jueves, 20 de septiembre de 2012

COMO UN NIÑO.

No era extraño tener que llamar a los hospitales por la mañana para ver si José Miguel estaba en alguno, sobre todo en invierno. Otras veces era la misma policía quien lo acercaba al Albergue en su coche para que no se quedara dormido a la intemperie con las bajas temperaturas. Aquella mañana, sin embargo, me dijeron que había salido de urgencias a las 10 de la noche del día anterior pero extrañamente no había acudido a dormir.


Decidí ir a buscarlo. Tampoco se movía por amplias zonas de la ciudad. Sus 140 kgs y su dificultad para andar limitaban mucho su capacidad de desplazarse a los sitios. Por eso mismo enseguida lo encontré. Estaba en los porches del Paseo Independencia. Tiritando de manera alarmante, con la cabeza casi perfectamente embutida en el cuello de su anorak al que había subido totalmente la cremallera. Sólo se apreciaba su calva. Llevaba un apósito en la parte posterior de su brillante cabeza. Una herida más que añadir en la misma zona…

Como pude lo desperté, no sin asustarle. Siempre se sobresaltaba si lo llamaba por su nombre cuando estaba durmiendo en la calle. Muy dignamente, se puso erguido y aparentó normalidad, aunque la borrachera todavía no se había disipado del todo. Luego, creo que con la ayuda de un viandante, lo levantamos de la acera y nos dirigimos hacia el Albergue. Con la mano izquierda se apoyaba en su muleta, con la derecha se agarraba a mi brazo. Nos podría costar una hora un itinerario que normalmente cuesta 15 minutos. Pero no quise coger un taxi, quería que aprendiera la lección y se acostumbrara a llegar por su propio pie. No dijo nada durante todo el camino. Poco a poco su frente se perló de sudor aun con el frío de la mañana. Realmente le costaba caminar, llevaba varios días sin dormir en cama y después del batacazo y con toda la cerveza que aún llevaba en el cuerpo era normal que tuviera tanta dificultad. Incluso yo pensaba que había tenido suerte, pues en otras ocasiones era imposible hacerlo levantar y mucho menos caminar por el deplorable estado en el que me lo podía encontrar.

Ya cerca de Casa Abierta, en la calle San Agustín, me paré con él del brazo a saludar a un conocido de la calle a través de la verja de un bar que hace esquina. No duró más de dos minutos la conversación pero, cuando quise retomar la marcha con José Miguel del brazo, me di cuenta de que él, mientras yo hablaba, se las había apañado para bajarse la cremallera del pantalón y estaba orinando alegremente a mi lado, sin haber cambiado su posición, sin ningún pudor y poniendo una expresión de total tranquilidad en su cara. Poco le importaba. Sólo aliviarse. Tampoco se inmutó con mis reprimendas en voz baja para que no se percataran de la escena los que pasaban…

Ya cerca de la entrada a la Casa, un coche pasó por la estrecha calle al lado de nosotros. Nos apartamos un poco, dejándole paso. En ese momento José Miguel le increpó: “¡¡Cuidado no atropelles a mi amigo Dafa, eeeeh!!”. Me estremecí. No había abierto la boca desde que me lo había encontrado hacía más de una hora y tampoco era muy locuaz ni mucho menos excesivamente cariñoso. Pero entendí que era su manera de agradecerme, ahora que la larga caminata llegaba a su destino, que le hubiera ayudado y pudiera descansar por fin en su cama caliente. Esa muestra de afecto inesperada fue un estupendo regalo para mí.

Era como un niño. Creo que desde muy pequeño había vivido en un orfanato, tal vez por eso se había atascado en una eterna niñez y luego, de institución en institución, había ido creciendo en volumen y en años, pero nada más. Hasta que acabó en la calle.

Yo viví muchas experiencias con él. También fue de los primeros que conocí y tengo que reconocer que tenía debilidad por él. Tal vez al sentirlo vulnerable o por esa sensación de ternura que en ocasiones tenía la facilidad de transmitir.

Algunas noches, cuando yo apagaba las luces y me disponía a salir de la Casa me llamaba desde su cama:

- ¡Dafaaaaa!
- ¿Quééé? –respondía yo desde la puerta con la luces ya apagadas.
- ¡Tápameeeeeeee! –voceaba desde el fondo de la estancia.

Me acercaba, le arropaba y siempre le bromeaba como se le pueda hacer a un niño pequeño que quiere jugar un rato. Le tapaba la cara con las mantas y decía:

-¿Dónde está José Miguel?¡ No lo veo! ¿Dónde se ha metido? ¿Quién se lo ha llevado?

Él se desternillaba de la risa y su enorme cabeza se ponía roja carmesí de tanto reír. Luego le tapaba bien con las mantas, le daba un beso en su enorme frente y se quedaba sonriendo y dispuesto a dormirse en unos instantes… Como un niño.

