lunes, 31 de mayo de 2010

EL SURTIDOR


Josefa me dijo dónde podía localizar a Fernando. Josefa es voluntaria de Casa Abierta desde siempre. Lo conoce hace muchos años. Lo ve con cierta asiduidad cerca de donde ella vive. La otra tarde subí a ver si daba con él. No hubo forma, no apareció. Pregunté a Blas, sentado en la plaza Huesca. Bebía vino discretamente en un botellín pequeño de agua. Su brazo apoyado en la mochila a su lado. No lo ha visto hace meses. Le pregunto otra vez a Josefa aprovechando que me llama a casa. Se sigue tropezando con él por el barrio. Está por la calle Barcelona, en una pequeña plaza. No se mueve mucho de allí. “Súbete. Seguro que lo encuentras”.

La primavera ha llegado, la temperatura es muy agradable. Así da gusto salir de casa. Esta tarde decido ir a dar otra vuelta a buscar a Fernando. Hace muchos meses que no lo veo. Al cruzar el puente del canal para tomar el autobús veo a una mujer echando pan a los patos. De repente se enfada y empieza a regañar dirigiéndose al agua. No la oigo. Me quito los auriculares, me acerco y curioseo. Hay una rata que nadando se acerca a comer algo del pan dirigido a las aves. La señora, enfadadísima, intenta asustarla para que no coja ni una sola miga. Los patos la ignoran. La rata consigue su objetivo y se lleva un trocito de pan mojado. El cabreo de la señora crece aún más. “El pan era para los patos, no para la rata, ¿habrase visto?”. Curiosa metáfora de la caridad. ¿Qué más dará que el pan lo coma una rata o un pato?

Llego a Delicias. Ésta es la parada. En cinco minutos accedo a la diminuta plaza que me dijo Josefa. Echando un vistazo rápido enseguida ubico a Fernando, sentado en un banco. Debajo de él, una bolsa de basura grande y gris, llena de ropa. No lo pienso dos veces y me siento a su lado, sin que él sepa por dónde he aparecido. “Hola Fernando ¡Cuánto tiempo! ¡Por fin te pillo!”. Parece el mismo demonio, como ya me anticipó Josefa. Lleva un gorrito de lana embutido hasta las cejas. Silueta esquelética, barbas blancas, estiradas y puntiagudas, uñas largas y cargadas, manos negras, tres chaquetas, dos camisas, un pantalón raído y unos zapatos náuticos desentonadamente nuevos. Enseguida percibo ese olor a rancio, muy rancio… que ahora ya no me sorprende. Fernando, ante mi desparpajo, contesta como si me conociera: “¿Queeeeé taaaaaaaal? ¡Sí que hace que no te veía”. Encima del banco, a su lado, varios trozos de fiambre sobre un envoltorio, media baguette y una botella de agua conteniendo vino tinto. Le bromeo. “Jajaja, no te acuerdas de mí, a ver si adivinas quién soy…” Ha bajado muchos enteros desde la última vez que lo vi, hace ya casi dos años. Desapareció de la glorieta un día. Subió a este barrio y aquí se quedo. Él nació cerca de aquí, conoce bien la zona. No me reconoce, ha perdido mucha memoria. La calle le ha pasado una factura muy alta. “Que sí, joder, que sé quien eres, que venías a la glorieta a visitarnos” Insiste, pero no muy convencido. Creo que se puede sentir algo incómodo. “¿No me recuerdas de Casa Abierta? Soy Rafa.” En su cara se refleja el alivio al acordarse por fin y se dibuja una sonrisa cómplice. “Claaaaaaaaaaro, Fernando ‘eldelamoto’, Josefa, Carmelo, ¿cómo no me iba a acordar?” Me enumera voluntarios para confirmar que sabe de qué habla. Ahora está más suelto y relajado. Tartamudea un poco, de vez en cuando se le atasca una vocal y la alarga un poquitín. Su lengua se desata, no hay prisa, la tarde es muy buena, tengo tiempo.

