su bolsa descomunal, se la echó al hombro perdiendo el equilibrio, pero sin llegar a caerse y comenzó a caminar, haciendo eses, rumbo a su furtivo dormitorio. Yo me quedé mirándole cómo se alejaba y abandonaba la plaza. La gente se apartaba de su camino, asustada por sus gritos, para no tropezar con él, lanzándole miradas de reprobación: “Pobre borracho” se notaba que pensaban muchos. Me dolía ser testigo de ese desprecio. Tal vez no lo hubieran juzgado así si supieran su verdadera historia, la historia de un hombre que destrozó su vida por amar demasiado a una mujer…

domingo, 19 de diciembre de 2010

POR LA MAÑANA.



Todavía es de noche cuando me acerco hacia la puerta trasera del Albergue. La niebla gris y espesa envuelve todo, pero las farolas iluminan tenuemente la calle Arcadas. Antes de entrar, en la diminuta plaza de al lado, me encuentro una tienda de campaña plateada tipo iglú. Está montada en un discreto rincón. Otra persona está durmiendo a su lado totalmente tapada con mantas. Afortunadamente descansa sobre un colchón de matrimonio. Tiene dos cartones de vino en una bolsa preparados para desayunar junto a lo que intuyo es su cabeza. También veo una mochila. Todo bien cerca de la vista, por si acaso.

Decido pasar a saludar al técnico por su oficina antes de abrir la Casa. Así aprovecho para calentarme un poquito en el radiador y enterarme de si hubo alguna incidencia por la noche. Además todavía es pronto, los conozco, faltan 10 minutos para que se empiece a levantar toda la cuadrilla de Casa Abierta. Afortunadamente tampoco parece haber novedades, el día anterior y la noche discurrieron tranquilos. Cuando consigo templarme un poco y disipar el frío que me había impregnado la niebla me decido a coger las llaves para abrir la Casa. La pereza también es ahora menor.

- Voy a abrir toriles -bromeo con Celia, la técnico. Ella se ríe.
- Suerte. Yo a ver si me aclaro con este listado de usuarios, que he perdido a uno y no lo encuentro.

Suavemente, introduzco la llave en la cerradura, la giro, abro muy despacio, entro y vuelvo la puerta tras de mí sigilosamente, para no hacer ruido. Todavía no se ha despertado nadie, solo Abel está sentado junto a la mesa, fumando como siempre. Le saludo levantando la mano. Él me responde de igual modo, susurrando a la vez: “¿Éstas son horas, Rafa?”, apenas le distingo en la oscuridad. No quiero encender las luces para no despertarles bruscamente. Busco la llave del despacho a ciegas en el manojo, pero Raúl no me da tiempo, desde su cama vocifera roncamente:

- Raaaaaaaaaaafaaaaaaaaaaaaaaa, ¡daaaaame un cigarrooooo!
- ¡Shhhhh! No grites, ¿no ves que todavía no se ha despertado nadie? –me enfado
- ¡La cabra, la cabra, la p… de la cabra! – grita él todavía más fuerte
- ¡Que se calle ya, hombre, con la cabra! ¡Menuda noche cantando que se ha pegao! – se oye desde las camas del fondo.
- Cuando te levantes y desayunes te daré el paquete de ducados, ahora no grites por favor – le digo en voz baja acercándome a su cama y hablándole al oído.

Abro el despacho, saco el termo con el desayuno y las bolsas de pasiegos. Sobre todo que no falten pasiegos. Enciendo la televisión, siempre en un canal de noticias 24 horas. Bajo el volumen. Poco a poco, la débil luz de la televisión junto con la del despacho hacen que el resto se vayan despertando, aunque creo que Raúl con sus gritos difícilmente ha permitido seguir durmiendo a nadie.

- ¿Cómo quedó el Madrid, Rafa? – me pregunta Gabriel desde el fondo de la estancia.
- 3-0, goles de Higuaín y Benzemá –le contesto
- ¡Rafa, me han quitado el mechero y el peine! –exclama César, sentado aún en su cama y empezando a vestirse.
- Ya verás como aparecen como todas las mañanas, César, que no te los quitan, los pierdes…
- ¿Dónde como hoy? Y…dormir ¿dónde duermo hoy Felipe? – me pregunta, como siempre, Marcos.
- Donde todos los días, a comer al Albergue y a dormir otra vez aquí –le digo con resignación- Y recuerda… me llamo Rafa.
- ¿Hace frío hoy? ¿Tú crees que podré cortarme las uñas esta tarde? –me pregunta Carlos desperezándose todo lo largo que él es: apenas cabe en la cama.
- ¿Frío? He visto 3 pingüinos en la esquina antes de venir aquí y sobre las uñas… estoy haciendo un cursillo de adivino, pero creo que hoy tampoco te las cortarás –le bromeo. Él se queda dudando un rato y cuando cae en la cuenta me dice:
- ¿Me estás vacilando no? ¡Pingüinos dice, mira que eres! –se ríe.

Por fin enciendo las luces, a estas alturas ya no creo que nadie aguante despierto y eso que aún son las ocho menos cuarto. Antes de que ninguno se meta en los baños, echo un vistazo a los dos para ver su estado. Uno permanece impecable, seguro que Miguel lo ha limpiado, es maniático de la higiene. En el otro compruebo que hay un charco en un rincón. En el lado opuesto, el cubo lleno de agua con lejía y la fregona permanecen intactos. Me enfado:

- ¿Quién ha orinado en el rincón? Parece mentira. Y eso que está la fregona al lado. Al final voy a hacer la prueba del ADN y sabré quién es; o pondré una cámara en el baño. Es que todos los días igual -nadie se da por aludido, me temo que saben que se trata de un farol…

Poco a poco se van levantando. Alguno más precavido se viste rápidamente y ya hace uso de alguno de los baños. Sabe perfectamente que si tarda luego puede que haya aglomeraciones. Sobre todo si se encierran Carlos o Miguel, que en ocasiones les lleva media hora o incluso más. Algunas mañanas se ha montado una pequeña bronca si alguno de ellos se encierra temprano y las vejigas de los demás tienen que aguantar más de lo razonable.

Ángel aparece por la puerta completamente abrigado, es el voluntario de los miércoles por la mañana desde que se fundó la Casa. Menos mal. Ahora entre los dos será más llevadero atender el desayuno. Él se encarga de sacar más pastas para que no escaseen, cucharillas, servilletas, vasos… Yo mientras reparto a Raúl, Alberto y Abel los sobrecitos de papel con sus medicamentos. Abel se niega a tomarlos:

- No quiero tomarme nada, que he estado en mi médica de cabecera y me ha dicho que deje todas las pastillas –me protesta.
- Pero si ahora te cambié el médico a Rebolería y todavía ni lo conoces. Tómatelas anda, que si no te puedes poner mal –intento convencerle.
- No quiero, que son veneno y me sientan fatal. Me puede dar un derrame –se enfada seriamente. Yo decido no insistir más.

David, que se encuentra sentado en su cama todavía, antes de pasarse a la silla de ruedas, me reclama levantando su mano y moviéndola rápidamente para que me acerque a su lado. Quiere una camisa, porque la que le di el día anterior no le gusta, dice que es demasiado grande. Le llevo otra alguna talla menor, entonces me señala que la que le ofrezco es de manga corta y él la quiere de manga larga. Cuando le acerco una de manga larga, me pone mala cara diciéndome que no tiene bolsillo para llevar el tabaco. Rebusco en el armario y encuentro una de manga larga con bolsillo. Se la entrego creyendo ingenuamente que ya se acabaron sus caprichos y entonces me dice que el color no le gusta, es demasiado clara. Él quiere una oscura o de cuadros. Entonces yo ya exploto: “Te pones esta y ya está, que parezco un dependiente del cortinglés”.

- Rafa, ¿voy bien así, iba ayer vestido así o crees que tendré frío? -El que me requiere ahora es César, ya lavado y afeitado.
- Llevabas esa ropa pero no en ese orden, será mejor que la camiseta te la pongas primero, luego la camisa y encima el jersey –le comento al ver que lleva puesta la camiseta interior encima del jersey - Y será mejor que te pongas chaqueta, hace mucho frío
- Oye no encuentro la chaqueta, ni las mantas, me las han quitado.
- ¿Has mirado debajo del colchón?
- Ah pues sí, aquí están las mantas y la chaqueta ¿Sabes qué pasa? Es que alguien ha echado agua en mi colchón esta noche –me explica todo digno.
- ¡Qué cosas tienes! ¿Quién iba a hacerlo? –compruebo con un rápido vistazo que la mancha a la que se refiere es producto de su propia incontinencia.
- ¿Un caramelico Rafa? –cambia rápidamente de tema y me ofrece un puñado de caramelos que yo con un gesto cariñoso le hago recoger.

Abel me llama vociferando desde la mesa donde, junto con su café, tiene 7 u 8 vasos de plástico llenos de agua; se aprovisiona bien, sabedor del tránsito que llevan los baños a estas horas:

- ¿Por qué no me das mis pastillas, eh? Se te olvidan las cosas Rafa.
- Pero si no las quisiste tomar antes –le digo con paciencia.
- ¡Qué va, a ti que se te habrá pasao dármelas! Venga dámelas que me tengo que ir a misa, que como se me pase la de las 10.30 ya no tengo otra hasta la tarde… -Yo respiro profundamente y le saco su sobrecito del despacho. “Al menos hoy las toma” pienso para mí…

Miguel mientras tanto no ha abierto la boca desde que llegué. Ni me ha mirado. Hace su cama con parsimonia, arrastrando los pies, le cuesta moverse. Tiene su ropa perfectamente doblada en una silla, preparada para después de ducharse. La cama la deja perfectamente hecha, completamente lisa, sin una arruga. Toda la ropa bien metida, nada cuelga. Hoy me llama poderosamente la atención las grandes ojeras que lleva y su mal aspecto. Es peor que el habitual:

- ¿Tuvimos ayer marejada a fuerte marejada con áreas de arbolada, eh Miguel? –le pregunto, confiando en que tal vez mi broma me permita conocer su grado real de malestar.
- Estoy malo, es por la comida de aquí y hace mucho que no bebo, así que no te pases ¿eh? –me responde, sin mirarme a la cara y con un gesto de ansiedad.
- Agua será lo que no bebes. Mejor te dejo… -ya encontraré el momento adecuado para comprobar cómo se encuentra realmente porque ahora me expongo a una discusión.

Ya han desayunado casi todos, algunos están sentados viendo las noticias y saboreando el primer cigarrillo del día. Abel ha salido ya, dejando la puerta abierta tras de si como suele ser habitual. César también se va, tiene que ir al Pilar ver al canónigo y coger periódicos gratuitos para repartirlos por el Albergue y el Centro de Salud, como hace cada mañana (“¿un caramelico?”). Hoy no sé si le tocará subir a urgencias del hospital Clínico, ha perdido la tarjeta del autobús. Cuando ya parece que el ambiente está más tranquilo y las peticiones van disminuyendo es el voluntario quién me reclama a gritos desde el despacho. “Le habrá pasado algo”, pienso. Voy corriendo al despacho y me lo encuentro con ojos de pánico, un armario abierto y sosteniendo en su mano derecha tembloroso el azucarero vacío con la tapa levantada.

