jueves, 15 de julio de 2010

LA HERIDA


Miguelete nunca me llama por mi nombre. Lo conozco hace años, pero, cada vez que me ve, se dirige a mí de manera distinta: Luis, Miguel, Antonio… aunque la más habitual es Jose, con acento en la o. Pasea habitualmente por el centro de la ciudad con varias bolsas de plástico colgando de su antebrazo. En cada una guarda cosas similares: en una comida, en otra revistas viejas y periódicos, en otra algo de ropa, juguetes, mecheros y cualquier chisme que atraiga su atención… a veces cosas inverosímiles. Una mano siempre la lleva protegida por un guante, sólo una, que normalmente es la que usa para fumar. Si no tiene para tabaco, cuenta con una pequeña cajita metálica de puritos donde guarda algunas colillas que aún sean aprovechables de las que encuentra en sus sitios estratégicos. A veces me las enseña y dice:

- Mira, Jose, es griiiiiiiiiifa, las cogí a unos jóvenes que la estaban fumando en un banco ¡Mira que caladas le doy, miraaa!- me revela con su voz ronca y grave, contándome su gran secreto.
- Eso son cigarrillos de liar, Miguelete, y no deberías fumarlos que así llevas el pecho y la voz –le suelo contestar yo. El sonríe y cambia de asunto rápidamente.

Generalmente me ha preocupado el tema de la higiene, pero en el caso de Miguelete es absoluta y completamente nula. La mugre cubre toda su ropa y la mayor parte de su cuerpo. En ocasiones es casi imposible estar a su lado. Para hablar con él, me tengo que mantener alejado dos o tres metros o, si sopla algo de cierzo y me sitúo estratégicamente, puedo estar más cerca y sostener una charla de unos minutos. De otra manera puede llegar a ser insoportable el olor que desprende. Tiene gran afición a mirar los contenedores y papeleras. De su contenido va seleccionando todo aquello que luego guarda en sus bolsas. Es curioso comprobar cómo tiene un lado del cuerpo con más mugre que la otra mitad. Lo mismo ocurre con su gorra, se aprecia un tono más oscuro y sucio en un lateral que en el otro:

- Tú siempre duermes de la misma postura ¿no Miguelete? -le pregunto.
- Sí, ¿cómo lo sabes, Juan? –se ríe asintiendo.
- Por tu ropa, la llevas más oscura en un lado. ¿Dónde duermes?
- ¡Bah! En cualquier portal, cada día en un sitio, en el primer rincón que encuentro, me tumbo, me encojo… me duermo enseguida –Me reconoce, bajando sus ojillos con falsa timidez, bromeando como un niño malo.
- ¿Qué te parece si te vienes conmigo al Albergue y te ducho como otras veces?
- Mañanaaaaaaaaaa, Luis, mañanaaaa te espero aquí mismo y vamos, hoy no puedo, me esperaaaan. –lleva diciéndome lo mismo meses.

Apenas se distinguen sus traviesos y enrojecidos ojos, entre la gorra, las cejas despeinadas, su barba pobladísima y recia, su piel arrugada y quemada por el sol, la mugre…es difícil apreciarlos. Miguelete es locuaz, zalamero y dicharachero, constantemente está sonriendo. Es muy agradecido y cariñoso, lástima que muchas veces lleve prisa, asegura que le esperan en algún lado, que ha quedado. No le importa dejarme con la palabra en la boca. Se aleja caminando rápido, arrastrando los pies y mirando inquieto para todos los lados. Siempre hace lo que quiere, lleva más de 40 años en la calle, ¡como para no hacerlo!