Varios niños juegan al fútbol a nuestro lado utilizando otro banco como portería. El balón pasa repetidamente a nuestro lado con peligro. Esquivo como puedo los cañonazos. Él los justifica: “Son niños…”. En otro banco tres gitanas de negros vestidos les recriminan. A otro abuelo le dan en la frente con la pelota, pero extrañamente ni se queja ni hace amago de hablar. Sigue apoyado en su bastón. Al fondo, protegidas del pequeño proyectil, varias madres con sus carritos de bebé charlan distraídas. Fernando sigue contándome cosas. Le pregunto por su familia, sus hermanos, sus hijos… “Todavía estoy casado con Loli ‘la negra’, me casé con ella para que no la expulsaran y ya no quiere divorciarse ahora”. Compruebo como saluda a muchas personas que cruzan por la plaza, sobre todo a los niños. Dos niñitas de apenas siete años pasan a nuestro lado, Fernando les pregunta: “¿ocho por seiiiiiis?” Ellas se lo piensan un momento, se miran, sonríen y le contestan: “cuarenta y ochooooooooooo”. Me cuenta que conoce a casi toda la gente de la zona, que le ayudan, le dan cosas. Interrumpe la conversación varias veces para saludar por su nombre y con un pequeño guiño también a varios adultos. “Ése es gitano, tiene un bar al final de la calle” Me confiesa cuando ya se ha alejado. Desde la ventana a dos metros detrás de nosotros le saluda una mujer con un niño. “Ésta es ecuatoriana, me ha ayudado mucho este invierno…” Hablamos un poco de todo. Fernando se emociona varias veces. “El otro día el de la carnicería me dijo que era buena persona cuando me daba algunos embutidos para comer”. Varias lágrimas surcan su arrugada cara, se limpia con la manga y poco a poco retoma el hilo de la charla, cambiando de tema. “Un día Fernando, en la Casa, me dejó su moto, estuve una hora por ahí, pero apenas tomé velocidad, la moto es muy grande”. Se ha deteriorado mucho, no hay duda. Su cabeza le juega malas pasadas…

Un niño aparca su bici en la esquina de la plaza más cercana a nosotros. Me extraño, creo que nos vigila. Al menos nos mira con mucho interés. Al rato Fernando se percata de su presencia. Se levanta rápidamente y se va con el chaval de apenas 15 años. “Ahora vuelvo. Tengo que hacer un favor a un amigo”. Me quedo descolocado. No entiendo lo que sucede. Ambos desaparecen por la esquina y no veo donde van. La bici se queda apoyada en la pared, el candado puesto. Pasan varios minutos, no aparecen. De repente he tomado el papel de Fernando, ahora el carrilano soy yo. El embutido, el pan y la botellita de vino a mi lado, la bolsa de ropa debajo de mí. Y la gente que pasa y me mira de manera extraña. Mi indumentaria tampoco ayuda, llevo un chándal viejo y una camiseta. “Qué pena tan joven y cómo ha acabado” parece que piensa una mujer que pasa con varias bolsas de la compra. Empiezo a mirar hacia la bicicleta con cierta ansiedad. Dudo si se fue con el chico en realidad. Aparece por fin y se vuelve a sentar a mi lado. “El chaval, es un amigo, viene casi todos los días”. Enseguida caigo. “Aaaaaaaaaaah, claro, le compras el tabaco, ya entiendo”. Fernando sonríe. “No le dejan comprar todavía, no tiene la edad, me da cinco euros, le compro un paquete y él me regala los cambios”. Curiosa simbiosis la que tienen establecida, pero cada cual cubre su necesidad…

Casi no me deja ir. Me habla del barrio. Me cuenta que recuerda cuando era niño cómo metieron, descolgando con una enorme grúa, el gran depósito de combustible para la gasolinera de la plaza Huesca, que entonces se llamaba “Rocasolano”. Él vivía justo al lado de esa plaza.

Ya va siendo hora de marcharme. Pero aun poniéndome de pie, no para de hablar. Me sigue contando que todavía espera que le llamen para operarse de cataratas que estuvo un tiempo casi ciego, pero al final le operaron un ojo. “Sí y pediste el alta voluntaria de San Juan de Dios . Tuviste mucha suerte con ése médico del clínico: te operó en una semana cuando tardan meses”. Compruebo otra vez que su memoria es casi nula. Él me mira sorprendido, preguntándose cómo sé yo que se fue del hospital al día siguiente de ser operado… “Oye si tienes sitio en Casa Abierta me podrías meter ¿eh Rafa? Ya no estoy para muchos trotes, bueno ahora llega el verano, pero si pudieras…” Tiene ya sesenta y cinco años, lleva casi veinte en la calle, creo que ya es hora de que descanse, pero bueno, él ya estuvo en Casa Abierta y no se adaptó. De momento no hay sitio y como está siempre por aquí, Josefa podrá informarme qué tal va sobreviviendo.