- No hay azúcar, Rafa ¿Qué hacemos ahora? ¡Todavía queda alguno por desayunar!
- No lo sé, ¿qué se te ocurre a ti? -Le contesto también con cara de pánico, poniendo a prueba su sentido del humor.
- Mmmmmh, podríamos pasar a la cocina del Albergue y pedir un paquete ¿No crees? –me responde.
- ¡Claro! ¿Cómo no había caído? Anda pasa tú y se lo pides a Lola –continúo con mi ironía, aunque verdaderamente compruebo que él no la ha notado.

Tampoco tengo mucho tiempo para seguir con mi broma, Carlos está gritando de manera alarmante desde el baño, me llama a gritos, cada vez más fuerte:

- ¡Rafaaa, Rafaaaaaa, Rafaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Qué catástrofe! ¿Ahora que hago yo? ¡No sé qué voy a hacer ahora me tengo que ir a por la metadona! –yo me temo lo peor, una caída, una herida, mientras voy corriendo donde él se encuentra.
- ¿Qué te pasa? ¿Cuál es el problema? ¿Te encuentras mal? ¿Te mido el azúcar con el aparato?
- No, no es eso. ¡No encuentro el peine! ¿Ahora que hagoooo? ¡Ooooooooh, qué contrariedad!
- ¿Has mirado en el bolsillo de tu camisa, por ejemplo?
- ¡Andá, compi! ¡Sí aquí está! Uf, menos mal que lo encontré, no sé qué hubiera hecho. Oye ¿qué horas es?
- Las 9.15, cálzate rápido que si no no vas a llegar a la Cruz Roja –mientras la locutora de la TV me delata “son las 8.45 de la mañana”, pero Carlos ni se da cuenta.

El ajetreo ya es mucho menor. Ángel el voluntario y yo nos podemos sentar un rato a ver las noticias con los pocos que quedan ya en la Casa: Gabriel, Alberto, David en su silla de ruedas y Carlos peleando afanosamente con el envoltorio de los pasiegos. Jesús se dispone a salir poniéndose su cazadora y lleva como siempre un libro en la mano derecha para leer luego en el patio del Albergue. Antes de salir me exige:

- ¡Mañana tenemos que ir al banco, eh, que no se te pase!
- Huy no sé yo. Tú con ese sombrero de Humpfrey Bogart que pareces un mafioso y yo con este chándal viejo que parezco un yonki, no sé si nos dejaran entrar. Puede que incluso nos detengan –Carlos se muere de la risa al oirlo.
- No me vengas con zarandajas y que no se te olvide –muy serio se dispone a cerrar la puerta.
- ¿No me das un beso de despedida, Jesús? Ya no me quieres como antes –le bromeo.
- Vete a… -aparenta enfadarse, pero esboza una sonrisa y al fin sale y cierra la puerta.

Por la ventana de la Casa que da al patio del Albergue ya oigo a Raúl cantar: “Si supieras Rosariyooo lo que sufroooo”. Me despido del voluntario. Él aún continuará hasta que todos acaben y ayudará a pasar al patio de Albergue a los que se quedan cuando sea la hora de cerrar la Casa. Yo decido entrar a saludar a la Trabajadora Social, antes de subirme hacia la Parroquia del Carmen.

- Hola Rafa ¿qué tal todo por Casa Abierta? ¿Te puedo ayudar en algo? ¿Todo bien? –me pregunta.
- Sí todo bien, solo el follón de todas las mañanas, ya sabes. Gracias por preocuparte.
- Ya me imagino, a veces parece aquello “Chiqui-Park” ¿verdad? ¿por qué no lo escribes en tu blog? Seguro que vale para una historia de las tuyas.
- Sí es cierto, lo haré, gracias por la idea. Venga, un besico que me voy.

Y por eso lo escribí aquí, gracias por la idea compi…

miércoles, 25 de agosto de 2010

ULTIMO ADIOS


(Aunque no sea realmente una "historia" como las otras, me apetece colgar aquí un texto sobre Maciej, una persona de la calle fallecida de manera fatal hace poco. Maciej era compañero de cajero de Jorge (post "El cajero y la guerra") y al final ha seguido su misma suerte. He preferido en este caso enviar un texto a la sección de cartas al director de dos periódicos de la ciudad, para que al menos se pueda sensibilizar un poco más la gente. Tal vez no lo publiquen, pero por lo menos lo cuelgo aqui. Así también lo leéis vosotros.)

http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp?pkid=605569

Maciej murió el pasado jueves. De una manera horrible, cruda, casi espeluznante: un coche lo arrastró enganchado en sus bajos durante casi un kilómetro. Nadie sabe como pudo suceder, resulta kafkiano, increíble, inconcebible. A todas las personas que lo conocíamos nos ha impactado el suceso. Maciej se hacía querer, era educado, amable, sonriente, de gesto humilde. Y era así aun viviendo una realidad dura e insufrible como es la vida en la calle, la vida de los que tienen que dormir en un cajero. Me resulta lamentable que tenga que morir de este modo para que yo mismo vuelva a darme cuenta y reconsiderar lo cruel y penosa que era la vida que llevaba. Otras personas sin hogar mueren cada año en nuestra ciudad, de manera más silenciosa, no tan espectacular, pero no por ello menos trágica y triste. A veces nos acostumbramos a oír y leer sobre tantas víctimas diariamente que apenas ya nos afectan. Tiene que producirse una muerte tan inhumana y brusca para volver a caer en la cuenta del valor que tiene cada persona, cada vida, de lo injusto y riguroso de algunas existencias. Maciej era discreto, no llamaba la atención, cuidaba mucho su aspecto, su presencia. Tal vez por eso resulta tan insólita y agria esta muerte para él. Parece una llamada de atención, un último gesto de alguien que no quiere irse silenciosamente sino gritándonos que reaccionemos, que no nos olvidemos, que todos somos personas aunque algunos vivan en la calle. Me gustaría creer que su muerte servirá para algo. Que por lo menos él, esté donde esté ahora, observe, sonriente como siempre, que somos muchos a los que nos ha dolido sinceramente su muerte y que lo echaremos de menos. Y que, además, nos hemos propuesto no volvernos insensibles a ninguna otra muerte de la calle, sea quien sea, fallezca trágicamente o no. Buena suerte Maciej.

martes, 3 de agosto de 2010

EL CAJERO Y LA GUERRA.


Lo malo de tener que cambiar el vodka por el vino es que necesitas beber cuatro veces más para obtener el mismo resultado. Cuestión de graduación alcohólica. También es un tema de gustos, el vodka para empezar la mañana entra mejor que un cartón de vino, enseguida te calma la corrosiva ansiedad y además no tienes que forzarte a beber todo un litro, incluso dos, tengas como tengas el estómago. Pero al final el precio se impone y, si lo más barato es un brik de vino, eso es lo que hay que desayunar, por muy mal que le sepa al paladar y aunque las tripas se rebelen.

Jorge bebía vino casi siempre, alguna vez también vodka, muy pocas, pero él era ruso y de vez en cuando se daba el capricho. Incluso podía tener la suerte de que algún joven abandonara por ahí alguna botella medio llena el sábado por la noche.

Siempre estaba acompañado. Algunas veces me lo encontraba en un banco cerca de las murallas de la calle Asalto compartiendo un cartón con algún otro de los habituales de la zona del Albergue. Otras, formaba un grupo en la plaza del Pilar con varios transeúntes del Este con los que quizá se entendía mejor. La verdad es que Jorge se llevaba bien con todo el mundo, pese a sus borracheras, a sus caídas, a su errático modo de pasar los días. No tenía problemas con nadie. Todo lo contrario. Su trato, al menos conmigo, siempre fue extremadamente amable y humilde. Me sentía afortunado porque, cuando lo veía por la calle, me obsequiaba con un apretón de manos y una amplia sonrisa dibujada tras aquel enorme mostacho de estilo mexicano. Compensaba la dificultad que tenía con nuestro idioma con toda suerte de ademanes y gestos cordiales que hacían que, pese a su aspecto un tanto amenazante y sus frecuentes heridas, enseguida se descubriera a una persona bonachona, muy educada, campechana y accesible. Recuerdo que lo saludaba algunas mañanas cuando se levantaba del Espacio de Emergencias del Albergue, donde dormía si la noche había sido heladora. Un simple “buenos días” me era devuelto con creces, repleto de cordialidad en la expresión y una amplia sonrisa: Siempre me recompensaba con una sonrisa, jamás la escatimó, fuera cual fuera la situación en la que coincidiéramos.

Mi habitual y tranquilo paseo dominical me llevó sin proponérmelo a la calle Don Jaime. Desde lejos vi tres coches de la Policía mal aparcados sobre la acera. Supuse que algo podría haber ocurrido. Así que cambié de acera, me quité los auriculares y me puse las gafas de sol para disimular hacia dónde dirigía mi mirada. Cuando llegué a la altura de la Plaza Ariño me paré a mirar un escaparate de manera distraída. Me picaba la curiosidad. Entonces comprobé cómo varios policías estaban desalojando a Jorge y otros dos compañeros de un cajero automático. Los agentes llevaban puestos sus guantes de cuero y les estaban obligando a recoger todas sus mochilas y cartones para dejar completamente limpio el lugar. Los tres amigos estaban enojadísimos por la ligereza y brusquedad con la que se les estaba echando. Incluso Jorge estaba rojo de ira y les increpaba frases incomprensibles en su idioma, gesticulando de manera nerviosa. Era la primera vez que yo lo veía así, tan alterado. Los agentes, muy firmes y rígidos en su proceder, una vez limpio y vacío el cajero, se montaron en sus coches y abandonaron el lugar. Los tres compañeros se sentaron acarreando todas sus cosas en el banco de piedra, junto a la estatua metálica de un fotógrafo que hay en esa plaza, testigo mudo de todo el suceso. Colocaron los cartones para protegerse del frío mármol y poder sentarse un rato. No paraban de gritar e insultar en varios idiomas, su enfado era monumental.

Dudé si acercarme a ellos o no. Sinceramente, mucho más me había impresionado todo aquel despliegue que se había generado para desalojar el cajero, que la actitud alborotadora de esas tres personas a las que conocía hacía meses. Cuando se hubieron calmado un poco decidí aproximarme para hablar un rato con ellos. Me recibieron de manera muy educada, como siempre, extendiendo su mano. Yo estreché las tres, una tras otra. Ellos se alegraron de encontrarme a mí como casual espectador e improvisado oyente de sus quejas. Así, estuvieron un rato explicándome, ahora de manera más sosegada, todo su malestar por aquel precipitado desalojo. Era muy pronto para levantarse, decían, no molestaban a nadie, el cajero lo dejaban siempre limpio ¿Por qué la tuvieron que tomar con ellos? Yo me limité a escuchar todos sus lamentos y a compartir unos cigarrillos con los tres amigos. Pero Jorge me hablaba acalorado, expresándome como podía sus sentimientos. Había pasado de sentir ira y rabia, en un primer momento, a experimentar impotencia y frustración por haberse visto avasallado. Me explicó que él había luchado en la guerra de Chechenia señalándome una gran cicatriz en su cabeza al mismo tiempo. Se refería a los policías que les habían expulsado como niños. ¿Qué se habían creído? Él, con la cantidad de tremendos sufrimientos con los que había combatido en aquel lejano frente, ¿tener que acatar ahora las injustas órdenes de unos jóvenes bien uniformados? Era aguantar demasiado para un militar ruso, marcado por la guerra, verse obligado a desalojar su único hogar, su intermitente dormitorio, para congelarse en la calle otro día más. Bastante indigna le parecía su precaria manera de vivir actual, como para encima tener que tolerar semejante agravio Las lágrimas inundaron sus enrojecidos ojos al fin, la emoción le pudo. Las gotas caían por sus arrugadas mejillas, salpicando el cartón marrón del banco, en el que dibujaban pequeños círculos oscuros que las hacían más patentes aún y estremecedoras a la vista. Yo me sentía totalmente impotente…

La siguiente vez que lo vi fue en la UCI del hospital. Sus compañeros no sabían de Jorge hacía días, tan sólo que estaba ingresado. Yo, con una llamada telefónica, lo localicé enseguida y, una vez me explicaron los reducidos horarios de visita, decidí acercarme a verle sin saber muy bien qué me iba a encontrar. Aunque me esperaba lo peor.

