domingo, 16 de febrero de 2014

SOBRE EL PEDIR Y EL DAR

Me llamó la atención hace unos días, cuando, a las puertas de un hospital, una joven médico regalaba una manzana de su propio almuerzo a una gitana rumana que estaba pidiendo. Llevaba un cartelito con las fotos de sus hijos. Su tronco se balanceaba constantemente y su repetida y agotadora cantinela no hacía más que suplicar limosna con un tono de llanto también fingido y falso.

Y es que el tema de los que piden limosna pero son pobres fingidos viene de muy atrás. Poniéndome muy pedante, diría que del siglo XVI donde ya advertían de la picaresca y de la conveniencia de no dar limosna indiscriminadamente.

Hace un tiempo intenté contar a los que piden por el centro, pero me quedé a mitad de camino. Aun así, afirmaría que más de la mitad de los que se ven por las calles de Zaragoza son pobres fingidos, gitanos rumanos o de otra “franquicia” que van y vienen de otras ciudades.

Explotan las taras físicas, como aquél que parecía una araña porque doblaba las rodillas al revés de lo normal. Andaba como a cuatro patas. Daba grima verlo. Pero no le iba nada mal el negocio, sobre todo a los que lo explotaban, no a él precisamente. En media hora que le estuve observando, desde una distancia prudencial y disimuladamente, más de 15 personas le obsequiaron con unas monedas. La cuenta es fácil. También es cierto que monopolizan los mejores sitios de la ciudad, los que más afluencia de ciudadanos tienen y, por tanto, donde más posibilidades tienen de engañar al alma caritativa (o cándida) del que pasa haciendo sus compras despreocupadamente.

No creo que sea tan difícil distinguir realmente quién es una persona sin hogar que está pidiendo. Para saber que no es falso hay que percatarse de que su actitud es mucho más vergonzante y discreta, algunos que se sientan en la acera y ni se atreven a mirar hacia los viandantes, sólo lo hacen para decir gracias cuando oyen el “clin clin” de la moneda cayendo en el cuenco. También la mayoría de ellos tiene sus pertenencias al lado, en una mochila, de donde sobresaldrá, seguramente, una manta o un saco de dormir. Y sobre todo el calzado. Los pobres fingidos se descalzan, mostrando unos pies sin daños e incluso limpios, supongo que imaginan que creemos que van descalzos por la vida. Los realmente necesitados sin hogar muestran un calzado raído y machacado de tanto andar, con combinaciones extrañas de calzado y calcetines. Seguramente esta mezcla proviene de las carencias de los roperos…


Otro aspecto que nos permite distinguir a los sin hogar autóctonos y auténticos es “la metodología del pedir”. Si los fingidos tienen como método exclusivo el tumbarse en lugares céntricos mostrando a veces taras físicas los “verdaderos” disponen de más creatividad a la hora de ponerse a pedir limosna. Incluso algunos crean nuevos métodos. Últimamente se ha visto mucho por algunas aceras a personas postradas de tal manera que parece que adoran a una caja vacía de zapatos para que echen monedas, que tiene introducida una piedra para que no se la lleve el cierzo y que de manera escandalosa reclaman la atención de los viandantes con frases como “¡¡¡por el amor de Diosssss una ayudaaaaah!!!” pareciendo que les fuera la vida en ello. Juraría que conozco a quien inventó este método (y muchos de mis compañeros que trabajan con personas sin hogar lo saben). Todavía lo veo algunas veces utilizándolo. Por lo menos crea escuela y no se estanca en antiguos sistemas menos productivos…

También si vemos a alguien pedir “al parón” seguramente es una persona sin hogar. Hace falta mucho desparpajo para hacerlo así, no es un sistema fácil pero es de los más productivos. Consiste simplemente en ir caminando por paseos nutridos de gente pidiendo con la mano extendida a todo aquel que aparece en el camino de la persona que pide. Muchos ciudadanos, ante la incomodidad de lo incisivo de la súplica ceden más fácilmente y echan mano a la cartera para aportar algunas monedas. No son muchos los que utilizan este método, pero todos los que conozco están realmente necesitados.

Luego están los que ponen cartelitos en el suelo, algunos contando sus penurias. Otros, de manera más optimista, bromeando pidiendo dinero para unas vacaciones o un Ferrari  y algunos, exagerados, utilizando sábanas de 4x3 metros para que se lea “alto y claro” su petición de caridad. Muchos de ellos aclarando, por supuesto, que son españoles, o lo que es lo mismo” ayude usted al pobre autóctono antes que el sobrevenido, sea consecuente”.  Pero ojo, no debemos pensar que por el simple hecho de no ser españoles son fingidos o viceversa. Sabemos que casi la mitad de las personas de la calle son extranjeros.

