domingo, 17 de agosto de 2014

EL SOMBRERO

Ayer me cruce con ella.

Iba, como siempre, empujando el pesado carro de la compra donde acarrea todas sus pertenencias. Pero distinguí un detalle que, sinceramente, me alegró y a la vez me emocionó. Llevaba puesto un formidable sombrero amarillo, de gran perímetro,  con un enorme lazo rosa ceñido a él, que la protegía del infernal sol de agosto.

El sombrero le daba una apariencia más femenina e incluso señorial. Y lo que más me gustó fue la dignidad con la que lo lucía, se notaba que quería sentirse más guapa. Sin importarle que, mientras, empujaba como todos los días, su carrito atiborrado de infinidad de objetos. La naturalidad con la que caminaba por la acera me pareció alucinante. Como una ciudadana más, como lo que es. Con la actitud de que nada sucede por vivir así. Porque en realidad no hay nada de extraño. Tal vez los extraños somos nosotros, los que la observábamos disimulando. Nos demuestra que aún tiene fuerza, que todavía no está vencida, que no importa que lleve durmiendo en la calle meses. Ni tampoco importa que tenga que desmontar completamente cada noche todas las cosas que lleva en su carrito para meterlas con ella en el diminuto cajero que ha elegido como dormitorio habitual; porque si mete el carrito ella no puede tumbarse para dormir. Ni importa que se siente al lado de la panadería esperando recibir alguna moneda, mientras vigila constantemente su vehículo de transporte, empaquetado y aparcado a pocos metros, junto a una farola, atado…

Siempre la he visto sola. Algunas veces baja a ducharse y cambiarse de ropa al Albergue y entra, sin separarse en ningún momento de su personal transporte, donde lleva completamente ordenadas todas sus cosas, dentro de bolsas rojas, todas iguales, de esas reutilizables, simétricamente ordenadas y cubiertas con una especie de lona atada para que nada se pierda, para que nada se estropee. Como haríamos cualquiera de nosotros si tuviéramos que hacer una mudanza con lo más valioso de nuestra casa.

Creo que es polaca, tendrá cincuenta y tantos. Jamás la he visto beber. Se mueve por muchas zonas de la ciudad, pero al final siempre acaba por las calles cercanas a su eventual dormitorio, al diminuto cajero. Por lo menos consigue cierta sensación de seguridad al permanecer por un entorno conocido. Donde los vecinos, aunque todos desconocidos, siempre son los mismos. Eso también es un alivio y da un poquito de seguridad.

No sé qué mecanismos tiene la mente humana para guardar la cordura en situaciones tan extremas, pero una sin duda es la rutina, el orden, la constancia, la limpieza, argucias para no perder la esperanza, montarse un nuevo universo con lo que se tiene y preservarlo como lo más sagrado, lo más valioso. Porque es lo único que se posee, ya sean unas bolsas o una zona donde moverse como si fuera tu propio barrio, aunque en realidad lo sea porque es donde vives.
  
Ayer, cuando la vi con ese precioso sombrero amarillo con un lazo rosa me alegré. Porque sentí que todavía no está vencida, que no ha bajado los brazos. Todo lo contrario. Sigue luchando. A su manera, no se resigna a sobrevivir, todavía hay lugar para la elegancia, para presumir de un bonito aspecto, para que algún hombre se fije en ella. Todavía hay lugar para que la vida sea un poquito más considerada, mitigando  su crudeza habitual y permita que la belleza aparezca en cualquier persona, en cualquier momento, generando un puntito de luz en la oscuridad y permitiéndonos mirarnos a nosotros mismos y ver que, si personas como ella no pierden la esperanza, cuán ridículos somos a veces nosotros con nuestras necedades y vanas preocupaciones.

Puede que esté loca. No lo sé, no la conozco tanto, jamás he hablado con ella. Pero aun así, tal vez sea una sana locura que le permite sobrevivir dignamente en unas circunstancias lamentables para cualquiera. Los límites entre la cordura y la demencia se me hacen difusos.


Es una pena que no haya hablado jamás con ella. Me quedé con las ganas de acercarme y decirle lo guapa que iba ayer por el paseo con su precioso sombrero amarillo con su lazo rosa. Me quedé con ganas de decirle que me parece increíble que todavía tenga tanta fuerza y que seguro que al final del camino, llegará la recompensa, sea cual sea. Aunque sea la locura, pero que jamás le habrán arrebatado la dignidad.





domingo, 3 de agosto de 2014

ATRAPADO EN EL CEPO

Siempre que lo veo va bebido, incluso a las 7 de la mañana. Su caminar zigzagueante lo delata. Y la caída de ojos. Ahora resulta que duerme en mi barrio y lo veo más a menudo. Antes sólo lo veía por el Albergue, con otros compañeros de su país, rumanos también. Pero ahora sé dónde duerme. En un rincón semiescondido, con una manta por colchón. No necesita más, es verano. Si la noche es fresca se pasa al cajero, con el amigo que comparte los días. Aunque va cambiando de gente, no siempre es el mismo. En la calle las relaciones son precarias y se rompen tan fácil como se forman, mucho más cuando hay un fuerte enganche al alcohol, como es el caso.

