sábado, 12 de julio de 2014

ME FALTA

Sólo hace un mes que ha fallecido y aún me falta.

Me falta por la mañana, cuando bajo temprano a la Casa y él era el primero en darme los buenos días, aunque fuera sólo con la mano. Echo en falta que se cuele en el despacho, con la Casa aún a oscuras, para reclamarme, gruñendo, su paquete diario de tabaco y para preguntarme, como cada día que estuvo con nosotros, por el voluntario que vendría por la tarde. Los quería a casi todos. A su modo, un poco especial a veces…

Me falta en el patio del Albergue, donde siempre estaba sentado a la sombra, (“¿Rafa me buscas una silla?”), con su incalificable bolsa llena de cosas hasta los bordes y bebiéndose una lata de cerveza que habría colado, como siempre, sin que nadie se percatara y que la apuraba con disimulo.

Me faltan esas largas charlas que nos pegábamos camino del banco cada primero de mes. Y también me falta el gruñido con el que siempre obsequiaba al cajero cuando le decía lo que le quedaba en la cuenta, una vez sacada toda su pensión. Era en esas charlas cuando yo verdaderamente me daba cuenta de lo afortunado que soy y de lo irrepetible de esos momentos. Los disfrutaba especialmente, era muy consciente de ellos, porque sabía que algún día, como al final así ha sido, el tiempo me lo arrebataría de golpe, sin avisar y desgarrándome con su ausencia.

Me falta encontrármelo en la calle Arcadas, sentado en un ribete, bebiendo 6 u 8 latas de cerveza de manera compulsiva, antes de tener que entrar a cenar. Luego las latas vacías las apilaba una encima de otra en la ventana del comedor del Albergue para que ningún vecino le echara la bronca. Solía suceder si dejaba demasiados botes vacíos tirados por el suelo. Luego, un chico del Albergue se encargaría, como casi siempre, de apurar todos los restos de esas latas como único método de conseguir algo de alcohol cada día.

Me faltan las broncas mañaneras por su imposible carácter y por su tendencia a acumular objetos en su inseparable bolsa. Si tocaba limpieza se enfada muchísimo conmigo por tirarle “sus cosas”. Era lógico, eran suyas. Pero no era posible permitir que acarreara 40 yogures, 15 paquetes de chorizo o jamón, decenas de mecheros, 60 ó 70 cucharillas, vasos de plástico, centenares de servilletas de papel y 10 o 12 barras de pan, por si tenía hambre. Y, curiosamente, siempre un libro, que jamás leía, pero que no permitía que le faltara en su personal inventario. En alguna ocasión, cuando no contaba con mi posible “registro” una vez le confisqué 18 latas de cerveza: “No sé cómo se me ha pasado entrarlas, Rafa, se me ha olvidado completamente”. Siempre tenía excusa para estas tesituras.

Me falta su sonrisa. Esa sonrisa que volvió una vez se acostumbró a vivir con nosotros y a descubrir en los voluntarios y en el entorno del Albergue un lugar seguro donde poder vivir tranquilamente y haciendo, más o menos, lo que quería. Por eso se quedó. Y me encanta que esto sucediera, porque esa es la Esencia de Casa Abierta. Aunque no todo el mundo lo entienda.

Era difícil que no llamara la atención. Primero por su sus ademanes bruscos y desagradables, que no eran otra cosa sino producto del miedo que le producían las personas que no conocía y que le llamaban especialmente la atención, de las que quería saber algo más. Luego, con el tiempo, ese miedo y rechazo se convertía en cariño y apego. El gruñido se tornaba sonrisa. El mal gesto en caricia.

Es una lástima que muchas personas que lo trataron solo se quedaran en el primer escalón y no llegaron a conocerlo un poquito más a fondo. Porque, es curioso, ha sido uno de las personas de la Casa que más rechazo producía al principio y más estigmatizado estaba, pero a la vez, ha sido uno de los que más ha calado en todos los que componemos esta pequeña familia.

Una de las muertes que más ha dolido, y no sólo a mí. A todos que lo conocían verdaderamente y que soslayaban su mal humor y su inocua brusquedad. ¿Por qué siempre nos costará tanto mirar un poquito más allá de la apariencia y no intentaremos ver que siempre debajo de endurecidas capas de superficialidad se encuentra la esencia, lo básico, la persona, el alma, lo irrepetible?

Me ha sorprendido cómo esta vez, al fallecer un usuario de la Casa, han sido muchos de los voluntarios quienes me han reclamado, de manera sincera y con mucho pesar, la necesidad de ofrecerle algún tipo de despedida, acorde a su irrepetible personalidad y al cariño que había generado dentro de cada uno de nosotros.

Por eso era necesario cerrar el círculo, realizar una pequeña ceremonia, pero muy representativa de lo que significa Casa Abierta y en la que realmente se notaba la esencia de la labor que pretendemos desarrollar en ella. Estuvimos unas 20 personas, entre ellas varios compañeros, antiguos voluntarios… todos aquellos que lo queríamos verdaderamente como era. Lo despedimos como merecía y, al menos yo, descansé un poquito.