Junto a otras dos o tres decenas de personas inquietas por visitar a sus allegados esperé que nos permitieran la entrada en la sección de Intensivos. Me sentía realmente fuera de lugar, el ambiente era tenso, nervioso, las miradas extrañas, furtivas, todas llenas de preocupación. Algunos familiares susurraban entre sí nerviosamente, pero el silencio se imponía al fin. Supuse que las circunstancias de algunas personas serían críticas. Pero mi situación era distinta a la de esos familiares. Mi preocupación no era tan extrema como la suya, no se trataba de un pariente cercano mío. Al final creo que me contagié de todo aquel contexto y un nudo me empezaba a apretar en el estómago. Por fin, salió una enfermera que nos avisó de que podíamos entrar. Accedí a una gran sala donde bastantes médicos y enfermeras se movían de un lado para otro. Los apartados individuales estaban distribuidos por todo el perímetro de la sala, anidados a ella. En la puerta de cada uno se veía visiblemente un número y a través del cristal, a modo de escaparate, pude distinguir a algunos de los pacientes. El sitio era extrañamente reducido y había aparatos por todos los lados. El silencio, tan sólo roto por algunos susurros, me resultaba algo angustioso.

De inmediato localicé la sección de Jorge y me dirigí a ella con rapidez. Jorge estaba casi irreconocible, sin bigote, la cabeza afeitada, muy delgado y totalmente entubado, rodeado de numerosas máquinas y dispositivos electrónicos. Aparentemente dormía. Me quedé en la puerta del departamento, sin entrar, un poco por el miedo que me atenazaba y también creyendo que no me permitirían acercarme más a él. Daba verdadera aprensión moverse cerca de todo aquel conjunto de instrumentos, tubos y cables.

El hecho de que alguien fuera a visitarle enseguida desató el interés de varias enfermeras. Éstas avisaron a los médicos de guardia esa tarde y antes de que quisiera darme cuenta me encontraba respondiendo a toda una serie de preguntas sobre Jorge que me formulaban, tanto dos médicos como algunos ATS. El pequeño interrogatorio no me lo esperaba. Yo apenas sabía nada de él. Tan sólo su nacionalidad y su nombre. Les comenté que sencillamente lo conocía de la calle, por mi trabajo, que apenas podía aportarles más información. Luego, con más tranquilidad me explicaron que su situación era realmente crítica, no sabían si sobreviviría. Me dijeron que no había problema en que me acercara a él. Pasé dentro, le cogí fuertemente la mano. No sabía ni que decirle: “Hola Jorge, ¿te acuerdas de mí? ¿Cómo te encuentras?”. Creo que no me conoció, su gesto apenas cambió. Simplemente me miró unos segundos y luego volvió a cerrar los ojos. La palidez y el gesto de su cara ciertamente reflejaban que estaba muy mal. Yo intentaba no emocionarme y, viendo que apenas podría hacer nada más allí, lo único que quería en ese momento era salir rápidamente del lugar…

Pero Jorge, milagrosamente se recuperó. Y volvió a la calle. Sin embargo la calle es mal sitio para reponerse de cualquier enfermedad, mucho más cuando has estado a punto de morir. Y, naturalmente, ni el invierno, ni la calle le perdonaron…

Otro domingo por la mañana, pasadas pocas semanas, me encontré a sus dos compañeros que, nada más verme, se acercaron rápidamente hacia mí, visiblemente alterados: “Sabes, Rafa, Jorge ha muerto esta noche en el cajero, con nosotros. Hoy ya no se despertó. Nos dimos cuenta esta mañana”. “¿Aquel cajero del que os echaron, el que está al lado de la Plaza Santa Cruz?”, -les pregunté. “Sí, ése, el mismo, llevamos durmiendo en él todo el invierno”. Después me comentaron un poco más todo lo sucedido, cómo se lo llevó una ambulancia al amanecer, que ya se lo temían, que demasiado había aguantado porque de verdad estaba muy enfermo, que aquella noche hizo mucho frío… Apenas estuvieron conmigo unos minutos, luego se fueron en busca de algo que beber para calmar su ansiedad, que hoy era doble, tratar de asimilar el desconsuelo y la pena y poder así empezar el día de alguna manera.

No sé si hubiera vivido más en su país, incluso luchando en una guerra nacionalista, que aquí en España donde durmió muchos meses en un cajero. Tampoco sé si fue peor para su castigado hígado el vino barato del supermercado o el vodka destilado de Rusia, que allí beben como el agua. No conozco qué nocivos efectos tuvo sobre su salud el frío siberiano, aunque sabemos que el Cierzo a veces, puede ser bastante turbulento e irascible… Y mucho menos, yo no soy nadie para juzgar si fueron mejores compañeros sus camaradas de trinchera que sus amigos del cajero, en realidad no dudo que todos apreciaran de verdad a Jorge siendo como era él.

Lo que sí creo es que fue muy triste que Jorge muriera lejos de su tierra, lejos de su familia y, sobre todo, que apenas una decena de personas se enterasen y lamentaran su muerte. Ni siquiera apareció en los periódicos, como tantas otras. Sinceramente, también me resultó muy amargo que no tuviera un entierro digno donde alguien le llorase o, simplemente, se implorasen unas sencillas plegarias por su alma. Y, siendo egoísta, lo que más me fastidia de todo es no poder volver a verle sonreír como él solía…

jueves, 15 de julio de 2010

LA HERIDA


Miguelete nunca me llama por mi nombre. Lo conozco hace años, pero, cada vez que me ve, se dirige a mí de manera distinta: Luis, Miguel, Antonio… aunque la más habitual es Jose, con acento en la o. Pasea habitualmente por el centro de la ciudad con varias bolsas de plástico colgando de su antebrazo. En cada una guarda cosas similares: en una comida, en otra revistas viejas y periódicos, en otra algo de ropa, juguetes, mecheros y cualquier chisme que atraiga su atención… a veces cosas inverosímiles. Una mano siempre la lleva protegida por un guante, sólo una, que normalmente es la que usa para fumar. Si no tiene para tabaco, cuenta con una pequeña cajita metálica de puritos donde guarda algunas colillas que aún sean aprovechables de las que encuentra en sus sitios estratégicos. A veces me las enseña y dice:

- Mira, Jose, es griiiiiiiiiifa, las cogí a unos jóvenes que la estaban fumando en un banco ¡Mira que caladas le doy, miraaa!- me revela con su voz ronca y grave, contándome su gran secreto.
- Eso son cigarrillos de liar, Miguelete, y no deberías fumarlos que así llevas el pecho y la voz –le suelo contestar yo. El sonríe y cambia de asunto rápidamente.

Generalmente me ha preocupado el tema de la higiene, pero en el caso de Miguelete es absoluta y completamente nula. La mugre cubre toda su ropa y la mayor parte de su cuerpo. En ocasiones es casi imposible estar a su lado. Para hablar con él, me tengo que mantener alejado dos o tres metros o, si sopla algo de cierzo y me sitúo estratégicamente, puedo estar más cerca y sostener una charla de unos minutos. De otra manera puede llegar a ser insoportable el olor que desprende. Tiene gran afición a mirar los contenedores y papeleras. De su contenido va seleccionando todo aquello que luego guarda en sus bolsas. Es curioso comprobar cómo tiene un lado del cuerpo con más mugre que la otra mitad. Lo mismo ocurre con su gorra, se aprecia un tono más oscuro y sucio en un lateral que en el otro:

- Tú siempre duermes de la misma postura ¿no Miguelete? -le pregunto.
- Sí, ¿cómo lo sabes, Juan? –se ríe asintiendo.
- Por tu ropa, la llevas más oscura en un lado. ¿Dónde duermes?
- ¡Bah! En cualquier portal, cada día en un sitio, en el primer rincón que encuentro, me tumbo, me encojo… me duermo enseguida –Me reconoce, bajando sus ojillos con falsa timidez, bromeando como un niño malo.
- ¿Qué te parece si te vienes conmigo al Albergue y te ducho como otras veces?
- Mañanaaaaaaaaaa, Luis, mañanaaaa te espero aquí mismo y vamos, hoy no puedo, me esperaaaan. –lleva diciéndome lo mismo meses.

Apenas se distinguen sus traviesos y enrojecidos ojos, entre la gorra, las cejas despeinadas, su barba pobladísima y recia, su piel arrugada y quemada por el sol, la mugre…es difícil apreciarlos. Miguelete es locuaz, zalamero y dicharachero, constantemente está sonriendo. Es muy agradecido y cariñoso, lástima que muchas veces lleve prisa, asegura que le esperan en algún lado, que ha quedado. No le importa dejarme con la palabra en la boca. Se aleja caminando rápido, arrastrando los pies y mirando inquieto para todos los lados. Siempre hace lo que quiere, lleva más de 40 años en la calle, ¡como para no hacerlo!

Los domingos por la mañana solía encontrármelo en el mercado de antigüedades de la Plaza San Bruno, allí tiene varios amigos que le invitan a almorzar y pasa parte de la mañana en un banco junto a ellos. Pero aquel domingo no estaba. Me extrañó. Hacía un frío terrible. Los azulejos mudéjares de la parte trasera de la catedral reflejaban con intensidad el sol de la mañana y, al pasar por la esquina recortada que da acceso a la plaza de la Seo, el cierzo se concentraba con increíble fuerza y casi no me dejaba avanzar. Creo que todo el viento de la plaza del Pilar busca su salida por ese estrecho acceso. Una vez capeado el pequeño vendaval, miré hacia la marquesina de la plaza del Pilar y, aunque estaba bastante lejos, reconocí a Miguelete sentado. Su barba y su gorrito oscuros lo hacían inconfundible. Por otra parte, llevaba un impermeable enorme y sucísimo que enseguida me permitió identificarle. Pero conforme me acercaba a él me iba dando cuenta de que algo no funcionaba bien. Miguelete estaba inmóvil, sentado, con las manos apoyadas en las rodillas, dos bocadillos envueltos y dos cafés con leche en vaso de plástico a su lado. Delante de él, en el suelo, dos periódicos nuevos del día y varias monedas encima, que, aparentemente se le habrían caído, eran todas monedas de un euro. Además Miguelete no se sienta jamás a pedir. Cuando estuve a su lado, le pregunté:

- ¿Qué tal Miguelete? ¿Cómo va todo? –yo intentaba valorar qué sucedía.
- ¡Bien, Antonio, Bien! Aquí leyendo la prensa –me contestó sin girar ni siquiera la cabeza, mirando al suelo, encorvado y con su cuello completamente rígido.
- ¿Seguro? ¿Te importa que mire tu cuello? ¿Te has caído?
- Nada Joooose, pero mira si quiereeeeees.