Su vida es un cepo. Un eterno giro sin fin, una perpetua insensibilidad. Porque de eso se trata. De estar tan bebido que nada importe. Que el sinsentido invada todas las horas de cada día y no se perciba uno mismo, ni las condiciones en las que se está sobreviviendo. La realidad está anestesiada de manera permanente. Sólo vive pequeños momentos de sobriedad donde la ansiedad y el dolor son tan grandes, que la desesperación por volver a beber es aún mayor si cabe.

Y genera rechazo a su paso. Es normal. Aunque yo creo que no.

Una gitana rumana ha aparecido de repente y pide en la puerta de la iglesia cercana, con un cartelito que especifica que ha agotado todos los recursos que la podrían ayudar. El cartel está escrito casi con letras de imprenta en perfecto español. Hoy mismo el periódico habla de ellos, los gitanos rumanos que viven cerca de la estación de Delicias, y mezcla chabolistas, indigentes y sin techo en un intento de dar una explicación del problema. Pero en realidad pasa lo contrario. Mezclan conceptos. Así luego entiendo que sea despreciado y calificado de pobre borracho aquél que se encuentra en un callejón sin salida.  Y los gitanos rumanos sigan haciendo el agosto con la franquicia del limosneo en la puerta de las iglesias.

Porque el tema del alcohol es grave, hay tantos y tantos entre los que duermen en la calle que beben. No quiero engañarme, no son todos, ni mucho menos. Pero si son los que peor lo tienen. Los que se encuentran en una situación tan difícil de superar que solo concibo un final dramático para muchos de ellos. ¿Qué fue primero? ¿El alcohol? ¿La calle? Cualquiera de las dos respuestas es válida. Lo que sí es cierto es que la calle se soporta más con la ayuda de la bebida que sin ella. Eso me lo han dicho muchos.

Y poco a poco va llegando un momento en que ya nada importa, tan sólo el conseguir unas monedas para poder quitarse de encima el maldito mono y poco a poco ir cayendo en el pozo del letargo total y permanente. A veces es indiferente incluso qué comer, tener broncas con el compañero, quedarse solo o ser expulsado por la policía.

Ayer vi una lata de albóndigas abierta al lado de la manta. Me extrañó que estuviera abandonada. No me equivocaba. A la vuelta de la esquina me encontré con él y su amigo que, esta vez sí, me saludó sonriente y avergonzado al mismo tiempo. Y a mí se me partió el alma de saber que sus posibilidades son pocas, tal vez sólo una y catastrófica.


Y todos los días la gente lo mirará con miedo y desprecio. Que puta es la vida a veces y qué llena de falsos espejismos, mentiras y realidades mal entendidas…


sábado, 12 de julio de 2014

ME FALTA

Sólo hace un mes que ha fallecido y aún me falta.

Me falta por la mañana, cuando bajo temprano a la Casa y él era el primero en darme los buenos días, aunque fuera sólo con la mano. Echo en falta que se cuele en el despacho, con la Casa aún a oscuras, para reclamarme, gruñendo, su paquete diario de tabaco y para preguntarme, como cada día que estuvo con nosotros, por el voluntario que vendría por la tarde. Los quería a casi todos. A su modo, un poco especial a veces…

Me falta en el patio del Albergue, donde siempre estaba sentado a la sombra, (“¿Rafa me buscas una silla?”), con su incalificable bolsa llena de cosas hasta los bordes y bebiéndose una lata de cerveza que habría colado, como siempre, sin que nadie se percatara y que la apuraba con disimulo.

Me faltan esas largas charlas que nos pegábamos camino del banco cada primero de mes. Y también me falta el gruñido con el que siempre obsequiaba al cajero cuando le decía lo que le quedaba en la cuenta, una vez sacada toda su pensión. Era en esas charlas cuando yo verdaderamente me daba cuenta de lo afortunado que soy y de lo irrepetible de esos momentos. Los disfrutaba especialmente, era muy consciente de ellos, porque sabía que algún día, como al final así ha sido, el tiempo me lo arrebataría de golpe, sin avisar y desgarrándome con su ausencia.

Me falta encontrármelo en la calle Arcadas, sentado en un ribete, bebiendo 6 u 8 latas de cerveza de manera compulsiva, antes de tener que entrar a cenar. Luego las latas vacías las apilaba una encima de otra en la ventana del comedor del Albergue para que ningún vecino le echara la bronca. Solía suceder si dejaba demasiados botes vacíos tirados por el suelo. Luego, un chico del Albergue se encargaría, como casi siempre, de apurar todos los restos de esas latas como único método de conseguir algo de alcohol cada día.

Me faltan las broncas mañaneras por su imposible carácter y por su tendencia a acumular objetos en su inseparable bolsa. Si tocaba limpieza se enfada muchísimo conmigo por tirarle “sus cosas”. Era lógico, eran suyas. Pero no era posible permitir que acarreara 40 yogures, 15 paquetes de chorizo o jamón, decenas de mecheros, 60 ó 70 cucharillas, vasos de plástico, centenares de servilletas de papel y 10 o 12 barras de pan, por si tenía hambre. Y, curiosamente, siempre un libro, que jamás leía, pero que no permitía que le faltara en su personal inventario. En alguna ocasión, cuando no contaba con mi posible “registro” una vez le confisqué 18 latas de cerveza: “No sé cómo se me ha pasado entrarlas, Rafa, se me ha olvidado completamente”. Siempre tenía excusa para estas tesituras.

