viernes, 31 de diciembre de 2010

LA CÁRCEL


Hubo un tiempo en que coincidíamos a desayunar en el mismo bar. Venancio solía acudir allí, no porque le quedara cerca de donde dormía, sino por que conocía a su dueño, Raschid, desde hacía muchos años. Además, según él, era mucho más barato que otros bares. Quizá por economía o tal vez por encontrarse a gusto en un sitio donde era conocido y apreciado, todas las mañanas se daba una buena caminata. Cargaba con su enorme y pesada bolsa de deporte al hombro, desde el escondido e inconfesable rincón de la ciudad que le daba cobijo cada noche hasta nuestro lugar de encuentro matinal. Jamás supe con certeza qué ubicación concreta de la calle utilizaba como dormitorio. Era el mismo sitio desde hacía muchos años. Venancio nunca me lo especificó y yo tampoco quise averiguar más. Sentía que no quería revelarlo y yo lo respetaba.

Para mí, ese bar era el más cercano a la parada donde todas las mañanas cogía el autobús para bajar al Albergue. Venancio siempre pedía un carajillo de coñac para deshacerse del frío de la noche. Yo me tomaba un cortado para diluir mi habitual embotamiento de las primeras horas del día. Un día pagaba él. Al día siguiente pagaba yo. Apenas nos daba tiempo a mantener una conversación decente. Yo siempre salía de casa con el tiempo justo para tomarme ese café en compañía de Venancio y que no se me escapase el autobús de las 7.35.

Algunas mañanas, Venancio me contaba alguna pequeña historia. En ocasiones, algún suceso reciente referente a otras personas de la calle. Otros días, me obsequiaba detallándome trances que él mismo había vivido. Venancio era sobrio con las palabras, me explicaba las cosas como quitándoles importancia y nunca hablaba por hablar. Transmitía tranquilidad con sus maneras, con su tono, con ese modo que tiene de expresarse mirando al infinito, sin tan siquiera sugerir con un leve gesto ningún afecto con lo que estaba relatando. Siempre hablábamos entre prisas, entre el ir y venir de gente, normalmente sentados en la barra, al lado de la puerta de ese bar, que no dejaba de abrirse y cerrarse.

Así, un buen día, me confesó que había estado muchos años en la cárcel, que había matado a dos… ¡Y yo apenas si me di cuenta de la magnitud que tenía lo que Venancio me había confiado de esa manera tan espontánea! Quizá fue por esa aparente despreocupación con la que se comunica o tal vez porque mis interlocutores de la calle y sus historias son un privilegio del que no siempre soy consciente. No lo sé…

Lo cierto es que enseguida comprendí mi gran error y quise subsanarlo. Necesitaba conocer la historia completa. Pero ya no tenía la suerte de desayunar con él cada mañana. Su amigo Raschid traspasó el bar a unos chinos cuando se jubiló. Venancio ya no tenía interés en darse cada día un largo paseo para nada. Así que cuando me juntaba con él, en las duchas del Albergue o a la puerta del Comedor de la Parroquia del Carmen, le decía que teníamos pendiente tomar un café, que me gustaría hablar con él con calma. No quería presionarle ni mencionar para nada aquel trascendental y secreto episodio. Creí mejor dejar que fuera el azar quien nos volviera a juntar para conversar tranquilamente que imponer de ninguna manera un relato precipitado, forzado e incómodo, en mitad de la calle o en el patio del Albergue. Además tenía que ser él quien decidiera contarlo. No me sentía yo capaz de pedirle que me dijera cómo y porqué había ocurrido aquella fatal experiencia.

Pasaron muchos meses hasta que coincidimos bajando las escaleras del Albergue un frío sábado de invierno. Yo me iba a dar una vuelta por la ciudad a ver si encontraba a Miguelete, lo andaba buscando hacía días. Él, según me dijo, se subía a la Parroquia a saludar a sus amigos y pasar un rato con ellos. Ahora estaba alojado en el Albergue y también comía allí, pero muchos días por la mañana se acercaba a pasar un rato con sus habituales compañeros del comedor.