Como pude, con mucho cuidado y con la punta de los dedos, separé un poco el cuello del impermeable y el de su camisa y bajo su diminuta melena conseguí distinguir una herida incisa a lo largo de la parte trasera de su cuello, de varios centímetros de profundidad que literalmente le estaba guillotinando. Siguiendo con la vista dicha herida entendí qué la producía, puesto que por la parte delantera de su cuello surgía de repente de su carne un cordón de cuero con varias cuentas de plástico que apretaban peligrosamente su garganta. El cordel de cuero de un colgante lo estaba atravesando poco a poco cercenando su cuello por detrás, de tal manera que su misma piel volvía a cubrirlo haciéndolo invisible. Sólo era apreciable aquella incisión completamente infectada y que supuraba de tal manera que Miguelete, puesto que estaba echado hacia delante, tenía toda la parte delantera de su camisa y las solapas del chaquetón totalmente impregnadas de pus congelado por el cierzo.

- ¿No has ido al médico a que te miren el cuello? –le pregunté intentando disimular mi gran preocupación.
- No, no he ido, si es que no he podido Carlos, he tenido muchas cosas que hacer – me contestó totalmente incapaz de girarse y mirarme, quitando importancia, como siempre, al tema.
- Oye, ¿Qué te parece si llamamos a una ambulancia? Creo que esa herida está bastante mal. ¿Lo hacemos, Miguelete?
- Si, Enrique, llama, anda, llama, que si no no se me va a curar nunca… - Que Miguelete accediera a la primera, sin poner ningún reparo, cuando le propuse llamar a urgencias me preocupó más aún. Ahora tenía la certeza de que la herida era grave.

En dos minutos llegó ululando una ambulancia del Servicio de Salud. Iban tres jóvenes en ella. Les expliqué un poco quién era Miguelete y enseguida se hicieron cargo. También les anticipé lo grave que era su carencia de higiene, casi tanto o más que la propia herida. Tal vez pensando que yo exageraba, uno de los técnicos, una chica, se acercó rápidamente a comprobar la herida que les estaba contando, pero de inmediato se tuvo que apartar con disimulo, conteniendo como pudo sus ganas de vomitar. Realmente no era para menos. Luego montaron a Miguelete en la parte trasera de la ambulancia y se metieron con él los dos técnicos, el conductor se puso al volante. La furgoneta estaba sin arrancar todavía y no habían pasado cinco segundos cuando se volvieron a abrir las puertas correderas del vehículo y salieron rápidamente los dos muchachos buscando aire fresco. Miguelete me miraba risueño, todo contento desde dentro, sentado en un asiento y todavía encorvado: “Ven a veeeeeeeeeerme al hospital, eeeeeeh Joooooooose!”. Al final, decidieron abrir todas las ventanas de la ambulancia y la chica pasó con el conductor. Su compañero, más valiente, se situó atrás, cerca de una de las ventanas, acompañándole y por fin la ambulancia partió para el hospital con su alarmante sirena pidiendo paso.

A la semana siguiente me pasé por el hospital a visitarlo con una voluntaria. Lo encontramos recién duchado, todavía algo mojado, perfumado completamente con colonia de limón y vistiendo un pijama grandísimo para él, que apenas mide metro y medio. Le sobraba pijama por todas partes, estaba simpatiquísimo. Le habían cortado al cero todo el pelo de la cabeza y de la barba. Un apósito enorme cubría la parte trasera de su cuello y tenía sujeto a su muñeca un gotero que le suministraba antibióticos. Sonriente y cariñoso nos recibió, realmente se alegraba de nuestra visita:

- Hombre Jooooooose, qué alegría. Déjame que te cante una coplilla… “Me quitaron la libertaaaaaa, me pillaaaron robando en eeer sepuuuuuuuu” – empezó a entonar con un tono agudo, extraño para él, cuando entramos, dándonos así su bienvenida.
- Hola Miguelete. No hace falta que nos cantes. Mira he venido con una amiga. Se llama Irene.
- Encantado Maribeeel. ¡que amigas tan guapas tienes Carlos!
- ¿Qué tal estás? ¿Te tratan bien? –pregunté. La habitación era enorme y parecía recién estrenado todo. El hospital era nuevo.
- Síííí, son muy buenas todas las señoritas de este sitio ¿Es un hospital o algo así no, Jose? Se come muy bien. Todo es estupendo. Bueno, menos una médico… Me mira maaaaaaaal, seguro que fuma grifaaaaaaaa, pero yo me callo y no le digo nada.
- ¿Cómo va a fumar grifa una médico?, será que es más seria. ¿Tú te portas bien no? Haz todo lo que te digan las enfermeras, porque la herida que tienes no es moco de pavo ¿eh?
- Cómo lo sabeees Caaarlos, menos mal que me trajeron aquí, ahora a ver si puedo pasar aquí la Nochebuena, porque seguro que se cena de maravilla…
- Mira, te hemos traído “el Marca” para que estés al tanto del fútbol –lo abrió, lo hojeó un poco y a los dos minutos cabeceó quedándose dormido como si nosotros no estuviéramos allí…

Pasó la Nochebuena y la Navidad en el hospital. La Nochevieja y el Año Nuevo en el Albergue Municipal y los Reyes en el Refugio. Creo que hacía muchos años que no dormía tantos días seguidos bajo techo. Sinceramente, conociendo su mente inquieta y lo independiente que es Miguelete, creo que aguantó tanto porque de verdad se dio cuenta de la gravedad de su herida. Lo entendí un día que lo llevé a curar, permanecía completamente inmóvil y sumiso mientras la enfermera hacía su labor. Después volvió a la calle, a quedar con sus amigos, a buscar cosas por ahí, a pedir comida por los bares, a pasear sin descanso con marcha casi militar por todas las calles del centro de la ciudad. Me lo encuentro en repetidas ocasiones, pero creo que me tiene algo de recelo porque me relaciona con el agua:

- Hola Miguelete, ¿quieres que nos acerquemos a duchar al Albergue?
- Mañana, Jose, mañana, hoy no puedooo…
- Oye, en seguida habrá una cama libre en Casa Abierta, quieres venirte allí, algún día tendrás que dejar la calle, ya vas teniendo una edad –le bromeo
- ¡Mañana sin falta te espero en el patio del Albergue, Antonio!
- Nunca te acuerdas de mi nombre, ¡qué triste! Mira, para que te acuerdes, piensa que tiene dos veces la letra “a” y es el nombre de un cantante español muy muy conocido…
- ¡Perales!
- Da lo mismo, Miguelete, llámame Jose que es igual…

miércoles, 23 de junio de 2010

LAS PALOMAS Y EL VINO


Como suele ser habitual, cuando llego a Casa Abierta el sábado por la mañana, César ya está levantado y ha desayunado. Seguramente ya habrá tomado café con sobaos varias veces a lo largo de la madrugada. Tiene verdadera pasión por esas pastas que proporciona el Albergue para desayunar. Tantas come que, en alguna ocasión, ha podido acabar con toda la bolsa y luego se ha montado un pequeño guirigay mañanero porque al resto de compañeros no les quedó con qué acompañar el primer café con leche. Razón no les falta. Mario, el voluntario, ya está afeitando a David, toalla en cuello, como cada sábado, con la máquina eléctrica y la alargadera. Según me cuentan, Julián se ha vuelto a quedar esa noche encerrado en el baño, suerte tuvo de que hay un compañero que siempre guarda un alambrecito para tal eventualidad y lo pudo rescatar. Menos mal que ya es menos frecuente que esto suceda, parece que le ha cogido el truco al pomo del baño, pero le ha costado semanas y aún así, alguna noche tiene que ser “rescatado”. Por lo demás todos están tranquilos, José Miguel aún remolonea en la cama, apurando hasta la hora de salir, como casi siempre, pero el resto están en marcha y el movimiento (y algún enfado) por ocupar uno de los baños es continuo.

César, como cada mañana, me pide colonia, después de haberse lavado y afeitado. Se deja el flequillo al estilo “tintín”, luce un apurado perfecto en sus mejillas y un diminuto bigotito que encaja perfectamente con sus pequeños ojillos verdes e inquietos. Le doy una botella de litro de colonia de limón para que tenga para varios días. Al rato compruebo que ya ha consumido más de las ¾ partes de la botella. La ha dejado tirada encima de su caja de mimbre, al lado de su cama, junto con un bote de jarabe, un cenicero perfectamente limpio, varios catálogos de viajes y una pequeña cestita en la que todavía quedan migas del atracón matutino.

- César ¿Qué has hecho con la colonia? ¿Cómo has gastado tanta, si te acabo de dar la botella?
- Es que me he echado en las zapatillas una poca. Así es mejor, se desinfecta todo y huelen bien.
- Oye, ¿qué es esa cosa blanca que supuran las zapatillas, que sale por todas las costuras? – le digo señalando pequeñas burbujas de espuma de afeitar que surgen por cada resquicio de su calzado.
- Ah, es espuma, viene muy bien para los pies, sobre todo para los callos es estupenda. Así ando más cómodo, es más blandito.
- Pero, César, ¿no ves que puedes pillar algo malo si te echas tantas cosas en los pies?
- ¡Joder, Rafa, no la tomes conmigo, que tengo prisa! Tú es que no entiendes, esto es lo mejor, te lo digo yo.
- Vale, vale, no te enfades. Oye antes de irte, ¿te has bañado verdad?
- Pues claro, como todos los días, ¿qué crees? Yo soy muy limpio, no como otrossssh. – me espeta con tono irónico, mirando de reojo, pero sin señalar a nadie.
- Entonces, podrías cambiarte esos pantalones, por favor, los llevas hace muchos días. Yo te doy unos limpios.
- ¡No, que a estos les tengo mucho cariño! Y todavía aguantan. Me voy al Pilar que llego tarde, además me espera el canónigo. Adiós. –Cierra la puerta con brusquedad y se va visiblemente alterado a causa de mi pequeño interrogatorio.