Podría contar muchas más historias que compartimos. Como cuando nos comíamos un cucurucho de helado sentados juntos en la acera del paseo Independencia en pleno verano y nos miraban curiosos los viandantes. O como aquella vez que se quedó dormido en el hospital encima del mando que controlaba la cama y amaneció con el colchón totalmente plegado y asomando por cada lado un brazo y una pierna: “Parecía un Sandwich” se reía la enfermera… También tuvimos nuestros enfados. Un invierno que hubo que expulsarlo de Casa Abierta y durmió en el mismo banco incluso los días más fríos. Pero tal vez lo más duro fue que también me dejó de hablar durante aquella temporada. Iba a verlo con frecuencia y siempre me rechazaba, ni siquiera quería que le llevara un café caliente. Pero por suerte al final recapacitó y volvió con nosotros.

Hace dos años, gracias a mis compañeras, conseguimos que ingresara en una residencia donde estuviera mejor atendido. Sus caídas empezaban a ser muy frecuentes y yo ya era incapaz de traerlo todas las tardes a dormir, por sus borracheras y su grave dificultad para andar, cada vez más patente. Las primeras veces que fui a verlo a ese centro, sinceramente lo pasaba mal. El no hacía más que repetir: “¡Llévame contigo Dafa, quiero volver a la Casa Abierta, no me dejes aquí!”. Él quería volver a su libertad, a hacer lo que quería, a beber hasta caer en la inconsciencia, a que lo cuidaran los voluntarios y seguir siendo como “el pequeño de la Casa”. Pero no era posible. Durante muchos meses me sentí incapaz de volver a ir a visitarlo, aunque también entendí que era mejor que se olvidara un poco de todos nosotros, sobre todo de mí.

Este verano, con la ayuda de Roberto y Patricia, de JUCAR, me sentí con fuerzas para volver a encontrarme con él. No tenía yo claro que quisiera recibirme, después de tanto tiempo. Incluso temía que siguiera en las mismas y pretendiera venirse con nosotros. Pero tenía ganas de verlo, me sentía enormemente culpable por no haberlo visitado.

Al final nos acogió muy cariñoso a los tres, fue un alivio. Nos dio un fuerte abrazo a cada uno. Yo estaba feliz de verlo tan bien. Nos comentaron que estaba mucho más tranquilo y que se había adaptado bastante bien al centro, caminaba mucho mejor y que en ocasiones incluso bailaba. Al abrazarlo le dije:

- ¿Pero sabes quien soy?
- ¡Pues claro! -respondió él.
- ¿Y te acuerdas de cómo me llamo? -investigué
- Mmmmmhh, ¡no!, pero es igual, ¡estoy muy contento de que hayas venido a verme!

Estuvimos un rato hablando de cosas que él aún recordaba, voluntarios y trabajadores sociales por los que me preguntaba. Bromeamos sobre fútbol, siempre estábamos picándonos por ser de equipos rivales y aún lo recordaba. Me estuvo incordiando un rato, haciendo unas risas a mi costa. Enseguida tuvimos que marcharnos puesto que él tenía impaciencia por ir al baño cada 15 minutos y nuestra visita ya casi pasaba a un segundo plano…

Al darle un abrazo antes de irnos comprobé como desprendía un agradable olor a limpio junto con el típico aroma a colonia infantil. Justamente como lo que era, como un niño…

domingo, 9 de septiembre de 2012

NUEVOS VECINOS EN EL BARRIO

La primera vez que la vi fue un domingo por la mañana en mi portal. Estaba llamando a todos los timbres. Le pregunté si podía ayudarla en algo. Me dijo que quería hablar con todos los vecinos para pedirles una ayuda. Me comenta que viven en el bloque de al lado. Tienen a su hija pequeña enferma y hay que bajarla al hospital. Sólo pide para poder tomar el autobús. Le digo que llame al 061 y me responde que ya lo ha hecho pero que le explican que al ser un bebé tiene que acercarse con él a urgencias. Yo enseguida sospecho, la noto un tanto inquieta. Poco a poco empiezo a encajar la situación. Y no porque lleve un puntito azul tatuado en un pómulo. Le digo que tal vez si llama otra vez consiga que acudan a atender a la criatura a su domicilio. Además le muestro mi extrañeza por hacer querer reunir a todos los vecinos sólo para pagar un par de billetes de autobús urbano. Ella empieza a mostrarse huidiza y al final me despido de ella deseándole suerte y haciendo hincapié en que vuelva a llamar al servicio de urgencias.

Sin quererlo voy a empezar a encontrármela muy a menudo. Semanas más tarde la veo durmiendo profundamente sobre una manta en un parterre cercano. A su lado hay un hombre dormido, también varias bolsas con ropa y una silla de ruedas. Están al lado de un pequeño espacio de arena donde juegan los niños mientras las madres chismorrean en los bancos. Mal lugar han elegido para echarse la siesta. Creo que los han debido de sacar del piso donde estaban, son demasiados los bultos que llevan para poder desenvolverse en la calle y se distinguen algunos enseres domésticos sobresalir de algunos fardos.

