Tanto las personas que viven en la calle como los habitantes de Casa Abierta experimentan infinidad de momentos, como tú y como yo. Sucesos divertidos, tristes, emocionantes, dolorosos... Reconozco que su vida es particularmente dura. No pretendo más que dar a conocer las vivencias de las que soy testigo diariamente con ellos y que no hacen sino reflejar su naturaleza absolutamente humana. Pequeños pedazos de vida que me permitan contaros una breve historia donde los protagonistas son ellos.
miércoles, 25 de agosto de 2010
ULTIMO ADIOS
(Aunque no sea realmente una "historia" como las otras, me apetece colgar aquí un texto sobre Maciej, una persona de la calle fallecida de manera fatal hace poco. Maciej era compañero de cajero de Jorge (post "El cajero y la guerra") y al final ha seguido su misma suerte. He preferido en este caso enviar un texto a la sección de cartas al director de dos periódicos de la ciudad, para que al menos se pueda sensibilizar un poco más la gente. Tal vez no lo publiquen, pero por lo menos lo cuelgo aqui. Así también lo leéis vosotros.)
http://www.elperiodicodearagon.com/noticias/noticia.asp?pkid=605569
Maciej murió el pasado jueves. De una manera horrible, cruda, casi espeluznante: un coche lo arrastró enganchado en sus bajos durante casi un kilómetro. Nadie sabe como pudo suceder, resulta kafkiano, increíble, inconcebible. A todas las personas que lo conocíamos nos ha impactado el suceso. Maciej se hacía querer, era educado, amable, sonriente, de gesto humilde. Y era así aun viviendo una realidad dura e insufrible como es la vida en la calle, la vida de los que tienen que dormir en un cajero. Me resulta lamentable que tenga que morir de este modo para que yo mismo vuelva a darme cuenta y reconsiderar lo cruel y penosa que era la vida que llevaba. Otras personas sin hogar mueren cada año en nuestra ciudad, de manera más silenciosa, no tan espectacular, pero no por ello menos trágica y triste. A veces nos acostumbramos a oír y leer sobre tantas víctimas diariamente que apenas ya nos afectan. Tiene que producirse una muerte tan inhumana y brusca para volver a caer en la cuenta del valor que tiene cada persona, cada vida, de lo injusto y riguroso de algunas existencias. Maciej era discreto, no llamaba la atención, cuidaba mucho su aspecto, su presencia. Tal vez por eso resulta tan insólita y agria esta muerte para él. Parece una llamada de atención, un último gesto de alguien que no quiere irse silenciosamente sino gritándonos que reaccionemos, que no nos olvidemos, que todos somos personas aunque algunos vivan en la calle. Me gustaría creer que su muerte servirá para algo. Que por lo menos él, esté donde esté ahora, observe, sonriente como siempre, que somos muchos a los que nos ha dolido sinceramente su muerte y que lo echaremos de menos. Y que, además, nos hemos propuesto no volvernos insensibles a ninguna otra muerte de la calle, sea quien sea, fallezca trágicamente o no. Buena suerte Maciej.
martes, 3 de agosto de 2010
EL CAJERO Y LA GUERRA.
Lo malo de tener que cambiar el vodka por el vino es que necesitas beber cuatro veces más para obtener el mismo resultado. Cuestión de graduación alcohólica. También es un tema de gustos, el vodka para empezar la mañana entra mejor que un cartón de vino, enseguida te calma la corrosiva ansiedad y además no tienes que forzarte a beber todo un litro, incluso dos, tengas como tengas el estómago. Pero al final el precio se impone y, si lo más barato es un brik de vino, eso es lo que hay que desayunar, por muy mal que le sepa al paladar y aunque las tripas se rebelen.
Jorge bebía vino casi siempre, alguna vez también vodka, muy pocas, pero él era ruso y de vez en cuando se daba el capricho. Incluso podía tener la suerte de que algún joven abandonara por ahí alguna botella medio llena el sábado por la noche.