Me falta su sonrisa. Esa sonrisa que volvió una vez se acostumbró a vivir con nosotros y a descubrir en los voluntarios y en el entorno del Albergue un lugar seguro donde poder vivir tranquilamente y haciendo, más o menos, lo que quería. Por eso se quedó. Y me encanta que esto sucediera, porque esa es la Esencia de Casa Abierta. Aunque no todo el mundo lo entienda.

Era difícil que no llamara la atención. Primero por su sus ademanes bruscos y desagradables, que no eran otra cosa sino producto del miedo que le producían las personas que no conocía y que le llamaban especialmente la atención, de las que quería saber algo más. Luego, con el tiempo, ese miedo y rechazo se convertía en cariño y apego. El gruñido se tornaba sonrisa. El mal gesto en caricia.

Es una lástima que muchas personas que lo trataron solo se quedaran en el primer escalón y no llegaron a conocerlo un poquito más a fondo. Porque, es curioso, ha sido uno de las personas de la Casa que más rechazo producía al principio y más estigmatizado estaba, pero a la vez, ha sido uno de los que más ha calado en todos los que componemos esta pequeña familia.

Una de las muertes que más ha dolido, y no sólo a mí. A todos que lo conocían verdaderamente y que soslayaban su mal humor y su inocua brusquedad. ¿Por qué siempre nos costará tanto mirar un poquito más allá de la apariencia y no intentaremos ver que siempre debajo de endurecidas capas de superficialidad se encuentra la esencia, lo básico, la persona, el alma, lo irrepetible?

Me ha sorprendido cómo esta vez, al fallecer un usuario de la Casa, han sido muchos de los voluntarios quienes me han reclamado, de manera sincera y con mucho pesar, la necesidad de ofrecerle algún tipo de despedida, acorde a su irrepetible personalidad y al cariño que había generado dentro de cada uno de nosotros.

Por eso era necesario cerrar el círculo, realizar una pequeña ceremonia, pero muy representativa de lo que significa Casa Abierta y en la que realmente se notaba la esencia de la labor que pretendemos desarrollar en ella. Estuvimos unas 20 personas, entre ellas varios compañeros, antiguos voluntarios… todos aquellos que lo queríamos verdaderamente como era. Lo despedimos como merecía y, al menos yo, descansé un poquito.

Lo que no sé cuánto tiempo me costará olvidarlo y asimilar su ausencia, espero que poco. Pero sí puedo ahora disfrutar de los recuerdos que tengo de él tan vívidos, como aquellas charlas de primeros de mes o las discusiones políticas que teníamos de vez en cuando: “jamás nos entenderemos, Rafa, tu eres republicano y yo de extrema derecha…”

Es curioso que incluso su muerte fue de una manera un tanto particular, puesto que falleció dos veces, ya que lo reanimaron y a los pocos minutos volvió a fallecer. Quiero creer que lo hizo para que la última vez que yo lo vi estuviera vivo, el tiempo justo que me dio para acudir a donde estaba cuando me avisaron.


Y porque él nunca hacía las cosas a medias…



lunes, 7 de julio de 2014

LA LOCURA

Está loco. Muy loco. ¿Para qué utilizar eufemismos? Habla solo. Lleva el pelo cortado de un modo inverosímil casi siempre. Con la ropa pasa lo mismo. Se le ve limpio y aseado, pero  en ocasiones lleva prendas superpuestas sin ningún orden ni sentido. Va solo, siempre solo, aunque lo veo cómo intenta entablar conversación con muchos. Pero pasan de él. No quieren saber nada. ¿Para qué? Está muy loco.

Aun es joven. Lo conozco desde que éramos niños. Jugaba con él y su hermano en la plaza de la Seo en mi pueblo, a la sombra de los plátanos, cerca de la Catedral, junto a un quiosco que jamás vi utilizar. Eran de familia bien, de clase bastante acomodada. Lo recuerdo como un niño normal, aunque yo trataba más con su hermano, Enrique.

Por eso se sorprende al verme por el Albergue. Intenta disimular, me cuenta que está de paso, que va a trabajar en tal o cual empresa. Me llama Luis, que es el nombre de mi hermano, con quien creo que me confunde. A veces lleva una guitarra eléctrica dentro de su estuche. Y tal vez eso diga mucho de lo qué le pasó. Se quedó trastornado de tantas rulas, de tantas pastillas, tanto speed. Todos avanzaron en la vida, pasaron etapas. Él se quedó enganchado y terminó, así, perturbado, como tantos otros, sin que nadie quisiera saber de él. Ni sus padres, ahora fallecidos, ni su hermano, ni nadie más de su familia. Tampoco sus amigos de correrías. Él se lo había buscado. Él fue quien no supo acabar la fiesta de su juventud y seguir tomando de todo, siempre al límite cada fin de semana, luego cada día. Hasta llegar a hoy. Y ahora solo le queda su locura y ni siquiera lleva la guitarra ya.

Le ofrezco ayuda. No admite nada de lo que le sucede. Se inventa que ha dormido en tal o cual sitio y que va al banco a hacer unas gestiones. Le reitero que si algún día se encuentra mal puede contar conmigo. Hay un sitio donde le pueden ayudar: El Encuentro. Tratan el trastorno mental de personas de la calle. Pero no me atrevo a explicárselo así. Sólo le digo que si en algún momento quiere apoyo yo le puedo decir dónde.