Días más tarde compruebo que han empezado a pedir en las escaleras de la iglesia que hay al final de mi calle. Tienen una manera peculiar de hacerlo. Alborotan y proclaman a todos los que pasan que tienen una niña y que hay que alimentarla, pero a la vez su soniquete gangoso y cansino y su aspecto medio adormilado delatan que tal vez lo que tengan que alimentar no sea una hija sino otro tipo de necesidad. Me resulta curioso cómo utilizan la palabra “donativo”, no limosna ni caridad, y su actitud exigente. Supongo que será un método como otro cualquiera. Él está en la silla de ruedas con la mano extendida, ella sentada en los peldaños de la escalera junto a unas bolsas y una botella de leche.

A la vuelta de la esquina hay otra escalera que también pertenece a la iglesia, pero que da a una puerta que está siempre cerrada. Además esa calle es más discreta. Al final de la escalera veo sus bultos. Ya son menos, han reducido su número seguramente por no poder con todo. Creo que por la noche acuden a dormir a un parque cercano con grandes zonas de césped. Ahora se echan la siesta allí arriba, al final de la escalera, y poco a poco se va notando su presencia habitual. O tal vez soy yo que me fijo demasiado: Un día dos cascos de cerveza vacíos; otro, un botecito vacío de metadona lanzado con fuerza entre los coches; un blíster de válium tirado junto a un árbol…

Pero me doy cuenta que en la otra escalera, en la de la iglesia, donde tienen que currárselo cada día, tienen más cuidado. Además a ella la veo duchada muchos días, los vecinos les ayudan. Incluso alguna tarde, cuando no han tenido tiempo de volverse a su “refugio” a la vuelta de la esquina, veo a varias vecinas preocupadas inclinadas hacia ella porque está inconsciente tirada en la escalera.
La policía ha venido varias veces. Lógico. Un día, cuando aún cargaban con demasiados bultos, decidieron “acampar” en medio de la acera, extendiendo sus mantas junto a unos contenedores y muy cerca de la puerta de un colegio donde habitan religiosas. Es verano y no hay niños, pero es igual. Un coche patrulla tardó pocas horas en venir y los días siguientes los volví a ver al final de esa discreta escalera donde no molestan “demasiado”. Otra noche también aparecieron dos coches de la nacional, creo que ella andaba muy desorientada entre los coches aparcados. No me extraña, esa noche, media hora antes, se me había cruzado a mi de manera repentina cuando buscaba aparcamiento.

Me paro a pensar y compruebo que por donde yo vivo hay varias personas ejerciendo la mendicidad. Son demasiados para dos calles, el barrio no es muy céntrico pero tal vez sí influya que es bastante populoso y hay mucho movimiento de personas durante el día por esa zona. Hay un rumano tocando el acordeón en la esquina. Lleva más de cinco años aunque a veces desaparece durante meses. Siempre vuelve. Sólo toca un breve pasaje de una canción típica que, a fuerza de ser siempre el mismo, casi resulta hiriente. En el supermercado cercano también hay un subsahariano en la puerta vendiendo “La farola” que siempre pide para comer. En la plaza cercana dos jóvenes rumanas bastante avispadas asaltan a los vecinos ofreciéndoles un paquete de pañuelos de papel. A mi me producen algo de desconfianza. Temo por algunos de los abuelos que toman el sol en los bancos cercanos. Y hace poco descubrí también pidiendo en la puerta de la iglesia a un chico joven muy sucio y desaliñado. Creo que ni recuerda su nombre. Tendrá unos treinta y tantos y duerme en otro parque cercano. Algunas mañanas me lo he encontrado semidormido y apenas vestido acudiendo hacia el barrio para conseguir algo que desayunar. Va arrastrando los pies. Este es el que más preocupación me produce. He intentado hablar con él en alguna ocasión pero casi siempre me rechaza, aunque siempre me devuelve el saludo…

Hace dos semanas me di cuenta de que ella se había quedado sola pidiendo en la puerta de la iglesia. A él lo vi en el patio del Albergue, en su silla de ruedas y con un brazo vendado. Tal vez discutieran o simplemente se haya tomado un descanso. Ella está menos vital, más apagada, más triste. Pero sigue la misma rutina todos los días: ducha en casa de algún vecino, pedir, colocarse, echarse la siesta en el pequeño refugio, bajarse al parque a dormir…

Hasta cierto punto me resulta llamativo cómo poco a poco se ha integrado esta pareja en la vida diaria del barrio. Cómo los vecinos les dan dinero, comida, ropa, permiten que se duchen y se preocupan si los ven desvanecidos. Digo esto porque yo mismo he percibido cómo estas personas que viven en la calle con un alto consumo de pastillas o drogas y que ya están bastante pasados de vueltas son los que más rechazo producen. Entre los ciudadanos y también entre las mismas personas sin hogar. El aspecto de muchos de ellos es similar: cara chupada, delgadez extrema, espalda encorvada y una expresión perdida en la cara. Suelen ir siempre con el paso precipitado por el ansia de conseguir cuanto antes su veneno. Y no niego que algunos sean un tanto impertinentes o cansinos en su afán de pedir o sacar algo de los que se encuentran en su camino.

