domingo, 27 de octubre de 2013

DOS HISTORIAS DE LA CIUDAD



Ángel. El parque. El barrio.


Todo el mundo en el barrio conoce a Ángel. Es difícil no hacerlo. Su gran envergadura, su rostro arrugado y curtido, su melena blanca y larga, recogida con una diadema forrada de rojo y negro, hacen que su estampa sea inconfundible. También lleva pendientes, dos aros grandes de plástico. Incluso desde lejos es difícil no verle. Siempre va con un carrito con toda su vida cargada en él, son cuarenta kilos, afirma. Siempre está por los mismos sitios. Siempre que queremos hablar con él apenas nos cuesta trabajo encontrarlo. Siempre está en el barrio, nunca sale de él. Seguro que aparece en un recorrido de quinientos metros. Lo que hay desde la puerta de la parroquia al quiosco del parque. Algunas veces nos lo encontramos en el bar del mercado tomando café, nos quiere invitar, nunca nos deja pagar. O está en el parque tomando el sol, “claro que no me importa que te sientes conmigo, tú eres amigo”. Así es él. Yo vengo a verle a él y pero es él quien hace que me sienta orgulloso de ser su amigo.
 Esta vez cuando fuimos a hablar con él estaba escribiendo. “Estudio idiomas” reconoce. Con letra de imprenta y perfectamente ordenados, en dos círculos concéntricos, tiene dos abecedarios completos escritos en una hoja de una pequeña libreta. “El truco es poner una letra de cada lista” nos confiesa. Recoge la libreta y nos da amablemente la mano. Ángel es cariñoso y noble. Transmite tranquilidad. Casi todo el mundo lo quiere en el barrio. Lleva más de 15 años allí, ¿quién no le va a conocer?
Ángel no tiene ninguna paga. Lleva años esperando que le paguen el desempleo, pero no desespera, siempre están a punto de pagárselo. Dice que le gustaría trabajar. Mientras, sobrevive con la ayuda de todos los vecinos. “Yo no pido nunca a nadie, pero si me lo dan lo cojo” afirma digno y serio. Para él si que importa el matiz. No es lo mismo.
En la puerta de la iglesia se sienta a ratos con absoluta naturalidad, a ver cómo van pasando las personas con sus prisas por comprar. Y así muchas mañanas, poco a poco consigue un poco de dinero. Se lo dan, no lo pide. Sólo hay que esperar. Dice que la comida se la compra él. Aunque reconoce que algún vecino le da embutidos o queso, incluso pollo rebozado. En las tiendas dice que no le dan nada. Si la temporada es mala ha tenido que mirar en el contenedor del supermercado, puede haber algo que merezca la pena y que sirva aún para comer.  Pero eso ocurre en raras ocasiones. Lo normal es que haga dos comidas al día y nos asegura que nunca ha pasado hambre.
Ahora come siempre cosas frías, que no necesitan cocinarse. Antes era distinto, cuando dormía en el antiguo túnel del tren, a cien metros del parque. Lo tiraron con las obras del AVE. Pero allí podía cocinar en su cazuela con un pequeño fuego, “no escribas fuego, pon lumbre, no vaya a ser que la policía lo lea y piensen yoquesé”. Le tranquilizo. Cuenta cómo en aquel túnel se estaba de maravilla, nadie le molestaba, y hacía una temperatura siempre agradable. Además podía montar la tienda de campaña que lleva en el carrito. Ahora se queja de que si quiere montarla, tiene que hacerlo tarde, pues si la ven se la pueden destrozar. Dice que se la tiran. Además si te vas la tienes que desmontar. Por eso ahora no la usa. Prefiere dormir debajo del quiosco, con unas mantas que tiene escondidas entre los setos del parque. Duerme debajo de una pasarela que cruza el estanque que rodea el quiosco. Lo recoge todo. Lo tiene limpio. Sólo deja como testigo de que ahí durmió alguien unos cartones que hacen de colchón, el suelo es duro.
“Soy fuerte” afirma reposadamente y con humildad. No tiene miedo de que nadie pueda hacerle algo en el parque, dice que si se meten con él les planta cara. Además la policía le conoce. Alguna vez le han robado algo o le han molestado por la noche, pero él resta importancia y otra vez su tranquilidad nos transmite que realmente es que no tiene miedo en absoluto. “La soledad es mala,  pero igual así nadie se mete contigo”. Otro compañero duerme también en el quiosco algunas noches, pero al otro lado. No le gusta que se le “pegue”, porque Julián se le “pega mucho” y Ángel dice no interesarle la gente que se pega tanto. Por algo será...
En el túnel se estaba bien, pero al parque también sabe sacarle partido. Nos cuenta que se levanta cuando se apagan las farolas, a las 6 en verano, a las 8 en invierno. La fuente la utiliza para lavar su ropa y asearse él todas las mañanas. Los setos son buenos para esconder cosas que no puedes llevar siempre encima, como las mantas. Nos reconoce sin rubor señalando unos setos que es ahí donde hace sus necesidades cuando la cosa urge. Hay otros que se ponen en cualquier lado y para nuestro amigo eso no está bien, hay que ser mirado para estas cosas y no ponerse en cualquier sitio, donde todos pueden verlo. Nunca ha dormido en un cajero, dice que la policía va y te echa de allí, “además perdí la cartilla”, y él no quiere problemas con nadie. Nosotros lo conocemos y sabemos que es así, nunca tuvo roces con ningún vecino, todo lo contrario. El día que Ángel no esté por los sitios de siempre al barrio le faltará algo. Es parte de él. Nosotros ya lo sabemos, los vecinos ya se darían cuenta. Seguro que lo echaban en falta.
Nos despedimos y lo dejamos que siga estudiando idiomas. Cuando ya me voy alejando me llama: “¡Ah¡ ¿sabes? Tengo móvil, pero aún no lo he cargado, ya te daré el número cuando pueda usarlo”. Curiosa época ésta en la que hasta Ángel tiene móvil…




Javier. Un cajero automático. Los sitios emblemáticos de la ciudad.