Siempre estaba acompañado. Algunas veces me lo encontraba en un banco cerca de las murallas de la calle Asalto compartiendo un cartón con algún otro de los habituales de la zona del Albergue. Otras, formaba un grupo en la plaza del Pilar con varios transeúntes del Este con los que quizá se entendía mejor. La verdad es que Jorge se llevaba bien con todo el mundo, pese a sus borracheras, a sus caídas, a su errático modo de pasar los días. No tenía problemas con nadie. Todo lo contrario. Su trato, al menos conmigo, siempre fue extremadamente amable y humilde. Me sentía afortunado porque, cuando lo veía por la calle, me obsequiaba con un apretón de manos y una amplia sonrisa dibujada tras aquel enorme mostacho de estilo mexicano. Compensaba la dificultad que tenía con nuestro idioma con toda suerte de ademanes y gestos cordiales que hacían que, pese a su aspecto un tanto amenazante y sus frecuentes heridas, enseguida se descubriera a una persona bonachona, muy educada, campechana y accesible. Recuerdo que lo saludaba algunas mañanas cuando se levantaba del Espacio de Emergencias del Albergue, donde dormía si la noche había sido heladora. Un simple “buenos días” me era devuelto con creces, repleto de cordialidad en la expresión y una amplia sonrisa: Siempre me recompensaba con una sonrisa, jamás la escatimó, fuera cual fuera la situación en la que coincidiéramos.
Mi habitual y tranquilo paseo dominical me llevó sin proponérmelo a la calle Don Jaime. Desde lejos vi tres coches de la Policía mal aparcados sobre la acera. Supuse que algo podría haber ocurrido. Así que cambié de acera, me quité los auriculares y me puse las gafas de sol para disimular hacia dónde dirigía mi mirada. Cuando llegué a la altura de la Plaza Ariño me paré a mirar un escaparate de manera distraída. Me picaba la curiosidad. Entonces comprobé cómo varios policías estaban desalojando a Jorge y otros dos compañeros de un cajero automático. Los agentes llevaban puestos sus guantes de cuero y les estaban obligando a recoger todas sus mochilas y cartones para dejar completamente limpio el lugar. Los tres amigos estaban enojadísimos por la ligereza y brusquedad con la que se les estaba echando. Incluso Jorge estaba rojo de ira y les increpaba frases incomprensibles en su idioma, gesticulando de manera nerviosa. Era la primera vez que yo lo veía así, tan alterado. Los agentes, muy firmes y rígidos en su proceder, una vez limpio y vacío el cajero, se montaron en sus coches y abandonaron el lugar. Los tres compañeros se sentaron acarreando todas sus cosas en el banco de piedra, junto a la estatua metálica de un fotógrafo que hay en esa plaza, testigo mudo de todo el suceso. Colocaron los cartones para protegerse del frío mármol y poder sentarse un rato. No paraban de gritar e insultar en varios idiomas, su enfado era monumental.
Dudé si acercarme a ellos o no. Sinceramente, mucho más me había impresionado todo aquel despliegue que se había generado para desalojar el cajero, que la actitud alborotadora de esas tres personas a las que conocía hacía meses. Cuando se hubieron calmado un poco decidí aproximarme para hablar un rato con ellos. Me recibieron de manera muy educada, como siempre, extendiendo su mano. Yo estreché las tres, una tras otra. Ellos se alegraron de encontrarme a mí como casual espectador e improvisado oyente de sus quejas. Así, estuvieron un rato explicándome, ahora de manera más sosegada, todo su malestar por aquel precipitado desalojo. Era muy pronto para levantarse, decían, no molestaban a nadie, el cajero lo dejaban siempre limpio ¿Por qué la tuvieron que tomar con ellos? Yo me limité a escuchar todos sus lamentos y a compartir unos cigarrillos con los tres amigos. Pero Jorge me hablaba acalorado, expresándome como podía sus sentimientos. Había pasado de sentir ira y rabia, en un primer momento, a experimentar impotencia y frustración por haberse visto avasallado. Me explicó que él había luchado en la guerra de Chechenia señalándome una gran cicatriz en su cabeza al mismo tiempo. Se refería a los policías que les habían expulsado como niños. ¿Qué se habían creído? Él, con la cantidad de tremendos sufrimientos con los que había combatido en aquel lejano frente, ¿tener que acatar ahora las injustas órdenes de unos jóvenes bien uniformados? Era aguantar demasiado para un militar ruso, marcado por la guerra, verse obligado a desalojar su único hogar, su intermitente dormitorio, para congelarse en la calle otro día más. Bastante indigna le parecía su precaria manera de vivir actual, como para encima tener que tolerar semejante agravio Las lágrimas inundaron sus enrojecidos ojos al fin, la emoción le pudo. Las gotas caían por sus arrugadas mejillas, salpicando el cartón marrón del banco, en el que dibujaban pequeños círculos oscuros que las hacían más patentes aún y estremecedoras a la vista. Yo me sentía totalmente impotente…
La siguiente vez que lo vi fue en la UCI del hospital. Sus compañeros no sabían de Jorge hacía días, tan sólo que estaba ingresado. Yo, con una llamada telefónica, lo localicé enseguida y, una vez me explicaron los reducidos horarios de visita, decidí acercarme a verle sin saber muy bien qué me iba a encontrar. Aunque me esperaba lo peor.
