viernes, 10 de febrero de 2012

TRAPISONDAS

Me he topado con ella varias veces por la parte vieja de la ciudad. Es una mujer de unos cincuenta y pocos años. Creo que es de posición acomodada. Al menos esa sensación me da por su aspecto cuidado y su manera de vestir. Pero, al mismo tiempo, hay algo que no encaja. Acarrea un carrito de la compra forrado con tela a cuadros. También lleva guantes de fregar muy gruesos para protegerse las manos y un delantal de pescadero. El carrito está lleno de comida para pájaros y pan desmigado.

Supongo que fueron sus gestos nerviosos, su frenético ritmo caminando y verla esparcir ese pienso de manera agitada lo que me llamaron la atención. Si no, hubiera pensado que era una señora más que vuelve de hacer la compra. Pero un día estuve observándola unos minutos. Cubría literalmente la plaza de san Braulio con esa mezcla de alimento para pájaros. Parecía una posesa. Miraba todas las esquinas y, a modo de insólita sembradora urbana, iba tapizando de alpiste la totalidad de la plaza, poniendo especial cuidado en aquellos rincones donde ella presumía que los pájaros y palomas buscarían algo que llevarse al buche.

Me dio que pensar. Al principio imaginé que tal vez estuviera un poco trastornada. Pero luego me dije que quién era yo para juzgar cuál era su situación mental. Lo que sí me resulta evidente es que esta mujer había decidido emplear un porcentaje elevado de su tiempo y energías en cuidar a los pequeños gorriones y palomas de nuestra ciudad. El peso del alpiste que transporta indica que el área que cubre no debe de ser reducida precisamente. Además me la he vuelto a encontrar en otras pequeñas plazas de la zona.

Creo que ha hecho de esta práctica un modo de vida. Intuyo que está sola. O su vida esta teñida por la tristeza. No lo sé, tal vez me equivoque. Pero sus gestos, la expresión perdida de sus ojos y su rabioso afán de cubrir de comida cada recoveco de las calles eso me transmiten. Quiero imaginar, y tal vez sea muy osado, que quizá esta buena señora, desengañada de las personas, ha decidido “adoptar” a las aves del centro. Quién sabe. Igual es que todo son cábalas mentales mías y que elucubro demasiado sobre la vida de los demás…

El hecho de saber de esta mujer me hizo recapacitar. Me di cuenta que conozco a más personas en una situación similar a la de ella y seguramente bastante solas también. Pero con una diferencia. Estas personas se apoyan en las personas sin hogar para paliar de algún modo ese vacío relacional que tienen. Más de una vez, al visitar a individuos que viven en la calle me he encontrado con bastantes ciudadanos que, si bien no son personas sin hogar específicamente, sí que comparten bastante tiempo con ellos, ya sea en sus ubicaciones habituales o en cualquier otro lugar de la ciudad, pasando con ellos sus ratos de ocio.

En ocasiones me he tropezado con una de estas personas compartiendo un refresco con “su amigo de la calle” en una selecta terraza de la plaza del Pilar formando una curiosa estampa. El primero con sus más de 150 kgs apenas cabía en la silla del velador y, por otra parte, el aspecto de la persona sin hogar resultaba especialmente llamativo por su clamorosa falta de higiene. Sea como fuere ambos pasaban el rato hablando de manera distendida y natural…

Otras veces, comprobé cómo una persona sin hogar con graves dificultades para andar y que la mayor parte del día estaba sentado en un banco de la calle Alfonso se beneficiaba de que su “amigo ciudadano” le compraba cerveza o bocadillos. Éste se desplazaba en su silla de ruedas eléctrica puesto que su cuerpo también estaba prácticamente paralizado salvo las manos. Aún así, con su pequeño “vehículo”, compensaba las dificultades de movilidad del primero y le proporcionaba cigarrillos, bebida y lo que hiciera falta. Pero, sobre todo, el uno al otro se daban compañía y les unía cierto tipo de amistad. Tal vez eso fuera lo más importante.

He leído mucho sobre las relaciones sociales de las personas sin hogar. En algunos textos se habla de la soledad extrema de este colectivo. En otros se diserta sobre las relaciones entre ellos mismos, poniendo especial hincapié en si los vínculos se crean para autodefensa o por temas relacionados con el consumo de alcohol en determinados contextos. Incluso yo mismo indagué al respecto. Descubrí, que al menos en nuestra ciudad, el trato con los vecinos del entorno donde nuestros amigos suelen habitar es bastante bueno, cuando no muy cordial.