A la media hora vuelve. Trae media docena de revistas del Pilar y un manojo de cintas de la medida de la Virgen de todos los colores, también varias estampitas de otros santos. Se empeña en regalármelo todo, yo no quiero, intento convencerle de que no es necesario, pero al final acepto una revista y una cintita. Es su manera de hacerme ver que no tiene ningún problema conmigo, seguramente se ha quedado disgustado por su rápida huída. Tiene esta personal diplomacia para conseguir que las cosas vuelvan a la normalidad. Finalmente se va más tranquilo. Según él, tiene una ñapa de fontanería a medio acabar en el barrio Oliver y le esperan, no puede fallar, además tiene allí todas las herramientas…

La mañana avanza y poco a poco todos van abandonando la Casa. Sólo quedamos David, que, presumido, se acaricia repetidamente las mejillas comprobando que el afeitado del voluntario fue perfecto; José Miguel que apura su 7º u 8º café; Mario, el voluntario, y yo. Incluso Pedro, que es siempre el último en levantarse, ya se está lavando en el baño. Como siempre, refunfuña: “¡Qué sucio lo han dejado todo!”. “Ahí tienes la fregona con lejía” le respondo. No me contesta y gruñendo se encierra finalmente en el pequeño cuarto de baño…

Esa mañana, después de cerrar la Casa con Mario, decido subir paseando hacia la iglesia de San Antonio. Cada sábado el “Padre Pitillo”, como las personas de la calle lo llaman, reparte una pequeña pieza de pan y un euro. Así lo lleva haciendo durante bastantes años. Ello provoca que este día de la semana se produzca un continuo flujo por la zona de personas de la calle, que incluso atraviesan la ciudad para obtener la pequeña propina. El parque inmediatamente anterior a la iglesia sufre un continuo subir y bajar de estas personas, algunos hasta acarreando sus pesadas mochilas o carritos para llevar sus cosas. Todo por un trozo de pan y un euro. Yo, sinceramente, no entiendo lo del pan, si al menos fuera un bocadillo…

Me acerco por allí porque seguro que coincido con algún conocido de la calle. Y así es. En la entrada del parque me encuentro con Jesús. Como siempre, va impecable, su rubia melena limpia al viento, su mochila a la espalda y, en una mano, el saco de dormir. Me saluda muy amable y sonriente, como invariablemente me ha tratado desde que nos conocemos. Me paro un ratito a hablar con él, hace tiempo que no lo veía. Todavía no me acostumbro ver su ojo dañado gravemente y que tiene un color grisáceo y mortecino. Otro transeúnte se lo hirió con un bolígrafo sin saber muy bien por qué. “Casi nada lo del ojo ¿eh Rafa?” - así le quita siempre importancia él… A mi me produce verdadero asombro la tranquilidad con que se lo toma.

Una vez que me he adentrado ya en el parque, a unas decenas metros distingo a César. Me acerco. Está sentado en un banco, con las piernas abiertas y estiradas, formando una uve, la espalda apoyada en el respaldo. Tiene un cartón de vino abierto a su derecha y lo que seguramente era el panecillo del “Padre Pitillo” está completamente desmigado en el asiento del banco al lado del vino. Parece que está tomando el sol y hay un gran número de palomas comiendo a sus pies. Algunas pelean sonoramente por un trocito de pan. Antes de que me vea, le saludo de lejos para que no se asuste por mi llegada. Puede creer que lo he seguido, pero ha sido pura coincidencia, aunque yo sabía que suele subir por San Antonio. Cuando me acerco a él, compruebo que el pan que les está echando a las palomas, previamente lo empapa bien en vino, por eso lo tiene troceado junto al cartón.

- Hola César, ¿qué tal? ¿descansando un ratico, eh?
- Hola Rafa. Sí, mira que he subido a ver al cura y con el euro me he comprao el vinico y aquí estoy con las palomicas, ¡qué majicas eh! – en realidad está inquieto, le ha sorprendido verme por ese parque.
- Si. Ya veo que las alimentas bien, hasta vino les das ¿no? – le digo distraídamente.
- Claroooooooo, lo bueno, compartido, sabe mejor… ¿Nooooooo? – por cómo alarga la última vocal de cada frase con un tono extraño y cantarín, deduzco que la mayor parte del vino del cartón ya lo tiene en el cuerpo…
- Pero ¿Tú no crees que será malo para ellas, no se marearán y se darán algún golpe con las farolas?
- Que vaaaaaaa, lo que yo te diga, les gusta mucho más así que el pan sólo y además… También tienen derecho a vinicoooo. ¿Noooo? Pues esooooooo.
- Oye, pues nada, aquí te dejo con las palomicas, que llevo prisa. Igual te veo esta tarde que me toca bajar a la cena, hasta luego César. – Decido irme, empiezo a notarlo intranquilo por mi presencia.
- Hasta luego Rafa ¿A que te ha gustao lo de las palomicas eh? –sin decirle nada más, me alejo sonriéndole y me dirijo a la otra salida del parque.

Ya son más de las ocho de la tarde y César todavía no ha venido a cenar. No me preocupa en exceso, él nunca falla a dormir. Tal vez me inquieta un poco el que vuelva a verme otra vez un mismo día. Seguramente no se acuerda de que le advertí que yo estaría esa noche dando la cena. No quiero que se sienta perseguido, pero a veces es inevitable, me lo puedo llegar a encontrar dos y tres veces por la ciudad. Tiene tarjeta gratuita para el autobús, ¡es tan inquieto y le cunde tanto el día…! Al fin: “ding-dong” suena el timbre de la Casa. Es César sin duda, los demás ya han cenado, incluso alguno ya está acostado. Le abro la puerta, no se sorprende demasiado de verme, por el aspecto de sus ojos intuyo que lleva más vino en el cuerpo que aquel cartón que yo vi. “¡Que vaya bueno!” antes de entrar, desde el umbral, se despide efusivamente de alguien a quien yo no alcanzo a ver y supuestamente está a su derecha, alejándose hacia la plaza San Agustín…

Hace poco descubrí que no hay nadie de quien se despida realmente. Nunca me había dado cuenta, pero así entendí un poco más a César. En realidad es la soledad quien le hace repetir esa escena, cada tarde, antes de entrar, y hacer como que se despide de alguien que le ha acompañado hasta la puerta. Como seguramente es la soledad quien le hace amigo del canónigo del Pilar. También es la soledad quien le busca pequeños trabajos de fontanería por cualquier barrio, en casa de amigos, que le guardan la herramienta. Y yo creo que es la soledad quien le hace alimentar de manera tan personal a las palomas… Antes de irme, cuando ya he apagado las luces y me despido de todos, César, desde su cama me dice:

- ¿Sabes Rafa? El “Padre Pitillo” ya no va a dar más pan, ni el euro tampoco. Se ha enterado de que lo engañaban. Había algunas personas que pasaban varias veces, cambiándose la ropa, para conseguir más euros. Se ha enfadado y ya se ha acabado lo de los sábados.
- Pues vaya gracia que hayan abusado del cura así, ¿no César?
- Bueno es igual. Yo soy amigo del cura, le he hecho algún trabajillo, a mí siempre me dará el euro. Oye Rafa, ¡que majicas las palomas! ¿eh? ¿A que también tienen derecho al vinico?
- Claro que sí, César, además hacen mucha compañía, ¿verdad?

lunes, 31 de mayo de 2010

EL SURTIDOR


Josefa me dijo dónde podía localizar a Fernando. Josefa es voluntaria de Casa Abierta desde siempre. Lo conoce hace muchos años. Lo ve con cierta asiduidad cerca de donde ella vive. La otra tarde subí a ver si daba con él. No hubo forma, no apareció. Pregunté a Blas, sentado en la plaza Huesca. Bebía vino discretamente en un botellín pequeño de agua. Su brazo apoyado en la mochila a su lado. No lo ha visto hace meses. Le pregunto otra vez a Josefa aprovechando que me llama a casa. Se sigue tropezando con él por el barrio. Está por la calle Barcelona, en una pequeña plaza. No se mueve mucho de allí. “Súbete. Seguro que lo encuentras”.

La primavera ha llegado, la temperatura es muy agradable. Así da gusto salir de casa. Esta tarde decido ir a dar otra vuelta a buscar a Fernando. Hace muchos meses que no lo veo. Al cruzar el puente del canal para tomar el autobús veo a una mujer echando pan a los patos. De repente se enfada y empieza a regañar dirigiéndose al agua. No la oigo. Me quito los auriculares, me acerco y curioseo. Hay una rata que nadando se acerca a comer algo del pan dirigido a las aves. La señora, enfadadísima, intenta asustarla para que no coja ni una sola miga. Los patos la ignoran. La rata consigue su objetivo y se lleva un trocito de pan mojado. El cabreo de la señora crece aún más. “El pan era para los patos, no para la rata, ¿habrase visto?”. Curiosa metáfora de la caridad. ¿Qué más dará que el pan lo coma una rata o un pato?

Llego a Delicias. Ésta es la parada. En cinco minutos accedo a la diminuta plaza que me dijo Josefa. Echando un vistazo rápido enseguida ubico a Fernando, sentado en un banco. Debajo de él, una bolsa de basura grande y gris, llena de ropa. No lo pienso dos veces y me siento a su lado, sin que él sepa por dónde he aparecido. “Hola Fernando ¡Cuánto tiempo! ¡Por fin te pillo!”. Parece el mismo demonio, como ya me anticipó Josefa. Lleva un gorrito de lana embutido hasta las cejas. Silueta esquelética, barbas blancas, estiradas y puntiagudas, uñas largas y cargadas, manos negras, tres chaquetas, dos camisas, un pantalón raído y unos zapatos náuticos desentonadamente nuevos. Enseguida percibo ese olor a rancio, muy rancio… que ahora ya no me sorprende. Fernando, ante mi desparpajo, contesta como si me conociera: “¿Queeeeé taaaaaaaal? ¡Sí que hace que no te veía”. Encima del banco, a su lado, varios trozos de fiambre sobre un envoltorio, media baguette y una botella de agua conteniendo vino tinto. Le bromeo. “Jajaja, no te acuerdas de mí, a ver si adivinas quién soy…” Ha bajado muchos enteros desde la última vez que lo vi, hace ya casi dos años. Desapareció de la glorieta un día. Subió a este barrio y aquí se quedo. Él nació cerca de aquí, conoce bien la zona. No me reconoce, ha perdido mucha memoria. La calle le ha pasado una factura muy alta. “Que sí, joder, que sé quien eres, que venías a la glorieta a visitarnos” Insiste, pero no muy convencido. Creo que se puede sentir algo incómodo. “¿No me recuerdas de Casa Abierta? Soy Rafa.” En su cara se refleja el alivio al acordarse por fin y se dibuja una sonrisa cómplice. “Claaaaaaaaaaro, Fernando ‘eldelamoto’, Josefa, Carmelo, ¿cómo no me iba a acordar?” Me enumera voluntarios para confirmar que sabe de qué habla. Ahora está más suelto y relajado. Tartamudea un poco, de vez en cuando se le atasca una vocal y la alarga un poquitín. Su lengua se desata, no hay prisa, la tarde es muy buena, tengo tiempo.