No sé cuánto tardarán los vecinos en cansarse de ellos y empezar a aislarlos. Tal vez no ocurra así, ojalá. Porque creo que son los que más ayuda necesitan. Por muchas razones. Porque están atrapados en el cepo del consumo salvaje de pastillas o lo que sea, que les deja sin vida. Por el sufrimiento que te transmiten, ese desasosiego permanente. Tienen, como dice un buen amigo, el alma enferma, muy enferma. Es muy complicado salir del barro en el que se hayan inmersos, pero más complicado resulta si se les pisa la espalda con aversión, desprecio e ignoracia.

El otro día la saludé al pasar al lado de su lugar de descanso, sentada al final de la escalera, tomándose tranquilamente un litro de cerveza. Me devolvió el saludo cariñosamente y me dijo: “¿Qué tal va la pierna? ¿Vas mejorando?”. Me resulta chocante, porque era la primera vez que hablaba con ella y ya he recibido una pequeña muestra de cariño. Nadie es tan pobre que no te pueda regalar una sonrisa…

jueves, 7 de junio de 2012

YO QUIERO SOLO BESOS

Podría parecer que los dos pequeños episodios que voy a relatar son intrascendentes. Para mí no. En absoluto. Y no por la carga emocional que puedan transmitir sino por el contraste que aportan. Y porque reflejan lo apasionante que resulta trabajar con personas sin hogar. Además, porque por estos "pequeños detalles” entendí que mi trabajo me reclama un aprendizaje continuo que estoy obligado a seguir y nunca dejar de estar atento. Ni mucho menos subestimar todo el potencial y la gama de matices que cada persona que sufre en la calle puede esconder detrás de una apariencia de apatía, abandono, desidia e incluso suciedad…

Tengo dos imágenes grabadas en mi memoria de cuando conocí a estas dos personas en la calle.

Abel me llamaba la atención por su mirada, entre atormentada y asustadiza. La expresión de su boca transmitía un extraño amago de sonrisa que todavía agudizaba más esa sensación de tristeza y desamparo. Me lo encontraba por el entorno del Albergue, siempre despeinado, con barba de varios días, su brazo inútil doblado en un anormal gesto y el sano agarrando unos pantalones que se le escapaban por falta de cinturón. Siempre me miraba un instante y luego bajaba la vista al suelo. A mí no me resultaba indiferente y me decía a mí mismo que algún día debería hablar con él. Siempre mi maldito miedo a los primeros contactos con las personas de la calle, cuántas veces me arrepiento…

Con Pedro me solía cruzar por la calle San Miguel. Llevaba varias bolsas de plástico en la mano, generalmente iba pidiendo “al parón” a todos los peatones con los que se cruzaba. Su peculiar andar, sus pies marcando las diez y diez, su voz intensamente nasal y chillona y su gran envergadura hacían difícil no fijarse en él. Bien peinado pero con los pantalones casi siempre manchados. Seguramente por la incontinencia producto de una vida al límite cada día intentando sobrevivir en la calle: tomando de casi todo y comiendo de casi nada… Yo lo conocía de hacía años y tal vez por eso lo que más me preocupaba era su gran deterioro y la situación crítica a la que estaba llegando. Tampoco me atrevía a hablar con él, mucho menos cuando estaba pidiendo. Ese nunca es un buen momento.



I



Una tarde entro en Casa Abierta y son varios los usuarios que ya se han duchado. Hoy toca que venga Jesús, el auxiliar, a ayudarnos con el tema del remojón. Veo que Abel está todavía con la cabeza húmeda y la ropa que lleva es toda limpia. Está un poco cabreado por algo, pero bueno, no le doy más importancia, siempre está así. Tiene un carácter difícil, pero en realidad es a días. Se mueve de un lado a otro de la estancia, portando su cenicero en una mano y arrastrando los pies como siempre. Ni siquiera me mira cuando entro. Yo para bromearle me acerco, le miro de arriba abajo y le digo con la voz elevada para que reaccione:

- ¡Pero que tío más guapo, madreeeee! ¡Si parece Alaindelón! ¡Damee un besooo andaaaaaa! –intento abrazarlo pero me esquiva con un gesto despectivo.

- ¡Que cosas tienes, déjame en paz, anda, que tengo muchas preocupaciones! –pasa de largo y se dirige a tumbarse a su cama como siempre, ignorándome completamente.

Yo no le doy mas importancia al hecho de que actúe así. En realidad demasiado bien se ha adaptado a Casa Abierta. Costó bastante que se incorporara al grupo y permaneciera de manera estable viviendo con nosotros.

Más tarde yo ya me he olvidado del tema y estoy sentado en el sillón del despacho de los voluntarios. Aparece por la puerta sin decir nada. Arrastrando los pies como siempre, se aproxima a mí, extiende su única mano útil, ennegrecida por el tabaco y con alguna falange de menos, acerca mi mejilla a la suya y me regala un beso inesperado.

- ¿Pero qué haces Abel? ¿A que viene esto?

- ¿No me has pedido un beso antes? Pues ahí lo tienes, ¡que te quejas de todo Rafa!



II



Los domingos por la mañana me quedaba con Pedro hasta que terminaba de desayunar. En parte porque no se demorara demasiado y saliera a la hora y también porque era de los pocos ratos durante la semana que podía compartir un rato distendido con él y hablar un poco de todo. Algunos días incluso nos contábamos chistes o él me contaba experiencias de su agitada vida pasada.

