miércoles, 23 de junio de 2010

LAS PALOMAS Y EL VINO


Como suele ser habitual, cuando llego a Casa Abierta el sábado por la mañana, César ya está levantado y ha desayunado. Seguramente ya habrá tomado café con sobaos varias veces a lo largo de la madrugada. Tiene verdadera pasión por esas pastas que proporciona el Albergue para desayunar. Tantas come que, en alguna ocasión, ha podido acabar con toda la bolsa y luego se ha montado un pequeño guirigay mañanero porque al resto de compañeros no les quedó con qué acompañar el primer café con leche. Razón no les falta. Mario, el voluntario, ya está afeitando a David, toalla en cuello, como cada sábado, con la máquina eléctrica y la alargadera. Según me cuentan, Julián se ha vuelto a quedar esa noche encerrado en el baño, suerte tuvo de que hay un compañero que siempre guarda un alambrecito para tal eventualidad y lo pudo rescatar. Menos mal que ya es menos frecuente que esto suceda, parece que le ha cogido el truco al pomo del baño, pero le ha costado semanas y aún así, alguna noche tiene que ser “rescatado”. Por lo demás todos están tranquilos, José Miguel aún remolonea en la cama, apurando hasta la hora de salir, como casi siempre, pero el resto están en marcha y el movimiento (y algún enfado) por ocupar uno de los baños es continuo.

César, como cada mañana, me pide colonia, después de haberse lavado y afeitado. Se deja el flequillo al estilo “tintín”, luce un apurado perfecto en sus mejillas y un diminuto bigotito que encaja perfectamente con sus pequeños ojillos verdes e inquietos. Le doy una botella de litro de colonia de limón para que tenga para varios días. Al rato compruebo que ya ha consumido más de las ¾ partes de la botella. La ha dejado tirada encima de su caja de mimbre, al lado de su cama, junto con un bote de jarabe, un cenicero perfectamente limpio, varios catálogos de viajes y una pequeña cestita en la que todavía quedan migas del atracón matutino.

- César ¿Qué has hecho con la colonia? ¿Cómo has gastado tanta, si te acabo de dar la botella?
- Es que me he echado en las zapatillas una poca. Así es mejor, se desinfecta todo y huelen bien.
- Oye, ¿qué es esa cosa blanca que supuran las zapatillas, que sale por todas las costuras? – le digo señalando pequeñas burbujas de espuma de afeitar que surgen por cada resquicio de su calzado.
- Ah, es espuma, viene muy bien para los pies, sobre todo para los callos es estupenda. Así ando más cómodo, es más blandito.
- Pero, César, ¿no ves que puedes pillar algo malo si te echas tantas cosas en los pies?
- ¡Joder, Rafa, no la tomes conmigo, que tengo prisa! Tú es que no entiendes, esto es lo mejor, te lo digo yo.
- Vale, vale, no te enfades. Oye antes de irte, ¿te has bañado verdad?
- Pues claro, como todos los días, ¿qué crees? Yo soy muy limpio, no como otrossssh. – me espeta con tono irónico, mirando de reojo, pero sin señalar a nadie.
- Entonces, podrías cambiarte esos pantalones, por favor, los llevas hace muchos días. Yo te doy unos limpios.
- ¡No, que a estos les tengo mucho cariño! Y todavía aguantan. Me voy al Pilar que llego tarde, además me espera el canónigo. Adiós. –Cierra la puerta con brusquedad y se va visiblemente alterado a causa de mi pequeño interrogatorio.

A la media hora vuelve. Trae media docena de revistas del Pilar y un manojo de cintas de la medida de la Virgen de todos los colores, también varias estampitas de otros santos. Se empeña en regalármelo todo, yo no quiero, intento convencerle de que no es necesario, pero al final acepto una revista y una cintita. Es su manera de hacerme ver que no tiene ningún problema conmigo, seguramente se ha quedado disgustado por su rápida huída. Tiene esta personal diplomacia para conseguir que las cosas vuelvan a la normalidad. Finalmente se va más tranquilo. Según él, tiene una ñapa de fontanería a medio acabar en el barrio Oliver y le esperan, no puede fallar, además tiene allí todas las herramientas…

La mañana avanza y poco a poco todos van abandonando la Casa. Sólo quedamos David, que, presumido, se acaricia repetidamente las mejillas comprobando que el afeitado del voluntario fue perfecto; José Miguel que apura su 7º u 8º café; Mario, el voluntario, y yo. Incluso Pedro, que es siempre el último en levantarse, ya se está lavando en el baño. Como siempre, refunfuña: “¡Qué sucio lo han dejado todo!”. “Ahí tienes la fregona con lejía” le respondo. No me contesta y gruñendo se encierra finalmente en el pequeño cuarto de baño…

Esa mañana, después de cerrar la Casa con Mario, decido subir paseando hacia la iglesia de San Antonio. Cada sábado el “Padre Pitillo”, como las personas de la calle lo llaman, reparte una pequeña pieza de pan y un euro. Así lo lleva haciendo durante bastantes años. Ello provoca que este día de la semana se produzca un continuo flujo por la zona de personas de la calle, que incluso atraviesan la ciudad para obtener la pequeña propina. El parque inmediatamente anterior a la iglesia sufre un continuo subir y bajar de estas personas, algunos hasta acarreando sus pesadas mochilas o carritos para llevar sus cosas. Todo por un trozo de pan y un euro. Yo, sinceramente, no entiendo lo del pan, si al menos fuera un bocadillo…