- Tenemos un café pendiente –le recordé, viendo que el momento podía ser el adecuado. Llevábamos la misma dirección y yo tenia la mañana sin prisas.

- Me tendrás que invitar tú, Rafa, porque yo estoy “indigente” –contestó con su habitual tranquilidad, sonriendo y señalando con un gesto de sus manos sus bolsillos vacíos. Tanto él como yo sabíamos el significado de irnos juntos a tomar ese café. Yo tenía ganas de escuchar su historia y él de contármela. Siempre supo que detrás de mi intención de tomar un café y charlar con él estaba mi deseo de conocer su testimonio y desgranarlo tranquilamente.

Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad buscando una cafetería tranquila, enseguida nos pusimos de acuerdo en entrar en un café conocido por ambos a los pocos minutos de emprender la marcha. “Es un poco caro, pero como pagas tú…”. Empezamos hablando de todo un poco, de fútbol, de otras personas de la calle, del Comedor del Carmen... Yo no tenía intención de sacar el tema de la cárcel ni de sus crímenes. Sabía que él, tarde o temprano, me empezaría a hablar de ello. Después de tomar el café y quitarnos un poco de frío del cuerpo decidimos seguir nuestro paseo hasta la Parroquia.

En la esquina de la calle Cádiz con el Paseo Independencia nos detuvimos a saludar a José “el portugués”. Estaba sentado pidiendo como siempre, utilizando como reclamo un pequeño cachorro de perro, sentado delante de él, en una mesita, tembloroso, tapado con una mantita sujeta con una pinza. Todo bien estudiado para inspirar ternura a los viandantes.

- Buenos días José ¿Cómo va la mañana? –le saludamos ambos a la vez.

- Bueno, bien. Aquí estoy a ver si saco algo –nos respondió algo sorprendido por nuestra iniciativa, aunque nos conocía a ambos.

- ¿Dónde está Lusi, la gata? ¿Ya no la traes a trabajar? –le pregunté yo. Hacía mucho que ya no veía al felino con él. Últimamente sólo tenía cachorritos de perro cuando se ponía a pedir.

- Lusi está muy vista ya, gano más con los perritos. Se venden muy bien. Lusi ya está jubilada. Hace compañía a mi mujer, en la furgoneta.

Nos despedimos de José y continuamos nuestra marcha, buscando zonas de sol para compensar el frío Cierzo de la mañana. Sin darme cuenta Venancio comenzó a hablarme de su vida en prisión:

- En la cárcel trabajaba haciendo balones. Me sacaba un dinero. Estuve en Torrero, en el Dueso, en Daroca… Me pegué más de veinte años…Tenía 32 años cuando entré, estaba en lo mejor de la vida y la jodí, vaya que si la jodí.

- Pero explícame cómo es eso que me dijiste que te cargaste a dos ¿fue una pelea? ¿Tú sólo pudiste deshacerte de dos? – le pregunté directamente, ya no tenía sentido esperar más. Él ya había empezado a contarme.

- Fueron dos, pero no fueron a la vez. Primero fue uno y luego fue otro. Pero los dos por mi novia: Francisca. Estuve con ella 14 años.

- Seguro que era guapísima ¿no? Pero entonces que es lo que ocurrió en realidad.

- Francisca era preciosa. Andaluza, morena, me encantaba cuando se levantaba la falda y me bailaba en la casilla, en el campo. Estuvimos un tiempo al cargo de unas tierras en Valencia, yo me ocupaba de todo. Nos iba bien. Pero decidimos venirnos para Zaragoza, por mis padres y ahí la jodimos. Vinimos a vendimiar, para un médico - seguíamos caminando ahora más despacio, parándonos solo de vez en cuando en zonas soleadas o resguardadas del aire.

- Con lo tranquilo que eres Venancio, me resulta difícil creer que hiciste algo.