Varios niños juegan al fútbol a nuestro lado utilizando otro banco como portería. El balón pasa repetidamente a nuestro lado con peligro. Esquivo como puedo los cañonazos. Él los justifica: “Son niños…”. En otro banco tres gitanas de negros vestidos les recriminan. A otro abuelo le dan en la frente con la pelota, pero extrañamente ni se queja ni hace amago de hablar. Sigue apoyado en su bastón. Al fondo, protegidas del pequeño proyectil, varias madres con sus carritos de bebé charlan distraídas. Fernando sigue contándome cosas. Le pregunto por su familia, sus hermanos, sus hijos… “Todavía estoy casado con Loli ‘la negra’, me casé con ella para que no la expulsaran y ya no quiere divorciarse ahora”. Compruebo como saluda a muchas personas que cruzan por la plaza, sobre todo a los niños. Dos niñitas de apenas siete años pasan a nuestro lado, Fernando les pregunta: “¿ocho por seiiiiiis?” Ellas se lo piensan un momento, se miran, sonríen y le contestan: “cuarenta y ochooooooooooo”. Me cuenta que conoce a casi toda la gente de la zona, que le ayudan, le dan cosas. Interrumpe la conversación varias veces para saludar por su nombre y con un pequeño guiño también a varios adultos. “Ése es gitano, tiene un bar al final de la calle” Me confiesa cuando ya se ha alejado. Desde la ventana a dos metros detrás de nosotros le saluda una mujer con un niño. “Ésta es ecuatoriana, me ha ayudado mucho este invierno…” Hablamos un poco de todo. Fernando se emociona varias veces. “El otro día el de la carnicería me dijo que era buena persona cuando me daba algunos embutidos para comer”. Varias lágrimas surcan su arrugada cara, se limpia con la manga y poco a poco retoma el hilo de la charla, cambiando de tema. “Un día Fernando, en la Casa, me dejó su moto, estuve una hora por ahí, pero apenas tomé velocidad, la moto es muy grande”. Se ha deteriorado mucho, no hay duda. Su cabeza le juega malas pasadas…

Un niño aparca su bici en la esquina de la plaza más cercana a nosotros. Me extraño, creo que nos vigila. Al menos nos mira con mucho interés. Al rato Fernando se percata de su presencia. Se levanta rápidamente y se va con el chaval de apenas 15 años. “Ahora vuelvo. Tengo que hacer un favor a un amigo”. Me quedo descolocado. No entiendo lo que sucede. Ambos desaparecen por la esquina y no veo donde van. La bici se queda apoyada en la pared, el candado puesto. Pasan varios minutos, no aparecen. De repente he tomado el papel de Fernando, ahora el carrilano soy yo. El embutido, el pan y la botellita de vino a mi lado, la bolsa de ropa debajo de mí. Y la gente que pasa y me mira de manera extraña. Mi indumentaria tampoco ayuda, llevo un chándal viejo y una camiseta. “Qué pena tan joven y cómo ha acabado” parece que piensa una mujer que pasa con varias bolsas de la compra. Empiezo a mirar hacia la bicicleta con cierta ansiedad. Dudo si se fue con el chico en realidad. Aparece por fin y se vuelve a sentar a mi lado. “El chaval, es un amigo, viene casi todos los días”. Enseguida caigo. “Aaaaaaaaaaah, claro, le compras el tabaco, ya entiendo”. Fernando sonríe. “No le dejan comprar todavía, no tiene la edad, me da cinco euros, le compro un paquete y él me regala los cambios”. Curiosa simbiosis la que tienen establecida, pero cada cual cubre su necesidad…

Casi no me deja ir. Me habla del barrio. Me cuenta que recuerda cuando era niño cómo metieron, descolgando con una enorme grúa, el gran depósito de combustible para la gasolinera de la plaza Huesca, que entonces se llamaba “Rocasolano”. Él vivía justo al lado de esa plaza.

Ya va siendo hora de marcharme. Pero aun poniéndome de pie, no para de hablar. Me sigue contando que todavía espera que le llamen para operarse de cataratas que estuvo un tiempo casi ciego, pero al final le operaron un ojo. “Sí y pediste el alta voluntaria de San Juan de Dios . Tuviste mucha suerte con ése médico del clínico: te operó en una semana cuando tardan meses”. Compruebo otra vez que su memoria es casi nula. Él me mira sorprendido, preguntándose cómo sé yo que se fue del hospital al día siguiente de ser operado… “Oye si tienes sitio en Casa Abierta me podrías meter ¿eh Rafa? Ya no estoy para muchos trotes, bueno ahora llega el verano, pero si pudieras…” Tiene ya sesenta y cinco años, lleva casi veinte en la calle, creo que ya es hora de que descanse, pero bueno, él ya estuvo en Casa Abierta y no se adaptó. De momento no hay sitio y como está siempre por aquí, Josefa podrá informarme qué tal va sobreviviendo.

Al fin, con un apretón de manos y la promesa de volver a visitarlo otra vez, me despido de Fernando y me dirijo hacia la avenida de Madrid. Miro el reloj, hora y media estuvimos hablando. Bueno, para el tiempo que hace que no le veía, no es mucho. Cuando bajo por la avenida y paso junto a la plaza Huesca, me quedo mirando el surtidor de la gasolinera que un día funcionaba allí. Sólo queda el esqueleto, apenas unos hierros y varias ruletas numeradas que en su día dieron los litros y el precio. La manguera está enrollada al pie. Es lo único que existe hoy de aquella antigua gasolinera y se ha salvado de la reforma de la Plaza. Creo que Fernando ha sido peor tratado por la calle que ese viejo dispensador… pero los dos todavía aguantan. Blas no está hoy.

domingo, 16 de mayo de 2010

LOS PETARDOS

Si hay algo en que coinciden casi el 99% de los inquilinos que pasan por Casa Abierta es su pasión por el tabaco. O mejor dicho, el vicio, pues otra cosa no, pero si les falta el cigarrillo mal vamos: pueden llegar a desesperarse, volverse irritables e incluso insoportables. Pero bueno, todos los que los conocemos sabemos que generalmente dramatizan, porque cuando andan escasos de provisiones su mejor recurso es camelarse a algún voluntario (también a cualquier visita o trabajador del Albergue que entre en la Casa), gorronearle un cigarrillo cuanto menos y salir así del apuro. Además rara es la ocasión en que alguno del grupo no va corto de suministros, incluso puede ser que todos a la vez, según el día del mes que estemos hablando.

Yo, como casi todos los que fumamos y pertenecemos a esta pequeña familia, también fui objetivo de sus sablazos, producto de su desesperación por un cigarrillo, sobre todo por las mañanas.

Muchos domingos, a la hora del desayuno, les llevaba chocolate a la taza ya preparado en tetra-brik que calentaba en el microondas, acompañado de unos cuantos churros. También dejaba sobre la mesa mi paquete de cigarrillos ya abierto para que, conforme iban levantándose de la cama, incorporándose a la mesa y tomando su chocolate, pudieran echar el primer y ansiado cigarrillo del día. Me resultaba más cómodo así, porque sino la primera media hora que pasaba con ellos era un continuo: “Rafaaaa, ¿llevas un cigarrooooo?”. Tenía asumido que de una manera u otra casi media cajetilla me agotarían esa misma mañana y así me evitaba que me marearan con la continua cantinela.

Un día observé sin querer que apenas dejaba abandonada la cajetilla a su suerte, al lado de los churros, bastaba que me diera la vuelta unos instantes para que 6 ó 7 cigarrillos desaparecieran rápidamente cuando apenas había dos personas tomando chocolate en ese momento. Nunca había reparado en eso. Yo daba por hecho que todos cogerían un pitillo para acompañar el chocolate, pero así descubrí que había alguien que aprovechaba esa situación para cubrir sus necesidades de, al menos, media mañana. Poco me costó averiguar que Ricardo era el responsable, como yo ya intuía. Tiene un carácter bromista y zalamero, siempre anda contando chistes y lanzando piropos a cualquier fémina que se ponga a tiro, pero también esconde otras cualidades como la picardía, la ironía y la agudeza disimulada como un aparente despiste.

Como las advertencias que le hice sobre sus abusos no surtieron demasiado efecto decidí gastarle una pequeña broma para que aprendiera la lección. Sabía que él no se enfadaría y, como también es muy bromista, sería una manera de pagarle con su misma moneda. Me hice con unos detonantes para cigarrillos en una tienda de artículos de broma. Preparaba un par de pitillos con uno de esos pequeños petardos dentro, de tal manera que se le pudieran dar varias caladas antes de hacer explosión. Luego, dejaba la cajetilla encima de la mesa, con dos de esos cigarros-trampa sobresaliendo para que su apariencia fuera más tentadora. A él, de manera despistada y con cierta sorna, le recordaba que no abusara con el tabaco. Siempre avisaba al grupo, que nos quedábamos apurando el chocolate y la mañana, de que aquellos dos cigarrillos eran especiales para Ricardo. Luego, intencionadamente, yo desaparecía un par de minutos con la excusa de hacer una cama o ir a por algo al despacho. Inmediatamente constataba que había picado, porque en mi ausencia ya había estirado la mano y cogido el cigarrillo “cargado”. Entonces, con disimulo, yo advertía a los demás, con algún gesto o diciéndoselo solapadamente al oído que "Ricardo había picado", que disimularan, que en un instante se produciría una pequeña detonación. Y así ocurría. A los dos o tres minutos de encenderlo, mientras sus otros compañeros y yo mismo nos hacíamos los despistados, para que no sospechase nada... ¡¡Pum!! Un pequeño estallido destrozaba el extremo del pitillo, Ricardo se quedaba con cara perpleja, totalmente sorprendido y el resto de personas que compartíamos la mesa estallábamos en una carcajada general.

Así le fui gastando esta pequeña broma a intervalos, una vez cada varias semanas. Conseguía de este modo que no bajase la guardia, no tuviera la mano excesivamente larga y no abusara de la generosidad de cualquier persona que fuese por la Casa y dejase de buena fe su cajetilla encima de la mesa. Si yo observaba que volvía a las andadas, al siguiente domingo le preparaba otra encerrona y siempre caía en la misma trampa.

Un día fue especialmente divertido. Ricardo, una vez se hubo agenciado el cigarrillo (in-)correcto, se fue al baño y se encerró. Yo advertí a todos de que otra vez había picado, que estuvieran atentos, incluso algunos nos acercamos a la puerta cerrada del baño tras la que él estaba sentado “haciendo sus cosas”. De repente se escuchó un ruido seco, debido a la acústica del pequeño baño cerrado: ¡¡Plofff!! ¡Jajajajajajaja! Carcajada general. Todos imaginábamos a Ricardo sentado en el inodoro, el cigarrillo semidestrozado entre sus dedos y con cara de susto. Además desde dentro del baño se pudo escuchar: “¡Rafaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, la madrequeteparioooooooooooooooooooooooo, ya verassssssssssss cuando te cojaaaaaaaaaaaaaaa!”.

Poco a poco fui olvidándome de los detonantes y de la bromas a Ricardo. Él también fue moderando su picaresca. Además llegué a la conclusión de que, por unos o por otros, siempre resultaba “realmente arriesgado” dejar un paquete de cigarrillos abierto encima de la mesa. Indefectiblemente desparecía su contenido, en cuestión de más o menos tiempo. Al final, lo más práctico (y lo más barato) era no ser demasiado despistado a la hora de olvidar el paquete de tabaco en cualquier lado y llevarlo siempre encima.

La venganza es un plato que los gourmets prefieren frío pero resultó que Ricardo era un exquisito sibarita. Un día, meses después del incidente del baño, Ricardo, extrañamente, me ofreció un cigarrillo, mostrándome una cajetilla que tenía unos 8 ó 9. Yo, ingenuamente, cogí uno, le di las gracias y lo encendí, continuando con la tarea de servirles el desayuno. De repente: ¡¡Pum!! El susto que me di fue mayúsculo. El cigarrillo quedó casi destrozado y varios agujeritos pequeños marcaron mi camiseta de deporte de nylon. Esta vez la carcajada general fue a mi costa. Ricardo se desternillaba, por fin lo había conseguido y yo ni siquiera había sospechado. ¿Cómo iba a pensar yo que después de varios meses todavía me la tuviera jurada? Además, según me confesó él mismo, cualquiera de los cigarrillos que yo hubiese escogido tenía “premio” porque él se había encargado pacientemente de camuflar en todos y cada uno de ellos un pequeño petardo, para que así su éxito estuviese asegurado. Y vaya si lo estuvo, ¡menudo susto me llevé!