Lo que no sé cuánto tiempo me costará olvidarlo y asimilar su ausencia, espero que poco. Pero sí puedo ahora disfrutar de los recuerdos que tengo de él tan vívidos, como aquellas charlas de primeros de mes o las discusiones políticas que teníamos de vez en cuando: “jamás nos entenderemos, Rafa, tu eres republicano y yo de extrema derecha…”

Es curioso que incluso su muerte fue de una manera un tanto particular, puesto que falleció dos veces, ya que lo reanimaron y a los pocos minutos volvió a fallecer. Quiero creer que lo hizo para que la última vez que yo lo vi estuviera vivo, el tiempo justo que me dio para acudir a donde estaba cuando me avisaron.


Y porque él nunca hacía las cosas a medias…



lunes, 7 de julio de 2014

LA LOCURA

Está loco. Muy loco. ¿Para qué utilizar eufemismos? Habla solo. Lleva el pelo cortado de un modo inverosímil casi siempre. Con la ropa pasa lo mismo. Se le ve limpio y aseado, pero  en ocasiones lleva prendas superpuestas sin ningún orden ni sentido. Va solo, siempre solo, aunque lo veo cómo intenta entablar conversación con muchos. Pero pasan de él. No quieren saber nada. ¿Para qué? Está muy loco.

Aun es joven. Lo conozco desde que éramos niños. Jugaba con él y su hermano en la plaza de la Seo en mi pueblo, a la sombra de los plátanos, cerca de la Catedral, junto a un quiosco que jamás vi utilizar. Eran de familia bien, de clase bastante acomodada. Lo recuerdo como un niño normal, aunque yo trataba más con su hermano, Enrique.

Por eso se sorprende al verme por el Albergue. Intenta disimular, me cuenta que está de paso, que va a trabajar en tal o cual empresa. Me llama Luis, que es el nombre de mi hermano, con quien creo que me confunde. A veces lleva una guitarra eléctrica dentro de su estuche. Y tal vez eso diga mucho de lo qué le pasó. Se quedó trastornado de tantas rulas, de tantas pastillas, tanto speed. Todos avanzaron en la vida, pasaron etapas. Él se quedó enganchado y terminó, así, perturbado, como tantos otros, sin que nadie quisiera saber de él. Ni sus padres, ahora fallecidos, ni su hermano, ni nadie más de su familia. Tampoco sus amigos de correrías. Él se lo había buscado. Él fue quien no supo acabar la fiesta de su juventud y seguir tomando de todo, siempre al límite cada fin de semana, luego cada día. Hasta llegar a hoy. Y ahora solo le queda su locura y ni siquiera lleva la guitarra ya.

Le ofrezco ayuda. No admite nada de lo que le sucede. Se inventa que ha dormido en tal o cual sitio y que va al banco a hacer unas gestiones. Le reitero que si algún día se encuentra mal puede contar conmigo. Hay un sitio donde le pueden ayudar: El Encuentro. Tratan el trastorno mental de personas de la calle. Pero no me atrevo a explicárselo así. Sólo le digo que si en algún momento quiere apoyo yo le puedo decir dónde.

Es irónico, pero durante una temporada, se le veía errático, hablando solo como siempre y borrracho, bebiendo sangría de tetra brik muy cerca de ahí, de El Encuentro, a pocos metros del único sitio donde quizá le puedan salvar la vida. Pero él no quiere. Y no creo que haya nadie que quiera molestarse por él.

Qué complicado es todo, pero que sencillo es de ver. Está loco, pero no le puedo ayudar. Bebe al lado del Centro donde le podrían encauzar su vida de nuevo, pero no hay nadie que se esfuerce para que vaya allí. Habría que ingresarlo. Tendría que verlo un médico y certificar que no es dueño de sí. Y obligarle a que tomara algo. Pero eso no va a suceder. Al menos en Zaragoza.

Y yo me siento impotente. Y me molesta que se sienta “descubierto” cada vez que me encuentro con él en el Albergue  o por la calle. Porque no quiero que disimule su enfermedad, pero él sigue haciéndolo. Transmitiéndome normalidad, como si estuviéramos en nuestro pueblo, un sábado por la noche y nos encontráramos en la calle, tomando algo en la zona de bares.

A algunos se les llena la boca con aquello del Estado del Bienestar. Pero ahora, si no fuera por lo que están sacrificando muchas familias, otro gallo nos cantaría. Ellas son las encargadas de tapar todos los huecos que se van generando en estos tiempos tan difíciles. Pero cuando, como en el caso de este chico, la familia no está, se quedan como hombres de papel, a la buena de Dios, como un juguete del viento.

Quizá hasta que no suceda algo calificado como verdaderamente grave por el resto de nosotros, que realmente cometa una locura, pero una locura que nos afecte a nosotros, nadie haga nada. Entre tanto, seguirá solo, con su demencia, con su soledad. De albergue en albergue, de ciudad en ciudad. Disimulando cuando se encuentre conmigo y seguirá intentando hablar con todos y todos seguirán pasando de él, porque fíjate lo loco que está.


Y mientras, nadie hace nada…


Antiguo conocido de Casa Abierta