- Tengo mucha paciencia pero cuando me hartan…, no conozco a nadie. –siguió con su relato- Un día nos fuimos a comer unas costillas al campo, el “Sietemachos”, Francisca, José “el Conejo” y yo. El José este se bebió una botella de vino y dijo que me iba a quitar a Francisca. No me lo pensé y le di dos puñetazos. Pero había allí una traviesa de estas del tren y, al caer, se dio y se desnucó. Si hubiéramos ido a la Guardia Civil no hubiera pasado nada, pero lo dejamos ahí tirado y se lo encontraron muerto. Además eran otros tiempos.

- Y te detuvieron claro.

- ¡Qué va! Nos llevaron varios días al cuartelillo a declarar, pero los 3 estábamos de acuerdo en lo que contábamos y no nos podían coger. Pero un día pasó uno que recogía chatarra por allí y se acercó a calentarse con nosotros un rato. Y claro, como otro día había visto que éramos cuatro y aquel día solo estábamos tres, pues se lo dijo a la Guardia Civil. Nos dieron de culatazos a los tres por separado, hasta que Francisca lo contó todo.

- Claro, fue demasiado para ella, tal y como era la Guardia Civil por aquel entonces…

- Pero yo les di la libertad, dije que había sido yo y una mala caída. Me cayeron dieciocho años.

- Entonces ¿El otro que murió? ¿Eso ocurrió después cuando cumpliste esta condena?

- ¡No no! Estaba pagando por “el Conejo” y no sé cómo el juez me dio permiso. Entonces Francisca trabajaba en un bar cerca del Mercado Central, aquí en Zaragoza. Ya me había advertido ella que había uno que se la quería chivar.

- ¿Qué pasó? ¿Te la quería quitar?

- Peor aún. Cuando salí Francisca llevaba cinco días en el hospital, tenía la cara destrozada por la paliza que le había dado aquel tipejo. Se llamaba Pascual, cargaba fruta en el mercado. Siempre iba fumando una faria. Le pegó porque ella no quiso irse con él. Así que aproveché el permiso para irme a buscarlo al mercado. Lo estuve esperando allí, al final de las escaleras y cuando lo vi: “pum pum” le metí dos hostias, con tal mala suerte que se dio con la escalera y también se desnucó.

- También fue fatalidad, otra mala caída y otro que se descalabra. Pues sí que le diste fuerte.

- ¡Tenías que haberlo visto. Toda la fruta rodando por allí, por las escaleras! Yo le gritaba a la gente que cogieran lo que quisieran. Menuda se montó. Total que me cayeron otros dieciocho años y aún estaba cumpliendo los primeros…

- Pero tú me dijiste que estuviste unos veinte años dentro.

- Sí al final con reducciones y eso, las dos condenas se me quedaron en veinte años.

- Oye ¿Y Francisca? ¿Qué pasó con ella?

- Me venía a ver y se ponía a llorar, en el cuarto ese donde se habla con un cristal en medio. Al final la despaché, le dije que no volviera, que no tenía sentido. Ya no supe nada de ella nunca más. Se marchó y no la volví a ver. Fue lo mejor…

Poco a poco aquella conversación se diluyó entre otros temas más triviales, sin que me diera cuenta. Tal y como Venancio la había empezado, la acabó, de manera natural, tranquilamente, como quien no quiere la cosa volvimos a comentar de personas de la calle, de fútbol, del tiempo, del Albergue…Estuvimos hablando casi dos horas. Terminamos nuestro paseo tomando el sol sentados en las escaleras de la Parroquia. Fueron apareciendo sus amigos del comedor, sentándose también a nuestro lado, junto a la puerta de la iglesia. Me pareció que ya era el momento de irme. Al fin y al cabo ya habíamos obtenido lo que hacía tiempo ambos queríamos. Él, contarme la historia. Yo, escucharla. Me despedí dando un fuerte apretón de manos a Venancio. Me prometió que el próximo café lo pagaría él, cuando le llegara la paga que estaba esperando que le aprobaran…

Ahora conozco mejor a Venancio, lo entiendo más. No se me hace raro que tenga esa manera tan tranquila y desafectada de hablar. No me extraña su gesto de conversar mirando al vacío, ni sus silencios, ni su calma aparente, ni su ácido sentido del humor. Haber pasado en prisión los mejores años de su vida dejó una huella indeleble en el alma de Venancio. Y muchas cicatrices. Seguro que también asumió otra manera de entender la vida, de entender el tiempo, de valorar cuáles son las cosas que merecen la pena realmente en este mundo.