Es irónico, pero durante una temporada, se le veía errático, hablando solo como siempre y borrracho, bebiendo sangría de tetra brik muy cerca de ahí, de El Encuentro, a pocos metros del único sitio donde quizá le puedan salvar la vida. Pero él no quiere. Y no creo que haya nadie que quiera molestarse por él.

Qué complicado es todo, pero que sencillo es de ver. Está loco, pero no le puedo ayudar. Bebe al lado del Centro donde le podrían encauzar su vida de nuevo, pero no hay nadie que se esfuerce para que vaya allí. Habría que ingresarlo. Tendría que verlo un médico y certificar que no es dueño de sí. Y obligarle a que tomara algo. Pero eso no va a suceder. Al menos en Zaragoza.

Y yo me siento impotente. Y me molesta que se sienta “descubierto” cada vez que me encuentro con él en el Albergue  o por la calle. Porque no quiero que disimule su enfermedad, pero él sigue haciéndolo. Transmitiéndome normalidad, como si estuviéramos en nuestro pueblo, un sábado por la noche y nos encontráramos en la calle, tomando algo en la zona de bares.

A algunos se les llena la boca con aquello del Estado del Bienestar. Pero ahora, si no fuera por lo que están sacrificando muchas familias, otro gallo nos cantaría. Ellas son las encargadas de tapar todos los huecos que se van generando en estos tiempos tan difíciles. Pero cuando, como en el caso de este chico, la familia no está, se quedan como hombres de papel, a la buena de Dios, como un juguete del viento.

Quizá hasta que no suceda algo calificado como verdaderamente grave por el resto de nosotros, que realmente cometa una locura, pero una locura que nos afecte a nosotros, nadie haga nada. Entre tanto, seguirá solo, con su demencia, con su soledad. De albergue en albergue, de ciudad en ciudad. Disimulando cuando se encuentre conmigo y seguirá intentando hablar con todos y todos seguirán pasando de él, porque fíjate lo loco que está.


Y mientras, nadie hace nada…


Antiguo conocido de Casa Abierta

lunes, 26 de mayo de 2014

EL ENCUENTRO




Cada rincón de mi pueblo posee un poco de historia. Celtíberos, romanos, judíos… todos dejaron su huella en mi pueblo y por eso me gusta. Sobre todo la parte vieja, situada en la parte alta de la ciudad, está llena de antiguos vestigios de muchas culturas. Cerca de donde yo me crie, existe una puerta que hizo abrir Felipe II a propósito, rasgando la muralla que protege la ciudad, cuando quiso recortar los Fueros de los aragoneses. Para mí no pasan desapercibidos estos pequeños trocitos de historia que me ofrece mi ciudad en un tranquilo paseo por el barrio donde crecí.

Pero también es inevitable que cada recodo, cada plaza, cada arco de mi ciudad y sobre todo, del que fue mi barrio, me traslade a momentos felices de mi infancia, donde yo jugaba o pasaba las noches de verano, con los amigos, jugando al churrová o solamente juntándonos para reírnos y apurar las frescas noches, aquellas con ese olor especial a verano… O donde corría las vaquillas, siempre con miedo atroz y donde celebrábamos las verbenas en las fiestas de San Miguel, patrón del barrio.

Por eso, este domingo cuando me encontré con Ramón en este entorno, en mi barrio, muy cerca de donde yo crecí, me invadieron muchos sentimientos.

Me resultó extraño, que se unieran una persona de la calle que conozco hace mucho y cuya trayectoria sé perfectamente, con ese entorno tan especial para mí.

 “¿Qué haces tú aquí? ¿Y tú? ¿Es mi pueblo, recuerdas? Ah sí, es cierto Rafa, alguna vez lo comentaste…”

Podría haberme encontrado a cualquier otra persona sin hogar y no me hubiera extrañado, sé que algunos se dedican a ir por los pueblos, parando en cada uno de ellos y buscándose la vida, ya sea a costa de los vecinos, o de los curas de pueblo, que desde su desconocimiento siempre son profusos en sus ayudas. Y es normal.

Pero no, me encontré con él, con una persona de la calle muy significativa para mí. Y aún me parece inverosímil. Me contó que llevaba varios meses allí, que una amable familia cristiana, también con muchos problemas, le cedía una cama. Que él luego se buscaba la vida por el pueblo, más no podía hacer esa gente por él. Estaba muy agradecido.

Era por la mañana aun, todavía no había tomado su primer trago de alcohol, sus minúsculas pupilas lo delataban, pero aun así, me trató con cariño, amabilidad, humildad y tristeza. Jamás me deja de impresionar la tristeza que emanan algunas personas de la calle, es superior a mí…

Por eso lo extraño del suceso para mí, aparentemente trivial para cualquier otra persona. Por la mezcla de sensaciones, los sitios significativos de mi infancia y una persona cuyos intentos por salir del barro conozco perfectamente y también sus recaídas, una persona que he visto diariamente durante meses en el Albergue Municipal, luchando consigo mismo para tirar adelante. ¿Por qué me la tengo que encontrar ahí, a pocos metros de mi niñez, de mis noches de verano, de sitios cargados de tanta emoción para mí? ¿Y por qué él y no uno anónimo?

