lunes, 13 de junio de 2011

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE HENRYK



Como me suele suceder en muchas ocasiones, nunca me decidía a entablar una primera conversación con Henryk. Aparte de mi habitual precaución antes de conocer a una persona sin hogar, en este caso había más elementos que me impedían iniciar un contacto en la calle con él. Periódicamente me lo encontraba muy bebido por el Arco del Deán, ya a tempranas horas de la mañana. Muchas veces tenía la cara llena de heridas producto de sus borracheras diarias. Su amplia barba y pelo despeinados, su corpulencia de oso y verle en ocasiones semidesnudo vistiendo parte de un pijama de hospital, realmente me impresionaban. Máxime cuando siempre iba alborotando frases ininteligibles en polaco acompañadas de extraños gestos al aire. Algunos días incluso increpaba a los viandantes de la plaza de la Seo, tambaleándose y guardando el equilibrio a duras penas. Ni siquiera que yo conociera a su grupo de compañeros, también del este, con los que compartía cartón de vino matutino, hacía que me sintiera con ánimos de intentar acercarme a él y conocer algo más de Henryk.

Me volví a encontrar con Henryk de nuevo semanas más tarde pero esta vez en una situación muy distinta. Estaba ingresado en el Hospital Provincial, seguramente para recuperarse de las consecuencias de alguna de sus habituales caídas. Compartía habitación con otra persona de la calle. A mi me sonaba su compañero, pero yo no caía quién era. A veces me ocurre que conozco las caras pero son tantas las personas de la calle con las que he tenido trato que me resulta difícil saber quién son en realidad. En este caso la solución era fácil. Estábamos en un Hospital, así que llevaba una cinta identificativa atada a su muñeca. Tras perdirle permiso, leí su nombre: “Jesús G. S. ¡Joder, pero si tu estabas muerto!” Me salió sin pensar. Se trataba de un antiguo inquilino de Casa Abierta, del cual habíamos perdido toda referencia y al que la gente de la calle daba por fallecido. De ahí mi gran sorpresa al identificarlo y comprobar, ahora mirándole con otros ojos y reconociéndolo, que era él, uno de los primeros ocupantes de Casa Abierta, y tal vez el que más me impactó cuando empecé mi labor allí.

Pasado este pequeño suceso, aproveché para ver si podía conocer algo más de Henryk, que, sentado en cuclillas sobre su cama y con cara de divertido, había observado mi gran metedura de pata con su compañero. No fue fácil entenderme con él. No hablaba nada de español y solo nos comunicábamos por gestos. Hubo un momento en el que hacía ademán como utilizando una guadaña con la que segara un campo imaginario de alfalfa, al tiempo que repetía: “!Pracy, pracy!”. Al principio no lo entendía, pero enseguida caí: “¿Trabajo? ¿Eso es lo que necesitas, verdad?” El asentía y repetía el mismo gesto y la misma expresión “¡Pracy, pracy!” contento de que al final hubiera entendido sus efusivos movimientos y expresiones en polaco. Después de haber estado un rato hablando con los dos, me despedí. Primero me disculpé con Jesús por mi grave falta de tacto. “No importa, no importa” decía él con ese personal gesto de desgana que todavía conserva. Por su parte, Henryk se despidió de mí con un efusivo apretón de manos y regalándome una amplia sonrisa. Yo abandoné doblemente contento el hospital. Por un lado había vuelto a encontrarme con Jesús, una persona que creía que lamentablemente había fallecido. Por otro, había conseguido quitarme la espinita de hablar, o más bien hacerme entender mínimamente con Henryk, a quién conocía desde hacía meses y con quien nunca me había atrevido a conversar.

Semanas más tarde, volví a encontrarme con Henryk. Se encontraba como casi siempre al lado de la marquesina de la plaza de la Seo, no iba muy borracho, pero sí que se había separado un poco de su grupo de compañeros que muy tranquilos estaban sentados en la marquesina, bebiendo. Él cantaba alegremente alguna canción de su país. Puesto que en mi visita al hospital había tenido oportunidad de conocer su nombre verdadero impreso en aquella cinta de su muñeca y ya sin miedo, al comprobar la campechanería y la simpatía con la que me trató en aquella ocasión, me atreví a llamarlo desde unos metros de distancia. Alzando mi mano, sonriendo y gritando su nombre y apellido, intenté llamar su atención: “¡Henryk, Henryk! ¡Henryk Klimek!”

A él le cambió repentinamente la cara. Pasó de estar cantando feliz a poner un semblante serio y aparentemente frío y se dirigió rápido hacia mí. Confieso que al principio me asusté, pero no tenía motivo. Él me agarro firmemente mis manos y entre sollozos comenzó a repetir incesantemente su nombre y apellido y darme las gracias sin parar y sin dejar de apretarlas y acariciarlas en señal de agradecimiento. Era increíble como mostraba su gratitud. Solo por el hecho de haberle llamado por su nombre y apellidos, suceso que entonces comprendí hacía bastante tiempo que no le había sucedido. Ahora, al sentirse identificado por su nombre de toda la vida, al volver a oír su apellido que no había sido pronunciado desde hacía mucho, entre lágrimas de emoción intentaba compensarme por haberle devuelto un poquito de su identidad: la que le proporcionaba su apellido polaco.

Me pareció muy doloroso entender que muchas personas que viven en la calle pierden, no sólo sus pertenencias materiales y sus relaciones familiares sino su misma identidad, su misma percepción, su propia consciencia, su propio apellido. Me sentí sinceramente impotente y torpe al haber estado manejando, sin saberlo, un elemento de importancia vital para esta persona: su nombre propio y su apellido. A partir de aquel día siempre procuro conocer al menos el nombre y si puedo algún apellido cuando me encuentro con una persona nueva de la calle. Y, cuando vuelvo a coincidir, me acuerdo de Henryk y procuro llamarlo en tono amable por sus apelativos personales. Tal vez es lo poco que yo le pueda dar, pero por lo menos quiero que sepa que yo sé quién es realmente, que para mí no es una persona más de la calle.

Radio Macuto me dijo que la policía se llevó a Henryk a Tudela para que dejara de molestar por las calles del centro. No sé si será verdad. Lo cierto es que no he vuelto a verlo desde hace mucho. Cualquier día me doy una vuelta por esa ciudad a ver si me lo encuentro gritando por las calles del centro para, simplemente, volver a llamarlo y decirle: “Hola, Henryk Klimek ¿Qué tal estás?”