Pero lo que me resulta especialmente interesante sobre esas personas solitarias que he descrito antes es que encuentran apoyo ahí donde se supone que no debería haber nada. Al hablar de personas de la calle, casi siempre se oyen apelativos referentes a un colectivo por lo general estigmatizado, desprovisto de cualquier tipo de “cualidad” y carente de todo interés humano para el resto de los mortales. ¿Quién iba a pensar que hay un pequeño grupo de ciudadanos en nuestra ciudad que realmente llenan sus solitarios días gracias a la compañía que obtienen de los desterrados y olvidados de nuestras sociedad? Parece cumplirse el dicho aquél de que si te crees que estás mal, tal vez debas mirar atrás y comprobarás que hay alguno detrás de ti que está peor…

Yo, cariñosamente, los llamo “trapisondas”. El calificativo no es invento mío. Hace años conocí a una familia compuesta por la madre y tres hijos adolescentes. Se bajaban todas las tardes a pasar las horas compartiendo una pequeña glorieta con cierto número de personas sin hogar que hacían toda su vida allí. Siempre acogían a esta extraña familia con total naturalidad e incluso cariño. Todos juntos formaban un curioso grupo muy bien avenido. Cuando los conocí me llamaron la atención, andaba yo escamado. Un día que no estaban les pregunté a las personas de la calle sobre tan singular familia. Ellos me explicaron quién era ese peculiar clan, me hablaron de su buena relación y de cómo pasaban con ellos gran parte de las tardes del verano. También me dijeron cómo los llamaban:

- ¿Te acuerdas de los tebeos? Había una historieta que se llamaba “La Familia Trapisonda, una familia que es la monda…”. Por eso los llamamos la “familia trapisonda”.

Así, a partir de entonces, a todas aquellas personas muy solas que encuentran en las personas de la calle a un amigo los llamo “trapisondas”… y creo que hay bastantes, voy a empezar a contarlos.

domingo, 5 de febrero de 2012

HOLA ¿CÓMO ESTÁS?



Las condiciones particulares de las personas que viven en la calle no siempre son fáciles de explicar. Ni es evidente entender sus matices. No es sencillo desentrañar cuál es verdaderamente el problema principal en cada caso. Al conocer a cada persona en el sitio de la calle donde pasa casi todo el día, nuestra primera impresión puede no ser la más acertada. Tuve que aprender a hacer un gran esfuerzo de empatía para poder conocer objetivamente cuál era la mejor interpretación de las circunstancias y la problemática más acuciante cuando realizaba mis primeros contactos con una persona sin techo.


Pero, sinceramente, creo que peco de inmodestia al decir que puedo empatizar con una persona que lleva años viviendo a merced de las inclemencias. Comprender íntimamente a alguien a quien la soledad y el miedo hacen que cada día sea una batalla vital no es tarea fácil. ¿Quién soy yo para asegurar que sé algo de cómo vive y siente realmente cada persona que voy conociendo por la ciudad?

Entendí que la ciudad se torna distinta para ellos. Que la dureza les obliga a verla con otros ojos. Ojos de necesidad, de miedo. Deben adaptarse a lo que la calle ofrece para sobrevivir y comprender que, aunque otros muchos estén tan mal como uno mismo, eso no estimula la solidaridad entre iguales. Hay que estar alerta, puede ocurrir que te encuentres con alguien que necesite tus mantas más que tú. O el otro así lo estime. Es igual. Pero te quedas sin mantas y eso viviendo en la calle es una gran putada.

Los espacios donde van aprendiendo a vivir de otra manera y las estrategias diarias para subsistir se graban en los cuerpos y aturden los sentidos. Siempre me repito, para que jamás se me olvide, que la persona que vive en la calle es ante todo un ser como yo, con carne, músculos y nervios. Pero también tiene un alma que sufre. Lo hace en silencio y buscando la invisibilidad entre la multitud de la ciudad.

I

- Hola Henry, ¿cómo estás?

- Me quierrrrrro morrrrrir, Rafa

Me lo suelo encontrar en un banco del centro de la ciudad. Su aspecto le impide pasar desapercibido. Mide casi dos metros y es de complexión muy fuerte. Tiene el pelo y la barba muy largos, completamente blancos, parece un extraño Papá Noel con cara de pocos amigos. Coloca su bolsa de deporte verde con todas sus pertenencias debajo del banco y el cartón de vino blanco disimulado en un seto cercano. El trato con él es difícil, es muy huraño. Tajante y brusco con el poco español que maneja. Lo conocí en el hospital, compartía habitación con un usuario de Casa Abierta. Por eso me acepta sin demasiadas pegas. Me pide dinero para una barra de pan. Yo sé que es para otro cartón de vino.

Ha pasado largas temporadas ingresado en el hospital. Tiene graves problemas de corazón. Pero luego no toma nada de medicación. Cuando ha estado alojado en el Albergue Municipal ha creado problemas la mayoría de las veces, bien por su difícil carácter o porque realmente la cabeza ya le juega malas pasadas. Bebe muchísimo, y eso hace todavía más difícil el trato con él. Además, apenas habla nada de nuestro idioma… No sé que proponerle realmente, creo que es una de las personas con una situación más difícil de abordar de las que he conocido.