A Javier solemos verle caminar por cualquier zona de la ciudad, sin prisas, paseando con su mochila a la espalda y su limpia melena rubia suelta al viento. A simple vista parecería un turista más, ávido por conocer la ciudad y desentrañar sus secretos. Pero él mismo se define de otra manera mucho más cruda: “soy un indigente, un vagabundo, un pordiosero”, nos aclara con marcado acento maño. No lo parece. Tiene 40 años. Es joven todavía. Estudió humanidades y no acabó la carrera por dos asignaturas. Le encanta el griego, tiene nociones de árabe y japonés. Pero todavía dice estar estudiando el español, que califica de profundo, y “si no conoces tu propia lengua, mal puedes conocer otras”, nos explica. Duerme en un discreto cajero, cercano a la zona universitaria. Parece como si no quisiera desmarcarse de ese territorio de estudio y conocimiento, permanecer vinculado todavía a él. Además en verano puede darse vacaciones del cajero y  dormir tranquilo en sus zonas interiores de césped, la policía no entra. También este núcleo de escuelas y facultades constituye para él su particular cuarto de baño, conoce tan bien los horarios y las ubicaciones como para no tener problemas y solucionar así la cuestión del aseo.

Ahora se ha quedado solo en el cajero, su compañero ha ingresado en un centro para recuperarse, estaba muy mal nos confiesa. Pero a él no le importa. Al revés, es una abeja solitaria, así se autoproclama. Lleva todas pertenencias en su mochila. Ahora sólo tiene una manta, le hace falta un saco, se avecinan tiempos duros. Pero aún así nos cuenta que duerme bien sin miedo y madruga lo “justico” para que los de la limpieza del banco hagan su tarea. Dice que nunca le han robado, tal vez sea porque tampoco frecuenta ni zonas ni amistades conflictivas. Él prefiere las bibliotecas de la universidad y de la ciudad. Pasa mucho tiempo en ellas, en constante aprendizaje. Dice estudiar diccionarios especialmente, porque “trata de reflejarse a través del espejo de las palabras”.

Javier cuando puede viaja, sobre todo para conocer Aragón a fondo, Teruel, las Cinco Villas, el Moncayo… Pero por otra parte es un gran amante de Zaragoza, de la Zaragoza histórica que no todo el mundo sabe apreciar. Javier sabe distinguir cuáles son los agujeros de las fachadas de las iglesias producto de los cañonazos de los Sitios. A Javier, en su incansable pasear, le encanta ir a la cruz del puente de piedra, desde donde tiraron al río a los héroes de aquella guerra. Le absorbe la casa carcomida por balazos franceses de la calle del Pozo. Reconoce tener debilidad por la Seo y su retablo del siglo XV que tantas bodas reales adornó. Y en general todas las torres de Zaragoza, “Zaragoza es la ciudad de las torres, ¿Sabías?”. Prefiere, como no podía ser de otra forma hablando de Javier, “la Torrenueva, en mi imaginarium”.

Si hay algo característico en Javier y nos desengaña de que no hablamos con un  estudiante en viaje de estudios, es su ojo derecho. Lo tiene muerto. Una noche un desaprensivo, en un alarde de locura, le clavó un bolígrafo y así quedó. Cuando hacemos mención de ello, se carcajea: “casi nada lo del ojo ¿eh? Jajaja”. Se lo toma con filosofía, porque claro que Javier es un filósofo, nunca lo dudamos. Reconoce que el único problema de estrés que tiene ahora es la ansiedad que le provoca su propia dinámica mental. Tiene la mente inquieta Javier, aunque su aspecto sea apacible, sonriente y su trato muy amable, su interior no para de bullir.

Reconoce que come irregular, que es un desordenado, pero le resta importancia. Como al hecho de que de vez en cuando pase un día o dos sin comer. Saca un poco de dinero poniéndose a la puerta de ciertas iglesias, escogidas tal vez más por sus características arquitectónicas o su encanto que por la afluencia de más o menos feligreses generosos. Muy de cuando en cuando alguien va y le “suelta un billetaco de cincuenta euros que son maná del cielo”, como hizo su amiga Lola, una antigua amistad con la que hace poco coincidió.

Javier estuvo casado, va cada semana a casa de su antigua compañera con la que todavía mantiene relación y le permite lavar algo de ropa y descansar un poco de la calle. Además así puede ver a su hija, Sherezade (intuíamos que su nombre nos sorprendería), con la que tiene una estupenda relación. Él quiere a su hija.

Explica que tiene deseo de plenitud mental, que su situación de indigencia es casual y efímera. No va a permanecer más que el tiempo necesario así, lo que tarde en madurar su visión de la realidad que él dice transformar con la mirada. Javier está en permanente movimiento interior, buscándose, buscando al río que todos llevamos dentro y que fluye hacia el mismo Dios, como el río interior de todos. Si le escuchamos encontramos sentido a todo lo que comenta, como si nos hablara de fractales, de teorías de mecánica cuántica, de la Naturaleza… “Soy un cero, un absoluto, pero todos somos parte de lo mismo… somos amor”.

(Estas dos historias fueron escritas en octubre del 2.008. Ellos todavía permanecen por las calles de Zaragoza)