Hace poco me lo encontré en una plaza de mi barrio, sentado en un banco, con su enorme bolsa al lado. Estaba ebrio. Gritaba cosas sin sentido a la gente que pasaba, haciendo grandes aspavientos con sus brazos e increpando a viandantes y también a personas que solo él veía en su imaginación. Seguro que a alguno de los fantasmas que tiene como compañeros de viaje en su mente. Me acerqué. En cuanto me reconoció bajó su tono y me dijo: “Ra-fa, ¿to-ma-mos un ca-fé?” -vocalizando a duras penas. “¿Por qué no te bajas ya a dormir, eh Venancio?, que ya son las ocho y media”. Sorprendentemente, me hizo caso, cogió su bolsa descomunal, se la echó al hombro perdiendo el equilibrio, pero sin llegar a caerse y comenzó a caminar, haciendo eses, rumbo a su furtivo dormitorio. Yo me quedé mirándole cómo se alejaba y abandonaba la plaza. La gente se apartaba de su camino, asustada por sus gritos, para no tropezar con él, lanzándole miradas de reprobación: “Pobre borracho” se notaba que pensaban muchos. Me dolía ser testigo de ese desprecio. Tal vez no lo hubieran juzgado así si supieran su verdadera historia, la historia de un hombre que destrozó su vida por amar demasiado a una mujer…

domingo, 19 de diciembre de 2010

POR LA MAÑANA.



Todavía es de noche cuando me acerco hacia la puerta trasera del Albergue. La niebla gris y espesa envuelve todo, pero las farolas iluminan tenuemente la calle Arcadas. Antes de entrar, en la diminuta plaza de al lado, me encuentro una tienda de campaña plateada tipo iglú. Está montada en un discreto rincón. Otra persona está durmiendo a su lado totalmente tapada con mantas. Afortunadamente descansa sobre un colchón de matrimonio. Tiene dos cartones de vino en una bolsa preparados para desayunar junto a lo que intuyo es su cabeza. También veo una mochila. Todo bien cerca de la vista, por si acaso.

Decido pasar a saludar al técnico por su oficina antes de abrir la Casa. Así aprovecho para calentarme un poquito en el radiador y enterarme de si hubo alguna incidencia por la noche. Además todavía es pronto, los conozco, faltan 10 minutos para que se empiece a levantar toda la cuadrilla de Casa Abierta. Afortunadamente tampoco parece haber novedades, el día anterior y la noche discurrieron tranquilos. Cuando consigo templarme un poco y disipar el frío que me había impregnado la niebla me decido a coger las llaves para abrir la Casa. La pereza también es ahora menor.

- Voy a abrir toriles -bromeo con Celia, la técnico. Ella se ríe.
- Suerte. Yo a ver si me aclaro con este listado de usuarios, que he perdido a uno y no lo encuentro.

Suavemente, introduzco la llave en la cerradura, la giro, abro muy despacio, entro y vuelvo la puerta tras de mí sigilosamente, para no hacer ruido. Todavía no se ha despertado nadie, solo Abel está sentado junto a la mesa, fumando como siempre. Le saludo levantando la mano. Él me responde de igual modo, susurrando a la vez: “¿Éstas son horas, Rafa?”, apenas le distingo en la oscuridad. No quiero encender las luces para no despertarles bruscamente. Busco la llave del despacho a ciegas en el manojo, pero Raúl no me da tiempo, desde su cama vocifera roncamente:

- Raaaaaaaaaaafaaaaaaaaaaaaaaa, ¡daaaaame un cigarrooooo!
- ¡Shhhhh! No grites, ¿no ves que todavía no se ha despertado nadie? –me enfado
- ¡La cabra, la cabra, la p… de la cabra! – grita él todavía más fuerte
- ¡Que se calle ya, hombre, con la cabra! ¡Menuda noche cantando que se ha pegao! – se oye desde las camas del fondo.
- Cuando te levantes y desayunes te daré el paquete de ducados, ahora no grites por favor – le digo en voz baja acercándome a su cama y hablándole al oído.