Un domingo, mientras Pedro se peleaba con el envoltorio de los pasiegos, me llamó mi madre al móvil. Después de hablar con ella unos minutos y como conoce a casi todos de la Casa por mis referencias, me envió un par de besos para Pedro, sabedora de que estaba con él esperando que acabase su desayuno.

- Pedro, mi madre te manda dos besos –le digo indiferente, mirando el móvil para apagarlo y ver la hora.

- ¡Ah bueno, pues dámelos, claro! –responde con tranquilidad.

- ¿Cómo que te los dé? –le pregunto sorprendido. No me esperaba esa actitud.

- No te ha dicho que me des dos besos, pues me los tienes que dar – me dice totalmente serio, explicando su incuestionable lógica.

- Vale, vale –le digo impotente, me acerco y le doy un beso en cada mejilla…

- ¿Ves? Ya está. Si tu madre me manda dos besos tu me los tienes que dar, tampoco es tan difícil Rafa.

- No, no, tienes razón – yo sigo pensando que me ha pillado completamente desprevenido y que para él es completamente razonable, esta muy serio y no me bromea en absoluto. Juro que por un momento dudé…





Es difícil explicar, para los que no conocen a estas dos personas lo significativo que son estas pequeñas muestras de afecto, puesto que ambos eran perfiles muy huraños y complicados y que, antes de entrar en Casa Abierta, su situación era de las de mayor aislamiento, con apenas relaciones ni siquiera con otras personas de la calle. Por eso me resulta curioso que precisamente ellos tengan estos gestos espontáneos de cariño. Pero creo que no es casualidad. Tampoco es casualidad que ahora se les vea sonreír de vez en cuando. Y no soy el único que lo ha notado…

domingo, 11 de marzo de 2012

LO MEJOR QUE LE HA PODIDO PASAR

Quería escribir algo sobre Miguel. Porque falleció el pasado día 6. Porque era muy cariñoso conmigo. Por darle un significado a todo lo que he vivido con él. Desde que lo conocí. Desde que Lucía me dijo que le habían avisado de que en la plaza de toros había “uno de los míos”. ¡Como si los tuviéramos en propiedad!, vaya artificios del lenguaje…

En muchas ocasiones tuve muy claro que probablemente muriera pronto. Que aguantaría poco. Se iba deteriorando cada vez más. Cada ingreso y escapada del hospital le pasaban factura y perdía vitalidad, energía y consciencia. Siempre volvía a su sitio: los arcos de la plaza de toros. El lugar era ideal para él. Porque no molestaba ni a vecinos ni a viandantes, aunque dejara sus excrementos cada 20 metros, aunque sembrara las aceras con botellas vacías de cariñena que compraba en la panadería, tres cada día:

-¿Han visto hoy a Miguel?, es una persona que les compra vino y tiene traqueotomía.

- ¡Ah, el “mendi”! No, hoy no lo hemos visto.

El “mendi” lo llamaban, desagradable manera de identificar a una persona, por muy machacada que estuviera, por mucha porquería que arrastrara…

Era muy difícil hacerse entender con él. O que accediera a que le ayudaras en algo. Sólo pudimos bañarlo unas cuantas veces, en las duchas de San Blas. La botella de vino se la dejaba con él, en la ducha, para que no la perdiera de vista, para que se diera un trago de valentía antes de meterse debajo de la alcachofa. Un día aproveché que andaba completamente perdido por la plaza de la Magdalena, lejos de sus habituales derroteros. Iba con dos enormes melones que cargaba con mucho apuro. Como estábamos al lado del Albergue accedió a darse un remojón. Nos dejó los melones de regalo para la cena en Casa Abierta, pero rehusó una vez más la cama que le ofrecíamos.

En realidad solo estuvo tres días con nosotros, en Navidad. Pero se volvió a refugiar, como siempre, por la plaza de toros. Incluso he llegado a pensar que lo hacía como los elefantes cuando van a morir. Buscar un último sitio tranquilo, donde acabar sus días como mejor quisiera y donde menos le molestaran. Vuelta a sus botellas, a sus bocadillos de jamón prefabricados, a dormir entre varias mantas, edredones y montones de cartones…

Algunas veces nos lo encontrábamos tirado en medio de la acera. A pocos metros de donde tenía sus cosas. Incluso en fiestas del Pilar, rodeado de decenas de personas, permanecía tirado como si nada de aquella algarabía fuera con él. Y la multitud tampoco lo veía, al menos aparentemente. Su cerebro se iba quebrando cada vez más y ya ni él mismo entendía cuál era su situación ni quién era él. Solo quería beberse su buen cariñena y me reconocía que si moría allí mismo le daba igual. Tal vez era lo único que tenía claro.

Y casi sucedió así. Murió.  Pero por suerte no falleció en la calle, entre cartones y porquería, de un modo indigno o como un “mendi”. Porque no era un mendigo, jamás pidió. Y por eso su entierro fue apropiado, sin fastos, pero tampoco austero, porque se lo pagó él. Y porque dos docenas de personas que lo conocimos fuimos a despedirle.