Al fin, con un apretón de manos y la promesa de volver a visitarlo otra vez, me despido de Fernando y me dirijo hacia la avenida de Madrid. Miro el reloj, hora y media estuvimos hablando. Bueno, para el tiempo que hace que no le veía, no es mucho. Cuando bajo por la avenida y paso junto a la plaza Huesca, me quedo mirando el surtidor de la gasolinera que un día funcionaba allí. Sólo queda el esqueleto, apenas unos hierros y varias ruletas numeradas que en su día dieron los litros y el precio. La manguera está enrollada al pie. Es lo único que existe hoy de aquella antigua gasolinera y se ha salvado de la reforma de la Plaza. Creo que Fernando ha sido peor tratado por la calle que ese viejo dispensador… pero los dos todavía aguantan. Blas no está hoy.

domingo, 16 de mayo de 2010

LOS PETARDOS

Si hay algo en que coinciden casi el 99% de los inquilinos que pasan por Casa Abierta es su pasión por el tabaco. O mejor dicho, el vicio, pues otra cosa no, pero si les falta el cigarrillo mal vamos: pueden llegar a desesperarse, volverse irritables e incluso insoportables. Pero bueno, todos los que los conocemos sabemos que generalmente dramatizan, porque cuando andan escasos de provisiones su mejor recurso es camelarse a algún voluntario (también a cualquier visita o trabajador del Albergue que entre en la Casa), gorronearle un cigarrillo cuanto menos y salir así del apuro. Además rara es la ocasión en que alguno del grupo no va corto de suministros, incluso puede ser que todos a la vez, según el día del mes que estemos hablando.

Yo, como casi todos los que fumamos y pertenecemos a esta pequeña familia, también fui objetivo de sus sablazos, producto de su desesperación por un cigarrillo, sobre todo por las mañanas.

Muchos domingos, a la hora del desayuno, les llevaba chocolate a la taza ya preparado en tetra-brik que calentaba en el microondas, acompañado de unos cuantos churros. También dejaba sobre la mesa mi paquete de cigarrillos ya abierto para que, conforme iban levantándose de la cama, incorporándose a la mesa y tomando su chocolate, pudieran echar el primer y ansiado cigarrillo del día. Me resultaba más cómodo así, porque sino la primera media hora que pasaba con ellos era un continuo: “Rafaaaa, ¿llevas un cigarrooooo?”. Tenía asumido que de una manera u otra casi media cajetilla me agotarían esa misma mañana y así me evitaba que me marearan con la continua cantinela.

Un día observé sin querer que apenas dejaba abandonada la cajetilla a su suerte, al lado de los churros, bastaba que me diera la vuelta unos instantes para que 6 ó 7 cigarrillos desaparecieran rápidamente cuando apenas había dos personas tomando chocolate en ese momento. Nunca había reparado en eso. Yo daba por hecho que todos cogerían un pitillo para acompañar el chocolate, pero así descubrí que había alguien que aprovechaba esa situación para cubrir sus necesidades de, al menos, media mañana. Poco me costó averiguar que Ricardo era el responsable, como yo ya intuía. Tiene un carácter bromista y zalamero, siempre anda contando chistes y lanzando piropos a cualquier fémina que se ponga a tiro, pero también esconde otras cualidades como la picardía, la ironía y la agudeza disimulada como un aparente despiste.