Los domingos por la mañana solía encontrármelo en el mercado de antigüedades de la Plaza San Bruno, allí tiene varios amigos que le invitan a almorzar y pasa parte de la mañana en un banco junto a ellos. Pero aquel domingo no estaba. Me extrañó. Hacía un frío terrible. Los azulejos mudéjares de la parte trasera de la catedral reflejaban con intensidad el sol de la mañana y, al pasar por la esquina recortada que da acceso a la plaza de la Seo, el cierzo se concentraba con increíble fuerza y casi no me dejaba avanzar. Creo que todo el viento de la plaza del Pilar busca su salida por ese estrecho acceso. Una vez capeado el pequeño vendaval, miré hacia la marquesina de la plaza del Pilar y, aunque estaba bastante lejos, reconocí a Miguelete sentado. Su barba y su gorrito oscuros lo hacían inconfundible. Por otra parte, llevaba un impermeable enorme y sucísimo que enseguida me permitió identificarle. Pero conforme me acercaba a él me iba dando cuenta de que algo no funcionaba bien. Miguelete estaba inmóvil, sentado, con las manos apoyadas en las rodillas, dos bocadillos envueltos y dos cafés con leche en vaso de plástico a su lado. Delante de él, en el suelo, dos periódicos nuevos del día y varias monedas encima, que, aparentemente se le habrían caído, eran todas monedas de un euro. Además Miguelete no se sienta jamás a pedir. Cuando estuve a su lado, le pregunté:

- ¿Qué tal Miguelete? ¿Cómo va todo? –yo intentaba valorar qué sucedía.
- ¡Bien, Antonio, Bien! Aquí leyendo la prensa –me contestó sin girar ni siquiera la cabeza, mirando al suelo, encorvado y con su cuello completamente rígido.
- ¿Seguro? ¿Te importa que mire tu cuello? ¿Te has caído?
- Nada Joooose, pero mira si quiereeeeees.

Como pude, con mucho cuidado y con la punta de los dedos, separé un poco el cuello del impermeable y el de su camisa y bajo su diminuta melena conseguí distinguir una herida incisa a lo largo de la parte trasera de su cuello, de varios centímetros de profundidad que literalmente le estaba guillotinando. Siguiendo con la vista dicha herida entendí qué la producía, puesto que por la parte delantera de su cuello surgía de repente de su carne un cordón de cuero con varias cuentas de plástico que apretaban peligrosamente su garganta. El cordel de cuero de un colgante lo estaba atravesando poco a poco cercenando su cuello por detrás, de tal manera que su misma piel volvía a cubrirlo haciéndolo invisible. Sólo era apreciable aquella incisión completamente infectada y que supuraba de tal manera que Miguelete, puesto que estaba echado hacia delante, tenía toda la parte delantera de su camisa y las solapas del chaquetón totalmente impregnadas de pus congelado por el cierzo.

- ¿No has ido al médico a que te miren el cuello? –le pregunté intentando disimular mi gran preocupación.
- No, no he ido, si es que no he podido Carlos, he tenido muchas cosas que hacer – me contestó totalmente incapaz de girarse y mirarme, quitando importancia, como siempre, al tema.
- Oye, ¿Qué te parece si llamamos a una ambulancia? Creo que esa herida está bastante mal. ¿Lo hacemos, Miguelete?
- Si, Enrique, llama, anda, llama, que si no no se me va a curar nunca… - Que Miguelete accediera a la primera, sin poner ningún reparo, cuando le propuse llamar a urgencias me preocupó más aún. Ahora tenía la certeza de que la herida era grave.

En dos minutos llegó ululando una ambulancia del Servicio de Salud. Iban tres jóvenes en ella. Les expliqué un poco quién era Miguelete y enseguida se hicieron cargo. También les anticipé lo grave que era su carencia de higiene, casi tanto o más que la propia herida. Tal vez pensando que yo exageraba, uno de los técnicos, una chica, se acercó rápidamente a comprobar la herida que les estaba contando, pero de inmediato se tuvo que apartar con disimulo, conteniendo como pudo sus ganas de vomitar. Realmente no era para menos. Luego montaron a Miguelete en la parte trasera de la ambulancia y se metieron con él los dos técnicos, el conductor se puso al volante. La furgoneta estaba sin arrancar todavía y no habían pasado cinco segundos cuando se volvieron a abrir las puertas correderas del vehículo y salieron rápidamente los dos muchachos buscando aire fresco. Miguelete me miraba risueño, todo contento desde dentro, sentado en un asiento y todavía encorvado: “Ven a veeeeeeeeeerme al hospital, eeeeeeh Joooooooose!”. Al final, decidieron abrir todas las ventanas de la ambulancia y la chica pasó con el conductor. Su compañero, más valiente, se situó atrás, cerca de una de las ventanas, acompañándole y por fin la ambulancia partió para el hospital con su alarmante sirena pidiendo paso.