Me acerco por allí porque seguro que coincido con algún conocido de la calle. Y así es. En la entrada del parque me encuentro con Jesús. Como siempre, va impecable, su rubia melena limpia al viento, su mochila a la espalda y, en una mano, el saco de dormir. Me saluda muy amable y sonriente, como invariablemente me ha tratado desde que nos conocemos. Me paro un ratito a hablar con él, hace tiempo que no lo veía. Todavía no me acostumbro ver su ojo dañado gravemente y que tiene un color grisáceo y mortecino. Otro transeúnte se lo hirió con un bolígrafo sin saber muy bien por qué. “Casi nada lo del ojo ¿eh Rafa?” - así le quita siempre importancia él… A mi me produce verdadero asombro la tranquilidad con que se lo toma.

Una vez que me he adentrado ya en el parque, a unas decenas metros distingo a César. Me acerco. Está sentado en un banco, con las piernas abiertas y estiradas, formando una uve, la espalda apoyada en el respaldo. Tiene un cartón de vino abierto a su derecha y lo que seguramente era el panecillo del “Padre Pitillo” está completamente desmigado en el asiento del banco al lado del vino. Parece que está tomando el sol y hay un gran número de palomas comiendo a sus pies. Algunas pelean sonoramente por un trocito de pan. Antes de que me vea, le saludo de lejos para que no se asuste por mi llegada. Puede creer que lo he seguido, pero ha sido pura coincidencia, aunque yo sabía que suele subir por San Antonio. Cuando me acerco a él, compruebo que el pan que les está echando a las palomas, previamente lo empapa bien en vino, por eso lo tiene troceado junto al cartón.

- Hola César, ¿qué tal? ¿descansando un ratico, eh?
- Hola Rafa. Sí, mira que he subido a ver al cura y con el euro me he comprao el vinico y aquí estoy con las palomicas, ¡qué majicas eh! – en realidad está inquieto, le ha sorprendido verme por ese parque.
- Si. Ya veo que las alimentas bien, hasta vino les das ¿no? – le digo distraídamente.
- Claroooooooo, lo bueno, compartido, sabe mejor… ¿Nooooooo? – por cómo alarga la última vocal de cada frase con un tono extraño y cantarín, deduzco que la mayor parte del vino del cartón ya lo tiene en el cuerpo…
- Pero ¿Tú no crees que será malo para ellas, no se marearán y se darán algún golpe con las farolas?
- Que vaaaaaaa, lo que yo te diga, les gusta mucho más así que el pan sólo y además… También tienen derecho a vinicoooo. ¿Noooo? Pues esooooooo.
- Oye, pues nada, aquí te dejo con las palomicas, que llevo prisa. Igual te veo esta tarde que me toca bajar a la cena, hasta luego César. – Decido irme, empiezo a notarlo intranquilo por mi presencia.
- Hasta luego Rafa ¿A que te ha gustao lo de las palomicas eh? –sin decirle nada más, me alejo sonriéndole y me dirijo a la otra salida del parque.

Ya son más de las ocho de la tarde y César todavía no ha venido a cenar. No me preocupa en exceso, él nunca falla a dormir. Tal vez me inquieta un poco el que vuelva a verme otra vez un mismo día. Seguramente no se acuerda de que le advertí que yo estaría esa noche dando la cena. No quiero que se sienta perseguido, pero a veces es inevitable, me lo puedo llegar a encontrar dos y tres veces por la ciudad. Tiene tarjeta gratuita para el autobús, ¡es tan inquieto y le cunde tanto el día…! Al fin: “ding-dong” suena el timbre de la Casa. Es César sin duda, los demás ya han cenado, incluso alguno ya está acostado. Le abro la puerta, no se sorprende demasiado de verme, por el aspecto de sus ojos intuyo que lleva más vino en el cuerpo que aquel cartón que yo vi. “¡Que vaya bueno!” antes de entrar, desde el umbral, se despide efusivamente de alguien a quien yo no alcanzo a ver y supuestamente está a su derecha, alejándose hacia la plaza San Agustín…

Hace poco descubrí que no hay nadie de quien se despida realmente. Nunca me había dado cuenta, pero así entendí un poco más a César. En realidad es la soledad quien le hace repetir esa escena, cada tarde, antes de entrar, y hacer como que se despide de alguien que le ha acompañado hasta la puerta. Como seguramente es la soledad quien le hace amigo del canónigo del Pilar. También es la soledad quien le busca pequeños trabajos de fontanería por cualquier barrio, en casa de amigos, que le guardan la herramienta. Y yo creo que es la soledad quien le hace alimentar de manera tan personal a las palomas… Antes de irme, cuando ya he apagado las luces y me despido de todos, César, desde su cama me dice:

- ¿Sabes Rafa? El “Padre Pitillo” ya no va a dar más pan, ni el euro tampoco. Se ha enterado de que lo engañaban. Había algunas personas que pasaban varias veces, cambiándose la ropa, para conseguir más euros. Se ha enfadado y ya se ha acabado lo de los sábados.
- Pues vaya gracia que hayan abusado del cura así, ¿no César?
- Bueno es igual. Yo soy amigo del cura, le he hecho algún trabajillo, a mí siempre me dará el euro. Oye Rafa, ¡que majicas las palomas! ¿eh? ¿A que también tienen derecho al vinico?
- Claro que sí, César, además hacen mucha compañía, ¿verdad?