Abro el despacho, saco el termo con el desayuno y las bolsas de pasiegos. Sobre todo que no falten pasiegos. Enciendo la televisión, siempre en un canal de noticias 24 horas. Bajo el volumen. Poco a poco, la débil luz de la televisión junto con la del despacho hacen que el resto se vayan despertando, aunque creo que Raúl con sus gritos difícilmente ha permitido seguir durmiendo a nadie.

- ¿Cómo quedó el Madrid, Rafa? – me pregunta Gabriel desde el fondo de la estancia.
- 3-0, goles de Higuaín y Benzemá –le contesto
- ¡Rafa, me han quitado el mechero y el peine! –exclama César, sentado aún en su cama y empezando a vestirse.
- Ya verás como aparecen como todas las mañanas, César, que no te los quitan, los pierdes…
- ¿Dónde como hoy? Y…dormir ¿dónde duermo hoy Felipe? – me pregunta, como siempre, Marcos.
- Donde todos los días, a comer al Albergue y a dormir otra vez aquí –le digo con resignación- Y recuerda… me llamo Rafa.
- ¿Hace frío hoy? ¿Tú crees que podré cortarme las uñas esta tarde? –me pregunta Carlos desperezándose todo lo largo que él es: apenas cabe en la cama.
- ¿Frío? He visto 3 pingüinos en la esquina antes de venir aquí y sobre las uñas… estoy haciendo un cursillo de adivino, pero creo que hoy tampoco te las cortarás –le bromeo. Él se queda dudando un rato y cuando cae en la cuenta me dice:
- ¿Me estás vacilando no? ¡Pingüinos dice, mira que eres! –se ríe.

Por fin enciendo las luces, a estas alturas ya no creo que nadie aguante despierto y eso que aún son las ocho menos cuarto. Antes de que ninguno se meta en los baños, echo un vistazo a los dos para ver su estado. Uno permanece impecable, seguro que Miguel lo ha limpiado, es maniático de la higiene. En el otro compruebo que hay un charco en un rincón. En el lado opuesto, el cubo lleno de agua con lejía y la fregona permanecen intactos. Me enfado:

- ¿Quién ha orinado en el rincón? Parece mentira. Y eso que está la fregona al lado. Al final voy a hacer la prueba del ADN y sabré quién es; o pondré una cámara en el baño. Es que todos los días igual -nadie se da por aludido, me temo que saben que se trata de un farol…

Poco a poco se van levantando. Alguno más precavido se viste rápidamente y ya hace uso de alguno de los baños. Sabe perfectamente que si tarda luego puede que haya aglomeraciones. Sobre todo si se encierran Carlos o Miguel, que en ocasiones les lleva media hora o incluso más. Algunas mañanas se ha montado una pequeña bronca si alguno de ellos se encierra temprano y las vejigas de los demás tienen que aguantar más de lo razonable.

Ángel aparece por la puerta completamente abrigado, es el voluntario de los miércoles por la mañana desde que se fundó la Casa. Menos mal. Ahora entre los dos será más llevadero atender el desayuno. Él se encarga de sacar más pastas para que no escaseen, cucharillas, servilletas, vasos… Yo mientras reparto a Raúl, Alberto y Abel los sobrecitos de papel con sus medicamentos. Abel se niega a tomarlos:

- No quiero tomarme nada, que he estado en mi médica de cabecera y me ha dicho que deje todas las pastillas –me protesta.
- Pero si ahora te cambié el médico a Rebolería y todavía ni lo conoces. Tómatelas anda, que si no te puedes poner mal –intento convencerle.
- No quiero, que son veneno y me sientan fatal. Me puede dar un derrame –se enfada seriamente. Yo decido no insistir más.