También están aquellos que ofrecen algún tipo de objeto para su venta, como ceniceros hechos con latas de cocacola, incluso pendientes, mecheros, kleenex… Hay mucha variedad de mercadeo…

En el otro extremo de la problemática de la limosna están las personas que la dan. Generalmente son personas que se sienten compasivas ante la situación que proclaman los mendigos. Unas inducidas por un sentimiento cristiano de caridad entendida de una manera muy somera y que tal vez sólo buscan apaciguar su conciencia. Algunos otros son gente con buena voluntad que realmente creen que están haciendo una labor digna de elogio y que se sienten satisfechos de sus aportaciones, algunas de ellas periódicas. También hay personas de pronto fácil, que un día, sin saber ni cómo ni por qué, le dan cincuenta euros a una de estas personas, que haberlos haylos, pero pocos. Lástima, si no ya se habría acabado el problema o tendríamos la ciudad abarrotada de mendigos. Aunque creo que esto último sería lo más probable.

Y luego hay una categoría que merece explicación aparte: “las marujas asesinas”. Mujeres de edad entre los 50 o 60, generalmente de buena posición económica que apadrinan a una serie de personas de la calle de manera selectiva y que incluso los llevan a sus casas para que se duchen. También reparten periódicamente sus bolsas de bocadillos entre las personas de la calle que conocen de determinada zona. (Un día que yo estaba con mi chándal hablando con unos de la calle y pensando la buena mujer que yo era uno de ellos, me dijo que a mí no me correspondía bocadillo porque no me conocía: ¡Bendita Caridad!). 

Lo malo de todo esto, y hablo desde mi experiencia personal, es que generalmente son personas a las que es difícil hacer entender que su labor no contribuye a una mejora de la situación de la persona de la calle. Que dudan por principio del trabajo que hacemos desde los servicios sociales y que sólo ellas saben cómo ayudar a los (cuidadosamente elegidos) pobres de la calle, que “fíjate tú que nadie hace nada por ellos”.

No quiero aventurarme demasiado pero juraría que cierto tipo de desequilibrio existe en sus vidas para que se erijan en “paladinas” de las personas de la calle de una manera tan aleatoria, improductiva e incluso peligrosa (conozco a alguna que tuvo que dejar su afición por graves afecciones pulmonares contraídas vete tú a saber cómo). Pero no soy yo quien las vaya a hacer entrar en razón, ya lo intenté y me llevé mis buenos rapapolvos. Lo malo es que en algunas ocasiones interfieren realmente en la labor que realizan los servicios sociales que trabajamos con personas sin hogar por esa manera tan patológica de ejercer la caridad.

Hace poco una de las personas que llevaba años durmiendo en el mismo portal ha tenido que evacuar su posición y pasarse al túnel comercial de la acera de enfrente. Derriban el edificio.  Antes, tenía a su servicio a muchos de los vecinos que le aportaban comida, bebida, tabaco e incluso oí algún día decirle a una joven de la pizzería: “te quiero”. Hoy, estando a una distancia mínima de su anterior sitio, puesto que solo hay que cruzar el paso de cebra, no tiene a ninguno de esos vecinos tan dispuestos y colaboradores, su situación es mucho más precaria y apenas tiene un saco de dormir. Todo aquel entorno que tenía “apesebrado” a nuestro amigo ya no es capaz de cruzar el paso de cebra para seguir con su labor. Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué si ya no está en mi camino, en mi calle, en mi ruta para comprar el pan, en mi lugar de trabajo ya no es mi pobre? Es tan ilógico el sentido de propiedad de algunas personas que piensan “este es mi pobre” que no se dan cuenta del daño que pueden hacer. Aunque yo, sinceramente, me alegro de que su ayuda se haya acabado, así ahora sí que realmente los servicios sociales podrán hacer su labor y seguramente serán esos mismos vecinos que no se atreven a cruzar la calle quienes denuncien su “insostenible situación”.

Para terminar, solo quiero que se entienda que el ofrecer algún tipo de limosna a la gente que está en la calle es generalmente contraproducente y nada apropiado. Sé que algunos no lo entenderán así, pero es así como lo tengo que proclamar. Aquel que quiera ayudar que lo haga a través de algún servicio social o colaborando con las ONG’s que se dedican a ello.

Personalmente creo que la mejor limosna que podemos dar, sea quien sea el receptor, es un saludo, una sonrisa y unas pocas palabras de cariño, simplemente para que le demos algo que no se puede dar de otra manera: VISIBILIDAD.