A la semana siguiente me pasé por el hospital a visitarlo con una voluntaria. Lo encontramos recién duchado, todavía algo mojado, perfumado completamente con colonia de limón y vistiendo un pijama grandísimo para él, que apenas mide metro y medio. Le sobraba pijama por todas partes, estaba simpatiquísimo. Le habían cortado al cero todo el pelo de la cabeza y de la barba. Un apósito enorme cubría la parte trasera de su cuello y tenía sujeto a su muñeca un gotero que le suministraba antibióticos. Sonriente y cariñoso nos recibió, realmente se alegraba de nuestra visita:

- Hombre Jooooooose, qué alegría. Déjame que te cante una coplilla… “Me quitaron la libertaaaaaa, me pillaaaron robando en eeer sepuuuuuuuu” – empezó a entonar con un tono agudo, extraño para él, cuando entramos, dándonos así su bienvenida.
- Hola Miguelete. No hace falta que nos cantes. Mira he venido con una amiga. Se llama Irene.
- Encantado Maribeeel. ¡que amigas tan guapas tienes Carlos!
- ¿Qué tal estás? ¿Te tratan bien? –pregunté. La habitación era enorme y parecía recién estrenado todo. El hospital era nuevo.
- Síííí, son muy buenas todas las señoritas de este sitio ¿Es un hospital o algo así no, Jose? Se come muy bien. Todo es estupendo. Bueno, menos una médico… Me mira maaaaaaaal, seguro que fuma grifaaaaaaaa, pero yo me callo y no le digo nada.
- ¿Cómo va a fumar grifa una médico?, será que es más seria. ¿Tú te portas bien no? Haz todo lo que te digan las enfermeras, porque la herida que tienes no es moco de pavo ¿eh?
- Cómo lo sabeees Caaarlos, menos mal que me trajeron aquí, ahora a ver si puedo pasar aquí la Nochebuena, porque seguro que se cena de maravilla…
- Mira, te hemos traído “el Marca” para que estés al tanto del fútbol –lo abrió, lo hojeó un poco y a los dos minutos cabeceó quedándose dormido como si nosotros no estuviéramos allí…

Pasó la Nochebuena y la Navidad en el hospital. La Nochevieja y el Año Nuevo en el Albergue Municipal y los Reyes en el Refugio. Creo que hacía muchos años que no dormía tantos días seguidos bajo techo. Sinceramente, conociendo su mente inquieta y lo independiente que es Miguelete, creo que aguantó tanto porque de verdad se dio cuenta de la gravedad de su herida. Lo entendí un día que lo llevé a curar, permanecía completamente inmóvil y sumiso mientras la enfermera hacía su labor. Después volvió a la calle, a quedar con sus amigos, a buscar cosas por ahí, a pedir comida por los bares, a pasear sin descanso con marcha casi militar por todas las calles del centro de la ciudad. Me lo encuentro en repetidas ocasiones, pero creo que me tiene algo de recelo porque me relaciona con el agua:

- Hola Miguelete, ¿quieres que nos acerquemos a duchar al Albergue?
- Mañana, Jose, mañana, hoy no puedooo…
- Oye, en seguida habrá una cama libre en Casa Abierta, quieres venirte allí, algún día tendrás que dejar la calle, ya vas teniendo una edad –le bromeo
- ¡Mañana sin falta te espero en el patio del Albergue, Antonio!
- Nunca te acuerdas de mi nombre, ¡qué triste! Mira, para que te acuerdes, piensa que tiene dos veces la letra “a” y es el nombre de un cantante español muy muy conocido…
- ¡Perales!
- Da lo mismo, Miguelete, llámame Jose que es igual…