David, que se encuentra sentado en su cama todavía, antes de pasarse a la silla de ruedas, me reclama levantando su mano y moviéndola rápidamente para que me acerque a su lado. Quiere una camisa, porque la que le di el día anterior no le gusta, dice que es demasiado grande. Le llevo otra alguna talla menor, entonces me señala que la que le ofrezco es de manga corta y él la quiere de manga larga. Cuando le acerco una de manga larga, me pone mala cara diciéndome que no tiene bolsillo para llevar el tabaco. Rebusco en el armario y encuentro una de manga larga con bolsillo. Se la entrego creyendo ingenuamente que ya se acabaron sus caprichos y entonces me dice que el color no le gusta, es demasiado clara. Él quiere una oscura o de cuadros. Entonces yo ya exploto: “Te pones esta y ya está, que parezco un dependiente del cortinglés”.

- Rafa, ¿voy bien así, iba ayer vestido así o crees que tendré frío? -El que me requiere ahora es César, ya lavado y afeitado.
- Llevabas esa ropa pero no en ese orden, será mejor que la camiseta te la pongas primero, luego la camisa y encima el jersey –le comento al ver que lleva puesta la camiseta interior encima del jersey - Y será mejor que te pongas chaqueta, hace mucho frío
- Oye no encuentro la chaqueta, ni las mantas, me las han quitado.
- ¿Has mirado debajo del colchón?
- Ah pues sí, aquí están las mantas y la chaqueta ¿Sabes qué pasa? Es que alguien ha echado agua en mi colchón esta noche –me explica todo digno.
- ¡Qué cosas tienes! ¿Quién iba a hacerlo? –compruebo con un rápido vistazo que la mancha a la que se refiere es producto de su propia incontinencia.
- ¿Un caramelico Rafa? –cambia rápidamente de tema y me ofrece un puñado de caramelos que yo con un gesto cariñoso le hago recoger.

Abel me llama vociferando desde la mesa donde, junto con su café, tiene 7 u 8 vasos de plástico llenos de agua; se aprovisiona bien, sabedor del tránsito que llevan los baños a estas horas:

- ¿Por qué no me das mis pastillas, eh? Se te olvidan las cosas Rafa.
- Pero si no las quisiste tomar antes –le digo con paciencia.
- ¡Qué va, a ti que se te habrá pasao dármelas! Venga dámelas que me tengo que ir a misa, que como se me pase la de las 10.30 ya no tengo otra hasta la tarde… -Yo respiro profundamente y le saco su sobrecito del despacho. “Al menos hoy las toma” pienso para mí…

Miguel mientras tanto no ha abierto la boca desde que llegué. Ni me ha mirado. Hace su cama con parsimonia, arrastrando los pies, le cuesta moverse. Tiene su ropa perfectamente doblada en una silla, preparada para después de ducharse. La cama la deja perfectamente hecha, completamente lisa, sin una arruga. Toda la ropa bien metida, nada cuelga. Hoy me llama poderosamente la atención las grandes ojeras que lleva y su mal aspecto. Es peor que el habitual:

- ¿Tuvimos ayer marejada a fuerte marejada con áreas de arbolada, eh Miguel? –le pregunto, confiando en que tal vez mi broma me permita conocer su grado real de malestar.
- Estoy malo, es por la comida de aquí y hace mucho que no bebo, así que no te pases ¿eh? –me responde, sin mirarme a la cara y con un gesto de ansiedad.
- Agua será lo que no bebes. Mejor te dejo… -ya encontraré el momento adecuado para comprobar cómo se encuentra realmente porque ahora me expongo a una discusión.

Ya han desayunado casi todos, algunos están sentados viendo las noticias y saboreando el primer cigarrillo del día. Abel ha salido ya, dejando la puerta abierta tras de si como suele ser habitual. César también se va, tiene que ir al Pilar ver al canónigo y coger periódicos gratuitos para repartirlos por el Albergue y el Centro de Salud, como hace cada mañana (“¿un caramelico?”). Hoy no sé si le tocará subir a urgencias del hospital Clínico, ha perdido la tarjeta del autobús. Cuando ya parece que el ambiente está más tranquilo y las peticiones van disminuyendo es el voluntario quién me reclama a gritos desde el despacho. “Le habrá pasado algo”, pienso. Voy corriendo al despacho y me lo encuentro con ojos de pánico, un armario abierto y sosteniendo en su mano derecha tembloroso el azucarero vacío con la tapa levantada.