No tengo ni idea de por qué me suceden las cosas que me suceden. En este caso el contraste de sentimientos es tal, que todo se magnifica, se polariza, tanto lo bueno como lo malo. Tanto mis noches felices de verano con mi mejor amigo, como la tristeza y la vida de sufrimiento que lleva esta persona.

Porque si bebe está sufriendo, más allá de que tenga que esperar a octubre para volver a cobrar una pequeña paga. Y eso me duele mucho, demasiado. Porque creo que no lo merece y que ya tendría que estar descansando y siendo un poquito feliz. Pero así de perra es la calle y así de jodido es el alcohol. Solo deseo que ojalá se le pase pronto el tiempo hasta que pueda tener una situación mejor y tirar para adelante, como ha hecho otras veces.


Tarazona de noche
O tal vez no lo vuelva a ver jamás, no sé. Ya no sé nada, no entiendo nada…

domingo, 11 de mayo de 2014

EL SENTIDO DE LAS COSAS

En días como el de hoy le entiendo.

Días grises, con viento, la extraña y dulce amargura del domingo por la tarde, que te envuelve y te impide moverte, como una plomiza carga invisible que te pesa y, aunque sabes que desaparecerá, en este momento te agobia. Pero no te mata. Te deja despierto para que seas testigo del sinsentido que a veces tiene todo y que ya estás cansado de intentar desenmarañar.

La última vez que estuve con él lo vi triste, muy triste. Me lo decían sus ojos, su expresión de disimulada timidez fundida con una rabia contenida, casi imperceptible, pero que a mí me dio miedo. Como siempre. Porque siempre le he temido. Por su fuerza, su imprevisibilidad, su especial modo de entender la nobleza y el agradecimiento a aquellos que le han ayudado a salir adelante, a dejar la calle. Y el alcohol.

Porque tiene un alma fuerte, manos duras y tantas veces deformadas de peleas, mirada penetrante, fortaleza física y la sabiduría del que ha dormido durante años en el mismo banco, con la misma dignidad, y en contraste, con la misma humildad. Aquel banco que era lugar de reunión informal para unos pocos: los que se atrevían a estar no sólo con él, sino con sus borracheras.

Pero ahora es distinto, ahora está bien. Aunque esté triste.

No es la primera vez. La última vez que cayó a todos nos dolió, pero hoy, y sólo un poquito, le entiendo. No sólo hay que salir, hay que entender que nadie, sino tú mismo, es el ganador cuando sales de la cárcel de la calle.

Que nadie te va a felicitar, salvo la mano que te ayuda, y que a muchos, en el fondo, les ves en sus ojos el deseo que de caigas otra vez. Porque ellos no han podido o no han querido, pero en cierta medida te envidian. Y tú les envidias a ellos. No tienen responsabilidades, el maldito Cariñena, o la puta cerveza sabes que quitan toda inquietud de tu mente. Pero hay que aguantar, hay que tirar para adelante. Aunque cada mañana te cueste levantarte. Te preguntes para que te levantas. Sepas que vas a pasar el día solo. Que la mano que te ayudó no puedes cogerla todos los días para que te alivie un poquito de esa tristeza que siempre arrastras. Que hay que buscar otros modos. Con rabia, con decisión, con agresividad incluso, para no caer otra vez en las redes y la vacuidad de una vida que no merece ser vivida en un banco.

Quiero creer que esta vez será la definitiva. Porque lo estás haciendo realmente solo, por ti mismo, sin engaños, sin falsos horizontes. Y sabemos que te cuesta, que arrastras mucha calle y que ese peso no desaparece tan fácilmente. Y nadie lo entiende. Solo el que lo vive. Piensa que cada oportunidad fallada, no fue un fracaso, fue un desvanecimiento por falta de fuerzas. Que ahora es la buena. Porque huyes del sufrimiento y sabes que, aunque te esté costando una amargura continua, no hay otro camino. Y estás en él.

Hoy solo quiero que sepas que te entiendo un poquito. Porque el problema no es salir del barro. Si no saber vivir fuera de él. Haciendo que cada día tenga su pequeña recompensa, pero para ti, sólo para ti. Saber torear los días malos, aunque se encadenen semanas y semanas de apatía y sinsentido. Porque así es esta puta vida a veces. Para todos. Porque la única diferencia que hay entre tú y yo es que tú, como opción, aún tendrías el valor de tirarte otra vez a la calle, o dejarte caer, llámalo como quieras. Pero yo no tengo esa alternativa, porque soy más cobarde y porque, en tardes como hoy, tengo que seguir viviendo, me pese lo que me pese. Aunque sea incapaz de mover un dedo. Por eso me acordé de ti. Y por eso escribí estas líneas.


Tira para adelante, hazlo por ti. Que yo tiraré para adelanté y también lo haré por mí.


Torre de la iglesia de Belchite

domingo, 6 de abril de 2014

LA AMARGURA



Alí ha fallecido.