Me he dado cuenta que la mayoría de los que se han enterado de su muerte, conociendo como lo conocían y la situación en la que estaba han asumido que es lo mejor que le ha podido suceder. Tendré que entender que para algunas personas, tal y como su situación es extrema y no hacen sino sufrir, la mejor solución es el descanso final. Descanso para él de una vida dura, solitaria y de autodestrucción y descanso para nosotros que lo conocimos, quisimos ayudarle y que nos sentimos impotentes adivinando el final que en definitiva se cumplió.


viernes, 10 de febrero de 2012

TRAPISONDAS

Me he topado con ella varias veces por la parte vieja de la ciudad. Es una mujer de unos cincuenta y pocos años. Creo que es de posición acomodada. Al menos esa sensación me da por su aspecto cuidado y su manera de vestir. Pero, al mismo tiempo, hay algo que no encaja. Acarrea un carrito de la compra forrado con tela a cuadros. También lleva guantes de fregar muy gruesos para protegerse las manos y un delantal de pescadero. El carrito está lleno de comida para pájaros y pan desmigado.

Supongo que fueron sus gestos nerviosos, su frenético ritmo caminando y verla esparcir ese pienso de manera agitada lo que me llamaron la atención. Si no, hubiera pensado que era una señora más que vuelve de hacer la compra. Pero un día estuve observándola unos minutos. Cubría literalmente la plaza de san Braulio con esa mezcla de alimento para pájaros. Parecía una posesa. Miraba todas las esquinas y, a modo de insólita sembradora urbana, iba tapizando de alpiste la totalidad de la plaza, poniendo especial cuidado en aquellos rincones donde ella presumía que los pájaros y palomas buscarían algo que llevarse al buche.

Me dio que pensar. Al principio imaginé que tal vez estuviera un poco trastornada. Pero luego me dije que quién era yo para juzgar cuál era su situación mental. Lo que sí me resulta evidente es que esta mujer había decidido emplear un porcentaje elevado de su tiempo y energías en cuidar a los pequeños gorriones y palomas de nuestra ciudad. El peso del alpiste que transporta indica que el área que cubre no debe de ser reducida precisamente. Además me la he vuelto a encontrar en otras pequeñas plazas de la zona.

Creo que ha hecho de esta práctica un modo de vida. Intuyo que está sola. O su vida esta teñida por la tristeza. No lo sé, tal vez me equivoque. Pero sus gestos, la expresión perdida de sus ojos y su rabioso afán de cubrir de comida cada recoveco de las calles eso me transmiten. Quiero imaginar, y tal vez sea muy osado, que quizá esta buena señora, desengañada de las personas, ha decidido “adoptar” a las aves del centro. Quién sabe. Igual es que todo son cábalas mentales mías y que elucubro demasiado sobre la vida de los demás…

El hecho de saber de esta mujer me hizo recapacitar. Me di cuenta que conozco a más personas en una situación similar a la de ella y seguramente bastante solas también. Pero con una diferencia. Estas personas se apoyan en las personas sin hogar para paliar de algún modo ese vacío relacional que tienen. Más de una vez, al visitar a individuos que viven en la calle me he encontrado con bastantes ciudadanos que, si bien no son personas sin hogar específicamente, sí que comparten bastante tiempo con ellos, ya sea en sus ubicaciones habituales o en cualquier otro lugar de la ciudad, pasando con ellos sus ratos de ocio.

En ocasiones me he tropezado con una de estas personas compartiendo un refresco con “su amigo de la calle” en una selecta terraza de la plaza del Pilar formando una curiosa estampa. El primero con sus más de 150 kgs apenas cabía en la silla del velador y, por otra parte, el aspecto de la persona sin hogar resultaba especialmente llamativo por su clamorosa falta de higiene. Sea como fuere ambos pasaban el rato hablando de manera distendida y natural…

Otras veces, comprobé cómo una persona sin hogar con graves dificultades para andar y que la mayor parte del día estaba sentado en un banco de la calle Alfonso se beneficiaba de que su “amigo ciudadano” le compraba cerveza o bocadillos. Éste se desplazaba en su silla de ruedas eléctrica puesto que su cuerpo también estaba prácticamente paralizado salvo las manos. Aún así, con su pequeño “vehículo”, compensaba las dificultades de movilidad del primero y le proporcionaba cigarrillos, bebida y lo que hiciera falta. Pero, sobre todo, el uno al otro se daban compañía y les unía cierto tipo de amistad. Tal vez eso fuera lo más importante.

He leído mucho sobre las relaciones sociales de las personas sin hogar. En algunos textos se habla de la soledad extrema de este colectivo. En otros se diserta sobre las relaciones entre ellos mismos, poniendo especial hincapié en si los vínculos se crean para autodefensa o por temas relacionados con el consumo de alcohol en determinados contextos. Incluso yo mismo indagué al respecto. Descubrí, que al menos en nuestra ciudad, el trato con los vecinos del entorno donde nuestros amigos suelen habitar es bastante bueno, cuando no muy cordial.