Como las advertencias que le hice sobre sus abusos no surtieron demasiado efecto decidí gastarle una pequeña broma para que aprendiera la lección. Sabía que él no se enfadaría y, como también es muy bromista, sería una manera de pagarle con su misma moneda. Me hice con unos detonantes para cigarrillos en una tienda de artículos de broma. Preparaba un par de pitillos con uno de esos pequeños petardos dentro, de tal manera que se le pudieran dar varias caladas antes de hacer explosión. Luego, dejaba la cajetilla encima de la mesa, con dos de esos cigarros-trampa sobresaliendo para que su apariencia fuera más tentadora. A él, de manera despistada y con cierta sorna, le recordaba que no abusara con el tabaco. Siempre avisaba al grupo, que nos quedábamos apurando el chocolate y la mañana, de que aquellos dos cigarrillos eran especiales para Ricardo. Luego, intencionadamente, yo desaparecía un par de minutos con la excusa de hacer una cama o ir a por algo al despacho. Inmediatamente constataba que había picado, porque en mi ausencia ya había estirado la mano y cogido el cigarrillo “cargado”. Entonces, con disimulo, yo advertía a los demás, con algún gesto o diciéndoselo solapadamente al oído que "Ricardo había picado", que disimularan, que en un instante se produciría una pequeña detonación. Y así ocurría. A los dos o tres minutos de encenderlo, mientras sus otros compañeros y yo mismo nos hacíamos los despistados, para que no sospechase nada... ¡¡Pum!! Un pequeño estallido destrozaba el extremo del pitillo, Ricardo se quedaba con cara perpleja, totalmente sorprendido y el resto de personas que compartíamos la mesa estallábamos en una carcajada general.

Así le fui gastando esta pequeña broma a intervalos, una vez cada varias semanas. Conseguía de este modo que no bajase la guardia, no tuviera la mano excesivamente larga y no abusara de la generosidad de cualquier persona que fuese por la Casa y dejase de buena fe su cajetilla encima de la mesa. Si yo observaba que volvía a las andadas, al siguiente domingo le preparaba otra encerrona y siempre caía en la misma trampa.

Un día fue especialmente divertido. Ricardo, una vez se hubo agenciado el cigarrillo (in-)correcto, se fue al baño y se encerró. Yo advertí a todos de que otra vez había picado, que estuvieran atentos, incluso algunos nos acercamos a la puerta cerrada del baño tras la que él estaba sentado “haciendo sus cosas”. De repente se escuchó un ruido seco, debido a la acústica del pequeño baño cerrado: ¡¡Plofff!! ¡Jajajajajajaja! Carcajada general. Todos imaginábamos a Ricardo sentado en el inodoro, el cigarrillo semidestrozado entre sus dedos y con cara de susto. Además desde dentro del baño se pudo escuchar: “¡Rafaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, la madrequeteparioooooooooooooooooooooooo, ya verassssssssssss cuando te cojaaaaaaaaaaaaaaa!”.

Poco a poco fui olvidándome de los detonantes y de la bromas a Ricardo. Él también fue moderando su picaresca. Además llegué a la conclusión de que, por unos o por otros, siempre resultaba “realmente arriesgado” dejar un paquete de cigarrillos abierto encima de la mesa. Indefectiblemente desparecía su contenido, en cuestión de más o menos tiempo. Al final, lo más práctico (y lo más barato) era no ser demasiado despistado a la hora de olvidar el paquete de tabaco en cualquier lado y llevarlo siempre encima.

La venganza es un plato que los gourmets prefieren frío pero resultó que Ricardo era un exquisito sibarita. Un día, meses después del incidente del baño, Ricardo, extrañamente, me ofreció un cigarrillo, mostrándome una cajetilla que tenía unos 8 ó 9. Yo, ingenuamente, cogí uno, le di las gracias y lo encendí, continuando con la tarea de servirles el desayuno. De repente: ¡¡Pum!! El susto que me di fue mayúsculo. El cigarrillo quedó casi destrozado y varios agujeritos pequeños marcaron mi camiseta de deporte de nylon. Esta vez la carcajada general fue a mi costa. Ricardo se desternillaba, por fin lo había conseguido y yo ni siquiera había sospechado. ¿Cómo iba a pensar yo que después de varios meses todavía me la tuviera jurada? Además, según me confesó él mismo, cualquiera de los cigarrillos que yo hubiese escogido tenía “premio” porque él se había encargado pacientemente de camuflar en todos y cada uno de ellos un pequeño petardo, para que así su éxito estuviese asegurado. Y vaya si lo estuvo, ¡menudo susto me llevé!

Dicen que donde las dan las toman y me temo que en este caso fue cierto. Además, creo que trato con un grupo especialmente ladino y sutil, como para no andar con ojo: ahora no fumo y creo que de todas formas me chulean el tabaco igual. Qué triste es lo mío…