Hace meses que le había pedido permiso personalmente para escribir sobre él. Creía que su historia merecía ser contada. Él me lo permitió sin dudarlo. Me dijo que escribiera lo que quisiera, confiaba en mí. Pero yo me sentía incapaz de escribir una sola palabra sin su consentimiento. No le importó. Ni siquiera cuando le expliqué lo que significaba internet y que cualquiera podría leerla. Siguió consintiendo. Es más, me dijo que si necesitaba hablar con él para ampliar su historia, que lo hiciera. Ahora me fastidia no haberlo hecho. No me dio tiempo. Maldita pereza. Aun así la historia de Alí tal vez sea de las más intensas que he escuchado, y hace muchos años que lo conocí.

Amargura es la primera palabra que viene a mi mente cuando ahora lo recuerdo. Alí llevó gran parte de su vida una pesada carga sobre sus espaldas. Su mujer e hija fallecieron en un accidente de coche. Y él era el conductor. Creo que jamás llego a superarlo, pero no es esta amargura vital que le atormentaba lo único que se pueda contar de él, ni mucho menos. Su vida daría para un libro…

Recuerdo que fue la primera persona que expulsé de la Casa. Tomaba casi de todo y además se estaba tramitando él mismo el permiso de armas, siempre había sido cazador. Y era tremendamente conflictivo. Por eso decidimos expulsarlo. “El mundo es pequeño” me amenazó, susurrándome al oído, cuando salía por la puerta aquella noche, hace ahora diez años. Estuve realmente asustado durante una semana, hasta que me buscó para disculparse por aquella amenaza que, según él, no recordaba.

Pero aun así, siempre le tuve miedo. Incluso años después, cuando me lo encontraba por el la calle San Pablo o Conde Aranda, tirado en un portal, con la ropa completamente acartonada. O vagando por las aceras con la mirada perdida y una marcada expresión de amargura... ¡siempre esa amargura!

Hace dos años, volvió a incorporarse a la Casa. Su situación ahora era distinta. Había pasado por un delírium tremens salvaje (“veía una fila de pavos por la calle, Rafa”) y tuvo una prolongada estancia en el Hospital Provincial. Estaba más delicado de salud, pero todavía conservaba toda esa energía que transmitía con sus ademanes y su mirada. Decidimos probar con la esperanza de que esta vez, pasado tanto tiempo, se adaptase a vivir de manera más pacífica con el resto de usuarios de Casa Abierta.

Y entonces descubrimos al verdadero Alí. Cuántas veces habré escrito aquí que debajo de capas y capas de consumos y borracheras siempre aparece el ser, la esencia, el corazón de la persona, su alma… Y cuántas veces tengo que recordármelo.

Alí había sido camionero, de estos que atraviesan el Sáhara con varios remolques unidos uno tras otro. Todavía conservaba todos sus permisos de conducir en regla y los renovaba cuando correspondía. Confiaba en poder manejar de nuevo un camión. Creo que también conservaba el permiso de armas o de caza. Para él, tener todo en regla era fundamental. Siempre andaba preocupado por los papeles, ya fueran del médico o cartas que le reclamaban seguros antiguos de tantos coches como tuvo.

Descubrí esta vez a alguien cariñoso. Me parecía increíble, que ahora, después de tantos años, me permitiera auparlo, izándolo en el aire para sopesarlo, riéndonos juntos cuando le decía que estaba muy flaco. O que me permitiera llamarle “abuelo cebolleta” cuando cada mañana lo despertaba para que no se quedara retrasado en la cama, durmiendo siempre tapado hasta la cabeza. Repetía constantemente la palabra “humanamente” cuando se quejaba de algún incidente que le sucedía o simplemente cuando daba las gracias por algo. Yo siempre le repetía la misma palabra “humanamente” cuando me dirigía a él por otras cuestiones. Y el entendía la ironía fina y sonreía.

Era perro viejo. Conocía la calle como nadie. Me enseñó a reconocer como se repartían los territorios los camellos en las calles San Pablo y las Armas, dónde se vendía qué y a quién pertenecía cada esquina. Lo mismo me mostró de las calles del entorno del Albergue, aparentemente más tranquilo, pero cuyos oscuros negocios conocía perfectamente. Y creo que todo el mundo le respetaba, lo conocían desde hace muchos años.

Le gustaba hacer ganchillo. Igual tejía un gorrito, una funda para el móvil o una protección para el manillar de una bicicleta para el invierno. Tenía mucha habilidad y, aunque me lo ocultara, sé que algunas de las cosas que tejía las vendía por unos euros a algunos voluntarios. Con Ana, una de las voluntarias, compartía técnicas y se enseñaban diseños para aprender uno del otro.

Trataba con especial respeto a todos los voluntarios y cada día que estuvo les agradecía su compañía y su labor: “muy agradessssido señorrrita por su laborrrrr humanamente, que Dios la guarrrrde”.  Era muy sensible en ese aspecto. Lo mismo que se disgustaba y enfadaba, ahora ya como un niño, si yo le reprendía de manera enérgica por algún incidente con los compañeros.

No puedo negar que siempre conservó gran parte de su carácter, pero también  me resultaba sorprendente que cuando había algún otro usuario ingresado en el hospital, él iba a visitarlo, incluso le llevaba tabaco de estraperlo. Pero a mí no me lo contaba, no lo hacía por cumplir, sinceramente le salía de dentro, no era una impostura.

Sí, era cariñoso y educado, pero también, malhumorado, triste, listo, noble, negociador, generoso, elegante, organizado, embaucador, simpático y español, aunque haya nacido en Tánger, como él siempre matizaba.