Pero lo que me resulta especialmente interesante sobre esas personas solitarias que he descrito antes es que encuentran apoyo ahí donde se supone que no debería haber nada. Al hablar de personas de la calle, casi siempre se oyen apelativos referentes a un colectivo por lo general estigmatizado, desprovisto de cualquier tipo de “cualidad” y carente de todo interés humano para el resto de los mortales. ¿Quién iba a pensar que hay un pequeño grupo de ciudadanos en nuestra ciudad que realmente llenan sus solitarios días gracias a la compañía que obtienen de los desterrados y olvidados de nuestras sociedad? Parece cumplirse el dicho aquél de que si te crees que estás mal, tal vez debas mirar atrás y comprobarás que hay alguno detrás de ti que está peor…

Yo, cariñosamente, los llamo “trapisondas”. El calificativo no es invento mío. Hace años conocí a una familia compuesta por la madre y tres hijos adolescentes. Se bajaban todas las tardes a pasar las horas compartiendo una pequeña glorieta con cierto número de personas sin hogar que hacían toda su vida allí. Siempre acogían a esta extraña familia con total naturalidad e incluso cariño. Todos juntos formaban un curioso grupo muy bien avenido. Cuando los conocí me llamaron la atención, andaba yo escamado. Un día que no estaban les pregunté a las personas de la calle sobre tan singular familia. Ellos me explicaron quién era ese peculiar clan, me hablaron de su buena relación y de cómo pasaban con ellos gran parte de las tardes del verano. También me dijeron cómo los llamaban:

- ¿Te acuerdas de los tebeos? Había una historieta que se llamaba “La Familia Trapisonda, una familia que es la monda…”. Por eso los llamamos la “familia trapisonda”.

Así, a partir de entonces, a todas aquellas personas muy solas que encuentran en las personas de la calle a un amigo los llamo “trapisondas”… y creo que hay bastantes, voy a empezar a contarlos.

domingo, 5 de febrero de 2012

HOLA ¿CÓMO ESTÁS?



Las condiciones particulares de las personas que viven en la calle no siempre son fáciles de explicar. Ni es evidente entender sus matices. No es sencillo desentrañar cuál es verdaderamente el problema principal en cada caso. Al conocer a cada persona en el sitio de la calle donde pasa casi todo el día, nuestra primera impresión puede no ser la más acertada. Tuve que aprender a hacer un gran esfuerzo de empatía para poder conocer objetivamente cuál era la mejor interpretación de las circunstancias y la problemática más acuciante cuando realizaba mis primeros contactos con una persona sin techo.


Pero, sinceramente, creo que peco de inmodestia al decir que puedo empatizar con una persona que lleva años viviendo a merced de las inclemencias. Comprender íntimamente a alguien a quien la soledad y el miedo hacen que cada día sea una batalla vital no es tarea fácil. ¿Quién soy yo para asegurar que sé algo de cómo vive y siente realmente cada persona que voy conociendo por la ciudad?

Entendí que la ciudad se torna distinta para ellos. Que la dureza les obliga a verla con otros ojos. Ojos de necesidad, de miedo. Deben adaptarse a lo que la calle ofrece para sobrevivir y comprender que, aunque otros muchos estén tan mal como uno mismo, eso no estimula la solidaridad entre iguales. Hay que estar alerta, puede ocurrir que te encuentres con alguien que necesite tus mantas más que tú. O el otro así lo estime. Es igual. Pero te quedas sin mantas y eso viviendo en la calle es una gran putada.

Los espacios donde van aprendiendo a vivir de otra manera y las estrategias diarias para subsistir se graban en los cuerpos y aturden los sentidos. Siempre me repito, para que jamás se me olvide, que la persona que vive en la calle es ante todo un ser como yo, con carne, músculos y nervios. Pero también tiene un alma que sufre. Lo hace en silencio y buscando la invisibilidad entre la multitud de la ciudad.

I

- Hola Henry, ¿cómo estás?

- Me quierrrrrro morrrrrir, Rafa

Me lo suelo encontrar en un banco del centro de la ciudad. Su aspecto le impide pasar desapercibido. Mide casi dos metros y es de complexión muy fuerte. Tiene el pelo y la barba muy largos, completamente blancos, parece un extraño Papá Noel con cara de pocos amigos. Coloca su bolsa de deporte verde con todas sus pertenencias debajo del banco y el cartón de vino blanco disimulado en un seto cercano. El trato con él es difícil, es muy huraño. Tajante y brusco con el poco español que maneja. Lo conocí en el hospital, compartía habitación con un usuario de Casa Abierta. Por eso me acepta sin demasiadas pegas. Me pide dinero para una barra de pan. Yo sé que es para otro cartón de vino.

Ha pasado largas temporadas ingresado en el hospital. Tiene graves problemas de corazón. Pero luego no toma nada de medicación. Cuando ha estado alojado en el Albergue Municipal ha creado problemas la mayoría de las veces, bien por su difícil carácter o porque realmente la cabeza ya le juega malas pasadas. Bebe muchísimo, y eso hace todavía más difícil el trato con él. Además, apenas habla nada de nuestro idioma… No sé que proponerle realmente, creo que es una de las personas con una situación más difícil de abordar de las que he conocido.