Dicen que donde las dan las toman y me temo que en este caso fue cierto. Además, creo que trato con un grupo especialmente ladino y sutil, como para no andar con ojo: ahora no fumo y creo que de todas formas me chulean el tabaco igual. Qué triste es lo mío…

viernes, 30 de abril de 2010

EL BESO

La entrada elevada del hospital ofrecía una excelente posición desde la que se podía abarcar de un vistazo todo el lateral del campo de fútbol. No sé cuando fue la primera vez que reparé en él, pero cuando volvía por aquella zona siempre lo buscaba inconscientemente con la mirada.

Casi siempre estaba al sol, protegido en alguno de los recovecos de las numerosas puertas que tiene la arquitectura exterior del estadio. Casi siempre, desde mi posición, aparentaba estar dormido, debajo de un revoltijo de mantas, ropa y cartones. No conocía su aspecto, pero sin embargo, no sé por qué, intuía que me impresionaría.

Nunca me decidía a entablar contacto con él. De hecho creo que tenía miedo a hacerlo. Si hubiera estado en otro sitio podía hacerme el encontradizo, argucia que había utilizado en otras ocasiones. Pero, tal y donde estaba, para poder hablar con él, tendría que ir aposta y despertarlo seguramente. Además no siempre estaba solo y eso hacía que yo todavía tuviera más reparos porque tampoco conocía a sus compañeros.

Por fin, una noche que acompañaba a la UMES en una de sus salidas nocturnas, tuve ocasión de relacionarme por vez primera con Luis. Esa noche tenía compañía, había dos personas más con él, que, como luego me enteraría, se dedicaban junto con Luis a aparcar coches en la zona para obtener algún dinerillo. Tampoco este primer encuentro me ofreció una idea clara de quien era, ni siquiera de cómo era. Todo el tiempo que estuve con él aquella noche, estuvo tapado con varias mantas húmedas, algún cartón y estaba bastante ebrio. Sólo pude distinguir unos ojillos vidriosos semicerrados y sus pobladas y recias barbas cuando se destapaba, estiraba su brazo para coger la botella de plástico llena de vino mezclado con coca-cola y echaba un trago. Luego volvía a taparse completamente y a contestarnos desde debajo de las mantas. Recuerdo que aquella primera noche charlamos sobre la película “Johnny cogió su fusil” de la que Luis, afectado por los vapores de aquella mezcla, hacía comentarios emocionados.

Esta primera visita fue la excusa perfecta para poder volver a hablar con él. Siempre iba con cuidado, todavía a alguno de sus compañeros no les agradaba mi presencia, e incluso en alguna ocasión se mostraron agresivos pensando que yo era un evangelista captador de almas perdidas que buscaba en Luis un nuevo adepto. Además ése era su lugar de “trabajo” y ya aprendí que hay que ir con mucho cuidado cuando te introduces en el “terreno laboral” de una persona de la calle. Con el pan no se juega. No hay pero que valga. Aún así y después de varias visitas de día y alguna otra con la UMES por la noche, fui conociendo mejor a Luis. También su apariencia, que no correspondía con la que yo había previsto. Pensé que era menudo y tal vez regordete. Todo lo contrario. Luis era muy alto, medía casi 1.90, era delgado y de movimientos pausados pero ágiles, nada torpes. Tenía una poblada barba de alambre y pelo algo largo y despeinado; en su boca apenas quedaba ningún diente sano y siempre me miraba con los ojillos entreabiertos para poder distinguirme porque necesitaba gafas de alta graduación. Poco a poco fue aceptándome.

Cuando lo conoció, Sofía, la trabajadora social del Albergue, me dijo que Luis era una persona con una gran carga emocional. Y tenía razón. Recuerdo un día que lo acompañé a urgencias del hospital, próximo a donde él dormía, por una dolencia intestinal. Mientras nos encontrábamos en los boxes del centro, esperando a que le realizaran alguna prueba complementaria, yo tuve que salir un momento a la calle para llamar por teléfono:

- Salgo un momento a la calle que aquí no hay cobertura, ¿eh Luis?
- Pero volverá ¿no, “hefe”? No me “dehe” aquí solo ¿eh? –siempre me llamaba jefe.
- Sí, sí, Luis, enseguida vuelvo, son 5 minutos.

Me encogió el alma, sorprendido por la responsabilidad que acababa de depositar en mí. Él, con su gran envergadura, con una trayectoria vital absolutamente más compleja, procelosa y difícil que la mía, se sentía ahora en ese entorno, perdido, confundido e indefenso y apelaba a mí para obtener un poco más de seguridad en ese momento. Además, Luis era huraño, e incluso arisco, de pocas palabras, por eso aquella frase, reclamando mi compañía y mi ayuda, tuvo para mí un peso específico asombroso. Así era Luis.

Meses más tarde, una mañana tenía que acercarme a la universidad. Había quedado para tomar café con una amiga. Como iba bien de tiempo, decidí bajar del autobús en la parada del campo de fútbol y saludar un momento a Luis. Luego acudiría a mi cita andando, estaba al lado. Aquella vez fue de las pocas que lo vi “trabajando”, estaba solo, entre dos coches tomando el sol. En el suelo, apoyada en un árbol, su infinita compañera: la botella de plástico medio llena de vino mezclado con coca-cola. Como le costaba distinguir a las personas, siempre que me acercaba a él, le saludaba de lejos para que supiera que era yo antes de tenerme su lado.

- ¿Qué tal Luis? ¿Tomando el Sol?
- Hola “hefe”. ¡Qué va!, aquí a ver si saco algo pa’l monistrol. – Luis llamaba así al vino.
- Qué tal todo. ¿Cómo estás? ¿te hace falta algo?
- No, no todo bien. – respondió el con su habitual deje, como resignado. – Bueno un poco jodido si que estoy, me han quitao el carné de identidá.
- ¿Y eso como ha sido? ¿Sabes quién fue?
- No, no, no tengo ni idea. Que igual lo he perdido yo, no se dónde dejé la mochila y he perdido tó. No me acuerdo. No sé… -Luis no se acordaba a veces de las cosas.
- Bueno te dejo que no quiero fastidiarte el negocio, ya me contarás, ojalá lo encuentres. Otro día vengo a visitarte, ¿no te importa, verdad? –me despedí después de un rato.
- Que va “hefe”, ven cuando quieras, tú no molestas. Hasta luego.

Yo siempre he creído que las casualidades son como llamadas de atención, algo que me dice que debo permanecer atento, nada más. No habían pasado ni 20 minutos desde que había dejado a Luis, aún estaba con mi amiga tomando café, cuando me llamaron desde el Albergue para decirme que la Policía Local había depositado la mochila y el DNI de Luis en la oficina de objetos perdidos. Inmediatamente me dije “mañana se lo llevo”. Era mucha coincidencia, demasiada para mí.

A la mañana siguiente me pasé por unas oficinas cercanas de la policía local. Allí me entregaron una mochila infantil con dibujos de “spider-man” y de reducido tamaño que contenía un poco de ropa limpia y el carné de Luis. “Curiosa mochila para Luis, no le pega nada” pensé sonriendo. Ojalá lo encontrase pronto, quería darle una grata sorpresa, si no se había ido a algún otro lado, en 5 minutos llegaría a su sitio habitual en el campo de fútbol.

No me defraudó. Estaba donde yo esperaba. Me acerqué sonriente, estaba contento de poder darle una alegría a Luis, sabía cuánto valoraba su carné, nos había costado semanas conseguirlo. Pero debo confesar que el entusiasmo con que me recibió superó todas mis expectativas:

- Hola Luis, mira lo que me han dado en objetos perdidos para ti. Ayer nada más irme me llamaron y hoy me acerqué a recogerte la mochila.
- Gracias “hefe”, gracias, muchísimas gracias de verdad –dijo todo eufórico, al tiempo que abría sus pequeños ojos como platos, me agarraba la mano, asiéndola por el pulgar y dándome, sin que yo pudiera evitarlo, un cerrado abrazo y un sonoro beso en el cuello debajo de mi oreja.

Reconozco que me quedé un poco aturdido. Él quería demostrar su agradecimiento, supongo que tampoco estaba acostumbrado a expresarse de manera tan efusiva y sincera, pero así era Luis, unas veces parco en palabras, pero otras elocuente con el corazón. Además fui testigo de cómo sonreía y expresaba abierta su mellada boca, suceso tampoco habitual en él.

Si alguien me hubiera dicho hace años que me emocionaría al recibir un beso de Luis, una persona de la calle, vestido con la misma ropa durante semanas, una barba digna de un pirata y una corpulencia que a veces asustaba, lo hubiera tildado de loco. Sin embargo me puso la carne de gallina, logró que me sintiera privilegiado por haber sido agraciado con ese espontáneo beso, demostrándome de la manera más natural, sencilla e íntegra su afecto y agradecimiento. Además tampoco pude impedirlo, pero no me importó, de hecho sirvió para que yo, que andaba con el rumbo perdido esas últimas semanas, volviera a encontrar un poco el sentido a todo. Y es que nunca dejan de sorprenderme…

viernes, 16 de abril de 2010

EN LA CAFETERÍA


Me dicen a veces que mi trabajo tiene altos niveles de frustración. Bueno, yo creo que ya me he acostumbrado a ciertas cosas y conozco los límites en los que me muevo. Si bien no niego que a veces me desespero, por otro lado sé que no se pueden pedir peras al olmo. Pero sí he descubierto que de vez en cuando me ocurren cosas que me sorprenden o son, en muchas ocasiones, curiosas.

Esa noche José Miguel no había venido a dormir, aunque era enero y hacía bastante frío. Yo estaba preocupado. En las últimas dos semanas había acudido a urgencias al menos en cinco ocasiones por caídas. Llevaba una ceja partida, una buena tajada en el codo y una herida en la parte posterior de la cabeza: Mi miedo estaba fundado. Como otras tantas veces, llamé a los hospitales para ver si estaba en alguno de ellos, pero no lograba dar con él. “Se habrá quedado dormido por ahí”, pensé. No era cosa extraña tratándose de José Miguel. En verano, suele venir a dormir sólo la mitad de los días. El fin de semana prefiere pasarlo en Casa Abierta, tiene miedo a los jóvenes que salen de fiesta, por eso generalmente de jueves a domingo duerme en el Albergue. Pero ahora estábamos en invierno y era raro el día que no acudía, al menos, a dormir.

Lo estuve buscando por las calles del centro, miré en varios cajeros que solía frecuentar y pregunté a algunas personas de la calle por si lo habían visto. Sólo Juan Manuel, un joven de Vigo que intermitentemente aparece por Zaragoza, me dijo haberlo visto la noche anterior, estaba tirado en el suelo cerca de la plaza del Pilar. Pero por allí tampoco pude encontrarlo. Yo estaba a punto de desistir, cuando recordé que también solía utilizar como cama los bancos de la plaza de Santa Engracia. Dudaba mucho encontrarlo allí, recurre a los bancos para dormir sólo en verano, pero era mi última opción antes de desistir. Así que me dirigí hacia aquel lugar. Tampoco estaba. “Bueno ya está, que sea lo que Dios quiera, ya aparecerá, aunque sea con otra herida” me dije, tirando la toalla.