Doy gracias porque su muerte haya sido durmiendo y sin darse cuenta. Así, cuando él crea que ha despertado, en realidad compruebe que por fin se ha  podido reunir con su mujer e hija después de tantos años de culpa y sufrimiento. Ese será su mejor despertar  y ahora seguro que ya descansa y no acarrea esa mochila llena de oscuridad, ansiedad y  pesados fantasmas que tantos años ha cargado por la vida.

Ojalá se entienda que esto que ha sucedido con Alí es la esencia de Casa Abierta.  Mágicamente, una vez que la estabilidad ha vuelto y una vida menos autodestructiva aparece, nos encontramos con el renacimiento de una persona, con una vuelta a la vida, a la dignidad, a la pertenencia, que se muestra tal y como es y se le acepta sin peros. Nos obsequian con una sonrisa o con una broma cuyo valor va mucho más allá que la mera gratificación puntual. Han tenido que volver a aprender a sonreír y no ha sido fácil, pero esa sonrisa no tiene precio. Y siempre descubrimos nuevas sonrisas en la Casa, ésa es la recompensa.En este caso podemos sentirnos orgullosos de que esta persona haya fallecido dignamente, acompañado y no haya sido en la calle, como ocurre en otros tantos casos. 

Que no se me olvide que mañana tengo que llamar al juzgado, a ver si por fin permiten su entierro y podemos despedirnos de él “humanamente”…

domingo, 16 de febrero de 2014

SOBRE EL PEDIR Y EL DAR

Me llamó la atención hace unos días, cuando, a las puertas de un hospital, una joven médico regalaba una manzana de su propio almuerzo a una gitana rumana que estaba pidiendo. Llevaba un cartelito con las fotos de sus hijos. Su tronco se balanceaba constantemente y su repetida y agotadora cantinela no hacía más que suplicar limosna con un tono de llanto también fingido y falso.

Y es que el tema de los que piden limosna pero son pobres fingidos viene de muy atrás. Poniéndome muy pedante, diría que del siglo XVI donde ya advertían de la picaresca y de la conveniencia de no dar limosna indiscriminadamente.

Hace un tiempo intenté contar a los que piden por el centro, pero me quedé a mitad de camino. Aun así, afirmaría que más de la mitad de los que se ven por las calles de Zaragoza son pobres fingidos, gitanos rumanos o de otra “franquicia” que van y vienen de otras ciudades.

Explotan las taras físicas, como aquél que parecía una araña porque doblaba las rodillas al revés de lo normal. Andaba como a cuatro patas. Daba grima verlo. Pero no le iba nada mal el negocio, sobre todo a los que lo explotaban, no a él precisamente. En media hora que le estuve observando, desde una distancia prudencial y disimuladamente, más de 15 personas le obsequiaron con unas monedas. La cuenta es fácil. También es cierto que monopolizan los mejores sitios de la ciudad, los que más afluencia de ciudadanos tienen y, por tanto, donde más posibilidades tienen de engañar al alma caritativa (o cándida) del que pasa haciendo sus compras despreocupadamente.

No creo que sea tan difícil distinguir realmente quién es una persona sin hogar que está pidiendo. Para saber que no es falso hay que percatarse de que su actitud es mucho más vergonzante y discreta, algunos que se sientan en la acera y ni se atreven a mirar hacia los viandantes, sólo lo hacen para decir gracias cuando oyen el “clin clin” de la moneda cayendo en el cuenco. También la mayoría de ellos tiene sus pertenencias al lado, en una mochila, de donde sobresaldrá, seguramente, una manta o un saco de dormir. Y sobre todo el calzado. Los pobres fingidos se descalzan, mostrando unos pies sin daños e incluso limpios, supongo que imaginan que creemos que van descalzos por la vida. Los realmente necesitados sin hogar muestran un calzado raído y machacado de tanto andar, con combinaciones extrañas de calzado y calcetines. Seguramente esta mezcla proviene de las carencias de los roperos…


Otro aspecto que nos permite distinguir a los sin hogar autóctonos y auténticos es “la metodología del pedir”. Si los fingidos tienen como método exclusivo el tumbarse en lugares céntricos mostrando a veces taras físicas los “verdaderos” disponen de más creatividad a la hora de ponerse a pedir limosna. Incluso algunos crean nuevos métodos. Últimamente se ha visto mucho por algunas aceras a personas postradas de tal manera que parece que adoran a una caja vacía de zapatos para que echen monedas, que tiene introducida una piedra para que no se la lleve el cierzo y que de manera escandalosa reclaman la atención de los viandantes con frases como “¡¡¡por el amor de Diosssss una ayudaaaaah!!!” pareciendo que les fuera la vida en ello. Juraría que conozco a quien inventó este método (y muchos de mis compañeros que trabajan con personas sin hogar lo saben). Todavía lo veo algunas veces utilizándolo. Por lo menos crea escuela y no se estanca en antiguos sistemas menos productivos…

También si vemos a alguien pedir “al parón” seguramente es una persona sin hogar. Hace falta mucho desparpajo para hacerlo así, no es un sistema fácil pero es de los más productivos. Consiste simplemente en ir caminando por paseos nutridos de gente pidiendo con la mano extendida a todo aquel que aparece en el camino de la persona que pide. Muchos ciudadanos, ante la incomodidad de lo incisivo de la súplica ceden más fácilmente y echan mano a la cartera para aportar algunas monedas. No son muchos los que utilizan este método, pero todos los que conozco están realmente necesitados.