Un día apareció por la portería de la Parroquia. Me avisaron porque era “uno de los míos”. Lo encontré llorando como un niño. Había venido andando desde la plaza cercana donde dormía, calzado sólo con sus calcetines. Le habían robado los zapatos. Es duro imaginar cómo pudo sentirse andando descalzo en invierno por la calle, completamente desolado e impotente, buscando que alguien le solucionase algo tan básico como el calzado… Y él no era precisamente frágil, o al menos eso pensaba yo hasta aquel día. Al menos pude encontrarle unos zapatos.

Hace unos meses me enteré que un compatriota suyo le pagó el billete de autobús y se volvió a su país. Creo que ha sido la mejor solución para él, así estará en un entorno más amable con él y podrá expresar y compartir algo más que su deseo de morir de una vez.

II

- Hola Tomás ¿cómo estás?

- ¡Razonablemente bien, Rafa!

Me contesta mirándome por encima de unas gafas de leer mientras hojea el periódico con las ambas manos. A su lado, sin ningún disimulo, hay una botella de ginebra y una de limonada que clarea revelando su contenido mezclado. Está sentado en el suelo apoyado contra un parterre, tapado con varias mantas a modo de extraña sirena. Se mantiene erguido de una manera casi inverosímil. Yo sé que debajo de esas mantas pululan infinidad de gusanos, puesto que, como casi siempre, lleva semanas sin moverse del sitio absolutamente para nada. Pero el no quiere darse cuenta y la ginebra le ayuda a ello. Cuando la situación sea ya insostenible, sus compañeros llamarán, como en otras ocasiones, a una ambulancia, antes de que los bichos devoren sus piernas. Y las auxiliares del hospital volverán a ganarse el cielo ante semejante despropósito.

Llaman la atención sus ojos muy azules, su perenne sonrisa y su conversación inteligente. Me habla con interés desgranando las noticias que le interesan del periódico del día. El olor a tinta fresca contrasta con el que se desprende de debajo de las mantas. Dice que es ingeniero, lleva meses contando que tiene intención de montar una agencia de traductores puesto que maneja varios idiomas. Hace sus cábalas de cuánto le va a costar y cuánto tiempo tardaría en tener beneficios.

En ocasiones tiene un cuenco de plástico delante de él que sus compañeros colocan para obtener algunas monedas. El carácter afable de Tomás, su buena educación y su sonrisa son el mejor marketing para que el recipiente se vaya llenando poco a poco cada tarde. Él no necesita pedir, tiene dinero, pero permite esta farsa porque sus compañeros también le hacen todos los mandados.

Al final el juez decretó que fuera ingresado en un centro psiquiátrico porque era lo mejor para él. ¡Y vaya que sí lo era! Ahora sí que está razonablemente bien, ¡por fin!

III

- Hola David ¿cómo estás?

- Jo-ri-ro pero contento.

Esta manera de contestarme ya anticipa mucho. Es muy listo. Su sonrisa resalta más al contrastar con su negra piel. Es de Gambia. Conozco su verdadero nombre, pero todos le llaman David. Tiene problemas en una pierna, cojea de manera acusada. Él dice que es de una agresión, pero sé que se trata de un accidente laboral. Lo vi en un informe que me enseñó de cuando estuvo en el hospital enfermo de los pulmones. Se cayó de un andamio cuando trabajaba en una fábrica de un pueblo cercano. Lleva muchos años en España y ha trabajado de todo un poco.

He quedado repetidamente con él para que se mirase si tenía la tuberculosis activa. Pero nunca acude. Dos voluntarios de Casa Abierta lo visitaban con relativa frecuencia. Algunas veces incluso le llevaron sacos de dormir y ropa, pero él los vendía. Siempre tiene una botella de limonada con vino blanco mezclada debajo del banco. Es la única persona de la calle que toma “calimocho blanco”. Creo que es por guardar la imagen que quiere aparentar ante los ciudadanos que lo conocen.

Salió en los periódicos repetidas veces. El dueño de un bar se tomó muy a pecho el asunto de sacar a David de la calle y estuvo haciendo una colecta entre todos los vecinos del entorno, para que, además de darle comida todos los días, le pagaran el viaje de retorno a su país. Y lo consiguieron. Editaron una página entera donde el dueño de aquel bar contaba muy orgulloso cómo habían conseguido sacarle de su dramática situación.

Me di cuenta de que lo que les había contado era casi todo invención suya, siempre fue muy hábil en eso. Pero al menos también solucionó su precaria situación y volvió, según contaba el diario, con su madre a su país. Lo malo de todo esto es que los que trabajamos con estas personas sentimos que nuestro trabajo se desestima, pero bueno, al final te acostumbras. Reconozco que sí he pensado seriamente en invitar a café en ese bar a varios de la calle cuya situación es bastante delicada a ver si tienen suerte y este señor y sus vecinos les ayudan en alguna medida… Hay muchos más que están jo-ri-ros durmiendo en la calle.