Me había quedado algo frío, la temperatura era de 0º, así que decidí tomarme un cortado inmediatamente. En esa misma plaza había una cafetería, de las pocas abiertas a esas horas de la mañana, muy selecta y creo que de las más caras de Zaragoza.

Y allí estaba. Antes de entrar lo distinguí al fondo del local, inconfundible por su gorrito de mujer de color naranja chillón, sentado en una banqueta al lado de la barra, muy erguido como es característico en él y tomándose tranquilamente un café con leche.

- Buenos días José Miguel, te parecerá bonito –le dije sin darle tiempo siquiera a descubrir mi identidad.
- Buenos días Rafa –contestó él con ojos de pavor cuando me reconoció. En muchas ocasiones parece que me tiene respeto o miedo por mis reprimendas, pero al final siempre hace lo que quiere…
- ¿Cómo te has quedado durmiendo en la calle con el frío que hace? Seguro que has dormido en un cajero ¿no?
- Notenfadesrafa-rafanotenfades-notenfadesrafa-rafanotenfades-venga hombre – me contestó con ese soniquete que yo ya me conocía y describiendo pequeños círculos con su enorme cabeza.
- No me enfado, José Miguel, me preocupo. Te llevo buscando toda la mañana, he llamado a los hospitales, además mañana tenemos que ir a curar el codo. Creí que te había pasado algo, ¿no entiendes? –le solté en tono de discursito- Y resulta que te encuentro aquí tan tranquilo, en el mejor bar de Zaragoza, entenderás que me sepa malo ¿no?
- Tómate algo anda Rafa. ¡Cal-los ponle lo que quiera a Rafa que pago yo! –dijo dirigiéndose al camarero, que vestía de uniforme a rayas, casi como un mayordomo.
- Un cortado, por favor –pedí yo y susurrándole al oído le dije a José Miguel- ¡que nivel Maribel! Además conoces a los camareros, entonces es que eres cliente fijo ¿no?
- Bueno a veces vengo a desayunar, sí, me conocen –respondió mirando al suelo como avergonzado.
- Bueno venga, vamos a dejarlo, no quiero enfadarme ahora, –yo notaba que los camareros y algunos de los clientes me miraban extrañados.- Pero sobre todo esta noche baja sin falta a dormir al Albergue, que le toca de voluntario a Ángel el camionero, ¿vale? Además mañana tengo que ponerte guapo para pasar a que la enfermera te mire ese codo.
- Rafa, te voy a pedir un favor… déjame dormir esta noche también en la calle andaaa… -me musitó, como un niño bueno.
- Ni se te ocurra, por favor, José Miguel, no entiendes que estuvimos bajo cero esta noche y que vas lleno de golpes, necesitas dormir. Baja sin falta a Casa Abierta hoy ¿eh? Prométemelo.
- Vaaaaaale – contestó el resignado. Aunque tanto él como yo sabíamos que al final haría lo que le diera la gana o el nivel de alcohol en sangre le permitiera…
- Venga hasta mañana –apuré mi café y salí del bar.

Bueno aunque me enfadé un poco con José Miguel, al menos me invitó a un cortado, cosa rara en él, es un poco tacaño. También comprobé que esa noche no se había caído y se encontraba más o menos bien. Lo que pudiera ocurrir la noche siguiente ya sería cosa del destino, hasta que un día nos dé un susto de verdad. Pero mientras, aprendí una cosa, que cuando menos los busco, más los encuentro y nunca dejan de sorprenderme…

miércoles, 31 de marzo de 2010

LA CAJA

Primitivo no permitía separarse de aquella caja llena de papeles viejos. De entre todo lo que trajo consigo el primer día, aquel embalaje era su más preciado tesoro. No era para menos. Había pasado más de 30 años en la calle conservándola con celo, no se iba a desprender de su contenido ahora y, mucho menos, dárselo a unos extraños. Dentro estaba parte de su vida y de su pasado. Además fue de lo poco que pudo conservar de todo lo que había portado durante esos años vividos a la intemperie. Nunca supimos que ocurrió con sus perros, ni con sus carros llenos de cachivaches, los cascos de moto, la radio…

Como pude le convencí para traspasar todas sus pertenencias a una pequeña maleta roja con ruedas y asa extraíble que desde el Albergue le habían regalado. Se trataba principalmente de ropa, algún bolígrafo, varios cubiertos, la cartilla del banco y aquella valiosa caja.

Una tarde, sorprendentemente, Primitivo accedió a mi petición de ver lo que contenía. Así que, cual arqueólogo celoso de no dañar nada de lo que tocase, me coloqué unos guantes de látex y me dispuse con él a revisar su contenido. Encerraba multitud de papeles. El documento más significativo que incluía era un carné de identidad muy antiguo, con un contorno dibujado en azul y cuyo tamaño me pareció desmesurado. Llevaba bastantes años caducado. Aparecía su foto con aspecto mucho más joven y gafas, era apenas reconocible. Realmente era el único vestigio válido que hallé. El resto eran resguardos antiquísimos de cotizaciones a la seguridad social, varios recibos, algún documento de desempleo ya obsoleto y, como en un intento de no perder jamás su identidad, numerosas fotocopias de su partida de bautismo. Poco pude averiguar sobre su vida antes de estar en la calle, únicamente que había vivido en Barcelona y que una de sus ocupaciones fue de administrativo.

A partir de aquel día siempre iba a todas partes arrastrando tras de sí la pequeña maleta con ruedas. No se separaba de ella. Era fácil verle por el patio y el entorno del Albergue, con su figura encorvada, siempre mirando al suelo, cojeando ligeramente, un gorrito de lana cubriendo su cabeza y vistiendo un abrigo oscuro y desgastado.

Unas semanas más tarde se volvió necesario tramitar su tarjeta sanitaria, su débil estado de salud amenazaba con darnos algún susto cualquier día. Pero para ello necesitábamos saber con seguridad cual era su número de afiliación. Conocíamos uno, pero había que acudir con Primitivo a las oficinas de la seguridad social para verificarlo. No podíamos demorarlo más, teníamos que desplazarnos a realizar esa gestión. Él accedió temeroso ante la posibilidad de perder su pequeña paga ya que, para él, las palabras seguridad social eran sinónimo de pensión más que de una cuestión médica.

Una fría mañana tomamos un taxi. Primitivo iba sentado a mi lado con el gorro graciosamente encasquetado, cubriéndole incluso las cejas, llevaba su habitual abrigo oscuro, ya algo sucio, completamente abotonado, una bufanda y la pequeña maleta roja sobre sus rodillas, bien asida con ambas manos. Se le notaba tenso, me hacía repetidas preguntas nerviosas sobre dónde íbamos y a qué. Yo procuraba calmarlo, pero él, en los inevitables e incómodos silencios del trayecto, mostraba su inquietud con un sonoro chirriar de dientes. Una vez en las oficinas y, siempre intentando tranquilizarle y hacerle lo más leve posible todo el proceso, le dije que permaneciera en un banco que había a la entrada y me esperara allí. Yo me encargaría de todo. Primitivo se quedó sentado con la maletita en el regazo, agarrada firmemente con ambas manos y la mirada perdida hacia el suelo.

Justo al lado del banco estaba la recepción. Detrás del mostrador, había dos funcionarias y dos personas de seguridad. Enfrente había dispuestas simétricamente unas 30 ó 40 mesas de oficina, sin ningún tipo de separación, cada una con un número en un cartel bien visible, un funcionario atendiendo en cada una delante de un ordenador y todas llenas de diversos montones de documentación e impresos. Estaban todos muy atareados y el flujo de personas atendidas era importante.

Yo, según me indicó una de las chicas de información, tenía que coger número allí mismo y acceder a otra parte de la tesorería para que solucionaran mi problema, tras pasar por un pequeño pasillo, al fondo a la izquierda. Me acerqué a Primitivo para tranquilizarle y le dije que me esperara allí sin moverse, que enseguida volvía. Me iba a perder de vista durante un rato y yo temía que se asustara y se fuera.

No creo que tardara más de media hora, porque si bien el ritmo al que atendían en la sección que me habían indicado era muy fluido, surgió un pequeño problema. Hubo un momento en que Primitivo, por peripecias puramente administrativas, tuvo 3 números de la seguridad social. Irónicamente, una persona que creíamos jamás había accedido al servicio de salud, estaba sobre-registrada. Al menos no me habían preguntado si se trataba de un bebé, como en alguna otra ocasión me ha sucedido. El caso es que al final obtuve el certificado que andaba buscando y, efectivamente, su número de filiación correspondía con el que ya teníamos. “Una cosa menos”, me dije, y me dirigí hacia la salida a buscar a Primitivo contento de no haber tenido que agobiarle, moviéndolo de aquí para allá.

Estaba donde lo dejé al llegar, en el mismo banco y en la misma posición. Hubiera jurado que no se había movido ni un milímetro. Pero algo me dijo que no era así. Tanto las funcionarias que había tras la recepción de la entrada como los que atendían en las mesas situadas enfrente esbozaban una leve sonrisa. Algo había ocurrido. Seguro. Me acerqué y le dije: “ya está todo arreglado podemos irnos ¿Ve usted qué rápido ha sido?”. Él me miró sin inmutarse y nos dispusimos a salir.

Pero me mataba la curiosidad. Me volví otra vez para el mostrador y le pregunté a la chica que allí había: “Oye, ¿ha habido algún problema, sucedió algo?”. Ella se rió y me contó:

En mi ausencia, Primitivo se había acercado al mostrador donde ella se encontraba con su pequeña maleta. La había abierto y sacado su personal caja de papeles. Desdobló todos sus preciados documentos y, uno por uno, los fue poniendo consecutivamente a lo largo de todo el mostrador, haciéndole saber que él tenía todo en regla y expresando su temor por perder su pequeña paga. Les había explicado qué era cada papel y les contó que él era muy cuidadoso con todo lo referente al papeleo. Tenía miedo. Quería evitar cualquier posibilidad de que le pusieran trabas. La chica me contó cómo entendieron perfectamente la situación y la simpatía que les había provocado. Tras tranquilizarle y decirle que me esperara, que yo me estaba ocupando de eso, volvió a recoger otra vez todos y cada uno de sus valiosos papeles. Los dobló de nuevo y los metió en su caja, ésta en su maletita roja y se volvió a sentar y adoptar su postura inmóvil, mirando al suelo.

Primitivo había conseguido en un momento algo realmente difícil para cualquiera de nosotros: llenar de humanidad y espontaneidad unas frías oficinas de la seguridad social durante unos minutos y hacerse visible, hacerse oír. Resulta sorprendente cómo, una persona que no se había relacionado apenas con nadie en las 3 últimas décadas, que rechazaba casi siempre cualquier contacto directo, demostró unas cualidades admirables para comunicar y hacer atender su requerimiento en uno de los entornos que, para cualquier otro ciudadano que tenemos que solventar algún trámite administrativo, nos resulta realmente muy complicado.

Cuando salíamos por la puerta, Primitivo se volvió y levantando una mano exclamó: “Adiós buenos días”. Tanto las personas de recepción, como varias de las mesas respondieron amablemente, casi al unísono: “Adiós, Primitivo, buenos días”.

Qué lastima que no pude ser testigo del momento, pero creo que si yo hubiera estado no se hubiera producido, así que… mejor que no estuve.