Luego están los que ponen cartelitos en el suelo, algunos contando sus penurias. Otros, de manera más optimista, bromeando pidiendo dinero para unas vacaciones o un Ferrari  y algunos, exagerados, utilizando sábanas de 4x3 metros para que se lea “alto y claro” su petición de caridad. Muchos de ellos aclarando, por supuesto, que son españoles, o lo que es lo mismo” ayude usted al pobre autóctono antes que el sobrevenido, sea consecuente”.  Pero ojo, no debemos pensar que por el simple hecho de no ser españoles son fingidos o viceversa. Sabemos que casi la mitad de las personas de la calle son extranjeros.

También están aquellos que ofrecen algún tipo de objeto para su venta, como ceniceros hechos con latas de cocacola, incluso pendientes, mecheros, kleenex… Hay mucha variedad de mercadeo…

En el otro extremo de la problemática de la limosna están las personas que la dan. Generalmente son personas que se sienten compasivas ante la situación que proclaman los mendigos. Unas inducidas por un sentimiento cristiano de caridad entendida de una manera muy somera y que tal vez sólo buscan apaciguar su conciencia. Algunos otros son gente con buena voluntad que realmente creen que están haciendo una labor digna de elogio y que se sienten satisfechos de sus aportaciones, algunas de ellas periódicas. También hay personas de pronto fácil, que un día, sin saber ni cómo ni por qué, le dan cincuenta euros a una de estas personas, que haberlos haylos, pero pocos. Lástima, si no ya se habría acabado el problema o tendríamos la ciudad abarrotada de mendigos. Aunque creo que esto último sería lo más probable.

Y luego hay una categoría que merece explicación aparte: “las marujas asesinas”. Mujeres de edad entre los 50 o 60, generalmente de buena posición económica que apadrinan a una serie de personas de la calle de manera selectiva y que incluso los llevan a sus casas para que se duchen. También reparten periódicamente sus bolsas de bocadillos entre las personas de la calle que conocen de determinada zona. (Un día que yo estaba con mi chándal hablando con unos de la calle y pensando la buena mujer que yo era uno de ellos, me dijo que a mí no me correspondía bocadillo porque no me conocía: ¡Bendita Caridad!). 

Lo malo de todo esto, y hablo desde mi experiencia personal, es que generalmente son personas a las que es difícil hacer entender que su labor no contribuye a una mejora de la situación de la persona de la calle. Que dudan por principio del trabajo que hacemos desde los servicios sociales y que sólo ellas saben cómo ayudar a los (cuidadosamente elegidos) pobres de la calle, que “fíjate tú que nadie hace nada por ellos”.

No quiero aventurarme demasiado pero juraría que cierto tipo de desequilibrio existe en sus vidas para que se erijan en “paladinas” de las personas de la calle de una manera tan aleatoria, improductiva e incluso peligrosa (conozco a alguna que tuvo que dejar su afición por graves afecciones pulmonares contraídas vete tú a saber cómo). Pero no soy yo quien las vaya a hacer entrar en razón, ya lo intenté y me llevé mis buenos rapapolvos. Lo malo es que en algunas ocasiones interfieren realmente en la labor que realizan los servicios sociales que trabajamos con personas sin hogar por esa manera tan patológica de ejercer la caridad.

Hace poco una de las personas que llevaba años durmiendo en el mismo portal ha tenido que evacuar su posición y pasarse al túnel comercial de la acera de enfrente. Derriban el edificio.  Antes, tenía a su servicio a muchos de los vecinos que le aportaban comida, bebida, tabaco e incluso oí algún día decirle a una joven de la pizzería: “te quiero”. Hoy, estando a una distancia mínima de su anterior sitio, puesto que solo hay que cruzar el paso de cebra, no tiene a ninguno de esos vecinos tan dispuestos y colaboradores, su situación es mucho más precaria y apenas tiene un saco de dormir. Todo aquel entorno que tenía “apesebrado” a nuestro amigo ya no es capaz de cruzar el paso de cebra para seguir con su labor. Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué si ya no está en mi camino, en mi calle, en mi ruta para comprar el pan, en mi lugar de trabajo ya no es mi pobre? Es tan ilógico el sentido de propiedad de algunas personas que piensan “este es mi pobre” que no se dan cuenta del daño que pueden hacer. Aunque yo, sinceramente, me alegro de que su ayuda se haya acabado, así ahora sí que realmente los servicios sociales podrán hacer su labor y seguramente serán esos mismos vecinos que no se atreven a cruzar la calle quienes denuncien su “insostenible situación”.

Para terminar, solo quiero que se entienda que el ofrecer algún tipo de limosna a la gente que está en la calle es generalmente contraproducente y nada apropiado. Sé que algunos no lo entenderán así, pero es así como lo tengo que proclamar. Aquel que quiera ayudar que lo haga a través de algún servicio social o colaborando con las ONG’s que se dedican a ello.

Personalmente creo que la mejor limosna que podemos dar, sea quien sea el receptor, es un saludo, una sonrisa y unas pocas palabras de cariño, simplemente para que le demos algo que no se puede dar de otra manera: VISIBILIDAD.