- No hay azúcar, Rafa ¿Qué hacemos ahora? ¡Todavía queda alguno por desayunar!
- No lo sé, ¿qué se te ocurre a ti? -Le contesto también con cara de pánico, poniendo a prueba su sentido del humor.
- Mmmmmh, podríamos pasar a la cocina del Albergue y pedir un paquete ¿No crees? –me responde.
- ¡Claro! ¿Cómo no había caído? Anda pasa tú y se lo pides a Lola –continúo con mi ironía, aunque verdaderamente compruebo que él no la ha notado.

Tampoco tengo mucho tiempo para seguir con mi broma, Carlos está gritando de manera alarmante desde el baño, me llama a gritos, cada vez más fuerte:

- ¡Rafaaa, Rafaaaaaa, Rafaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa! ¡Qué catástrofe! ¿Ahora que hago yo? ¡No sé qué voy a hacer ahora me tengo que ir a por la metadona! –yo me temo lo peor, una caída, una herida, mientras voy corriendo donde él se encuentra.
- ¿Qué te pasa? ¿Cuál es el problema? ¿Te encuentras mal? ¿Te mido el azúcar con el aparato?
- No, no es eso. ¡No encuentro el peine! ¿Ahora que hagoooo? ¡Ooooooooh, qué contrariedad!
- ¿Has mirado en el bolsillo de tu camisa, por ejemplo?
- ¡Andá, compi! ¡Sí aquí está! Uf, menos mal que lo encontré, no sé qué hubiera hecho. Oye ¿qué horas es?
- Las 9.15, cálzate rápido que si no no vas a llegar a la Cruz Roja –mientras la locutora de la TV me delata “son las 8.45 de la mañana”, pero Carlos ni se da cuenta.

El ajetreo ya es mucho menor. Ángel el voluntario y yo nos podemos sentar un rato a ver las noticias con los pocos que quedan ya en la Casa: Gabriel, Alberto, David en su silla de ruedas y Carlos peleando afanosamente con el envoltorio de los pasiegos. Jesús se dispone a salir poniéndose su cazadora y lleva como siempre un libro en la mano derecha para leer luego en el patio del Albergue. Antes de salir me exige:

- ¡Mañana tenemos que ir al banco, eh, que no se te pase!
- Huy no sé yo. Tú con ese sombrero de Humpfrey Bogart que pareces un mafioso y yo con este chándal viejo que parezco un yonki, no sé si nos dejaran entrar. Puede que incluso nos detengan –Carlos se muere de la risa al oirlo.
- No me vengas con zarandajas y que no se te olvide –muy serio se dispone a cerrar la puerta.
- ¿No me das un beso de despedida, Jesús? Ya no me quieres como antes –le bromeo.
- Vete a… -aparenta enfadarse, pero esboza una sonrisa y al fin sale y cierra la puerta.

Por la ventana de la Casa que da al patio del Albergue ya oigo a Raúl cantar: “Si supieras Rosariyooo lo que sufroooo”. Me despido del voluntario. Él aún continuará hasta que todos acaben y ayudará a pasar al patio de Albergue a los que se quedan cuando sea la hora de cerrar la Casa. Yo decido entrar a saludar a la Trabajadora Social, antes de subirme hacia la Parroquia del Carmen.

- Hola Rafa ¿qué tal todo por Casa Abierta? ¿Te puedo ayudar en algo? ¿Todo bien? –me pregunta.
- Sí todo bien, solo el follón de todas las mañanas, ya sabes. Gracias por preocuparte.
- Ya me imagino, a veces parece aquello “Chiqui-Park” ¿verdad? ¿por qué no lo escribes en tu blog? Seguro que vale para una historia de las tuyas.
- Sí es cierto, lo haré, gracias por la idea. Venga, un besico que me voy.

Y por eso lo escribí aquí, gracias por la idea compi…