domingo, 11 de marzo de 2012

LO MEJOR QUE LE HA PODIDO PASAR

Quería escribir algo sobre Miguel. Porque falleció el pasado día 6. Porque era muy cariñoso conmigo. Por darle un significado a todo lo que he vivido con él. Desde que lo conocí. Desde que Lucía me dijo que le habían avisado de que en la plaza de toros había “uno de los míos”. ¡Como si los tuviéramos en propiedad!, vaya artificios del lenguaje…

En muchas ocasiones tuve muy claro que probablemente muriera pronto. Que aguantaría poco. Se iba deteriorando cada vez más. Cada ingreso y escapada del hospital le pasaban factura y perdía vitalidad, energía y consciencia. Siempre volvía a su sitio: los arcos de la plaza de toros. El lugar era ideal para él. Porque no molestaba ni a vecinos ni a viandantes, aunque dejara sus excrementos cada 20 metros, aunque sembrara las aceras con botellas vacías de cariñena que compraba en la panadería, tres cada día:

-¿Han visto hoy a Miguel?, es una persona que les compra vino y tiene traqueotomía.

- ¡Ah, el “mendi”! No, hoy no lo hemos visto.

El “mendi” lo llamaban, desagradable manera de identificar a una persona, por muy machacada que estuviera, por mucha porquería que arrastrara…

Era muy difícil hacerse entender con él. O que accediera a que le ayudaras en algo. Sólo pudimos bañarlo unas cuantas veces, en las duchas de San Blas. La botella de vino se la dejaba con él, en la ducha, para que no la perdiera de vista, para que se diera un trago de valentía antes de meterse debajo de la alcachofa. Un día aproveché que andaba completamente perdido por la plaza de la Magdalena, lejos de sus habituales derroteros. Iba con dos enormes melones que cargaba con mucho apuro. Como estábamos al lado del Albergue accedió a darse un remojón. Nos dejó los melones de regalo para la cena en Casa Abierta, pero rehusó una vez más la cama que le ofrecíamos.

En realidad solo estuvo tres días con nosotros, en Navidad. Pero se volvió a refugiar, como siempre, por la plaza de toros. Incluso he llegado a pensar que lo hacía como los elefantes cuando van a morir. Buscar un último sitio tranquilo, donde acabar sus días como mejor quisiera y donde menos le molestaran. Vuelta a sus botellas, a sus bocadillos de jamón prefabricados, a dormir entre varias mantas, edredones y montones de cartones…

Algunas veces nos lo encontrábamos tirado en medio de la acera. A pocos metros de donde tenía sus cosas. Incluso en fiestas del Pilar, rodeado de decenas de personas, permanecía tirado como si nada de aquella algarabía fuera con él. Y la multitud tampoco lo veía, al menos aparentemente. Su cerebro se iba quebrando cada vez más y ya ni él mismo entendía cuál era su situación ni quién era él. Solo quería beberse su buen cariñena y me reconocía que si moría allí mismo le daba igual. Tal vez era lo único que tenía claro.

Y casi sucedió así. Murió.  Pero por suerte no falleció en la calle, entre cartones y porquería, de un modo indigno o como un “mendi”. Porque no era un mendigo, jamás pidió. Y por eso su entierro fue apropiado, sin fastos, pero tampoco austero, porque se lo pagó él. Y porque dos docenas de personas que lo conocimos fuimos a despedirle.

Me he dado cuenta que la mayoría de los que se han enterado de su muerte, conociendo como lo conocían y la situación en la que estaba han asumido que es lo mejor que le ha podido suceder. Tendré que entender que para algunas personas, tal y como su situación es extrema y no hacen sino sufrir, la mejor solución es el descanso final. Descanso para él de una vida dura, solitaria y de autodestrucción y descanso para nosotros que lo conocimos, quisimos ayudarle y que nos sentimos impotentes adivinando el final que en definitiva se cumplió.