Un día apareció por la portería de la Parroquia. Me avisaron porque era “uno de los míos”. Lo encontré llorando como un niño. Había venido andando desde la plaza cercana donde dormía, calzado sólo con sus calcetines. Le habían robado los zapatos. Es duro imaginar cómo pudo sentirse andando descalzo en invierno por la calle, completamente desolado e impotente, buscando que alguien le solucionase algo tan básico como el calzado… Y él no era precisamente frágil, o al menos eso pensaba yo hasta aquel día. Al menos pude encontrarle unos zapatos.

Hace unos meses me enteré que un compatriota suyo le pagó el billete de autobús y se volvió a su país. Creo que ha sido la mejor solución para él, así estará en un entorno más amable con él y podrá expresar y compartir algo más que su deseo de morir de una vez.

II

- Hola Tomás ¿cómo estás?

- ¡Razonablemente bien, Rafa!

Me contesta mirándome por encima de unas gafas de leer mientras hojea el periódico con las ambas manos. A su lado, sin ningún disimulo, hay una botella de ginebra y una de limonada que clarea revelando su contenido mezclado. Está sentado en el suelo apoyado contra un parterre, tapado con varias mantas a modo de extraña sirena. Se mantiene erguido de una manera casi inverosímil. Yo sé que debajo de esas mantas pululan infinidad de gusanos, puesto que, como casi siempre, lleva semanas sin moverse del sitio absolutamente para nada. Pero el no quiere darse cuenta y la ginebra le ayuda a ello. Cuando la situación sea ya insostenible, sus compañeros llamarán, como en otras ocasiones, a una ambulancia, antes de que los bichos devoren sus piernas. Y las auxiliares del hospital volverán a ganarse el cielo ante semejante despropósito.

Llaman la atención sus ojos muy azules, su perenne sonrisa y su conversación inteligente. Me habla con interés desgranando las noticias que le interesan del periódico del día. El olor a tinta fresca contrasta con el que se desprende de debajo de las mantas. Dice que es ingeniero, lleva meses contando que tiene intención de montar una agencia de traductores puesto que maneja varios idiomas. Hace sus cábalas de cuánto le va a costar y cuánto tiempo tardaría en tener beneficios.

En ocasiones tiene un cuenco de plástico delante de él que sus compañeros colocan para obtener algunas monedas. El carácter afable de Tomás, su buena educación y su sonrisa son el mejor marketing para que el recipiente se vaya llenando poco a poco cada tarde. Él no necesita pedir, tiene dinero, pero permite esta farsa porque sus compañeros también le hacen todos los mandados.

Al final el juez decretó que fuera ingresado en un centro psiquiátrico porque era lo mejor para él. ¡Y vaya que sí lo era! Ahora sí que está razonablemente bien, ¡por fin!

III

- Hola David ¿cómo estás?

- Jo-ri-ro pero contento.

Esta manera de contestarme ya anticipa mucho. Es muy listo. Su sonrisa resalta más al contrastar con su negra piel. Es de Gambia. Conozco su verdadero nombre, pero todos le llaman David. Tiene problemas en una pierna, cojea de manera acusada. Él dice que es de una agresión, pero sé que se trata de un accidente laboral. Lo vi en un informe que me enseñó de cuando estuvo en el hospital enfermo de los pulmones. Se cayó de un andamio cuando trabajaba en una fábrica de un pueblo cercano. Lleva muchos años en España y ha trabajado de todo un poco.

He quedado repetidamente con él para que se mirase si tenía la tuberculosis activa. Pero nunca acude. Dos voluntarios de Casa Abierta lo visitaban con relativa frecuencia. Algunas veces incluso le llevaron sacos de dormir y ropa, pero él los vendía. Siempre tiene una botella de limonada con vino blanco mezclada debajo del banco. Es la única persona de la calle que toma “calimocho blanco”. Creo que es por guardar la imagen que quiere aparentar ante los ciudadanos que lo conocen.

Salió en los periódicos repetidas veces. El dueño de un bar se tomó muy a pecho el asunto de sacar a David de la calle y estuvo haciendo una colecta entre todos los vecinos del entorno, para que, además de darle comida todos los días, le pagaran el viaje de retorno a su país. Y lo consiguieron. Editaron una página entera donde el dueño de aquel bar contaba muy orgulloso cómo habían conseguido sacarle de su dramática situación.

Me di cuenta de que lo que les había contado era casi todo invención suya, siempre fue muy hábil en eso. Pero al menos también solucionó su precaria situación y volvió, según contaba el diario, con su madre a su país. Lo malo de todo esto es que los que trabajamos con estas personas sentimos que nuestro trabajo se desestima, pero bueno, al final te acostumbras. Reconozco que sí he pensado seriamente en invitar a café en ese bar a varios de la calle cuya situación es bastante delicada a ver si tienen suerte y este señor y sus vecinos les ayudan en alguna medida… Hay muchos más que están jo-ri-ros durmiendo en la calle.