Junto a otras dos o tres decenas de personas inquietas por visitar a sus allegados esperé que nos permitieran la entrada en la sección de Intensivos. Me sentía realmente fuera de lugar, el ambiente era tenso, nervioso, las miradas extrañas, furtivas, todas llenas de preocupación. Algunos familiares susurraban entre sí nerviosamente, pero el silencio se imponía al fin. Supuse que las circunstancias de algunas personas serían críticas. Pero mi situación era distinta a la de esos familiares. Mi preocupación no era tan extrema como la suya, no se trataba de un pariente cercano mío. Al final creo que me contagié de todo aquel contexto y un nudo me empezaba a apretar en el estómago. Por fin, salió una enfermera que nos avisó de que podíamos entrar. Accedí a una gran sala donde bastantes médicos y enfermeras se movían de un lado para otro. Los apartados individuales estaban distribuidos por todo el perímetro de la sala, anidados a ella. En la puerta de cada uno se veía visiblemente un número y a través del cristal, a modo de escaparate, pude distinguir a algunos de los pacientes. El sitio era extrañamente reducido y había aparatos por todos los lados. El silencio, tan sólo roto por algunos susurros, me resultaba algo angustioso.
De inmediato localicé la sección de Jorge y me dirigí a ella con rapidez. Jorge estaba casi irreconocible, sin bigote, la cabeza afeitada, muy delgado y totalmente entubado, rodeado de numerosas máquinas y dispositivos electrónicos. Aparentemente dormía. Me quedé en la puerta del departamento, sin entrar, un poco por el miedo que me atenazaba y también creyendo que no me permitirían acercarme más a él. Daba verdadera aprensión moverse cerca de todo aquel conjunto de instrumentos, tubos y cables.
El hecho de que alguien fuera a visitarle enseguida desató el interés de varias enfermeras. Éstas avisaron a los médicos de guardia esa tarde y antes de que quisiera darme cuenta me encontraba respondiendo a toda una serie de preguntas sobre Jorge que me formulaban, tanto dos médicos como algunos ATS. El pequeño interrogatorio no me lo esperaba. Yo apenas sabía nada de él. Tan sólo su nacionalidad y su nombre. Les comenté que sencillamente lo conocía de la calle, por mi trabajo, que apenas podía aportarles más información. Luego, con más tranquilidad me explicaron que su situación era realmente crítica, no sabían si sobreviviría. Me dijeron que no había problema en que me acercara a él. Pasé dentro, le cogí fuertemente la mano. No sabía ni que decirle: “Hola Jorge, ¿te acuerdas de mí? ¿Cómo te encuentras?”. Creo que no me conoció, su gesto apenas cambió. Simplemente me miró unos segundos y luego volvió a cerrar los ojos. La palidez y el gesto de su cara ciertamente reflejaban que estaba muy mal. Yo intentaba no emocionarme y, viendo que apenas podría hacer nada más allí, lo único que quería en ese momento era salir rápidamente del lugar…
Pero Jorge, milagrosamente se recuperó. Y volvió a la calle. Sin embargo la calle es mal sitio para reponerse de cualquier enfermedad, mucho más cuando has estado a punto de morir. Y, naturalmente, ni el invierno, ni la calle le perdonaron…
Otro domingo por la mañana, pasadas pocas semanas, me encontré a sus dos compañeros que, nada más verme, se acercaron rápidamente hacia mí, visiblemente alterados: “Sabes, Rafa, Jorge ha muerto esta noche en el cajero, con nosotros. Hoy ya no se despertó. Nos dimos cuenta esta mañana”. “¿Aquel cajero del que os echaron, el que está al lado de la Plaza Santa Cruz?”, -les pregunté. “Sí, ése, el mismo, llevamos durmiendo en él todo el invierno”. Después me comentaron un poco más todo lo sucedido, cómo se lo llevó una ambulancia al amanecer, que ya se lo temían, que demasiado había aguantado porque de verdad estaba muy enfermo, que aquella noche hizo mucho frío… Apenas estuvieron conmigo unos minutos, luego se fueron en busca de algo que beber para calmar su ansiedad, que hoy era doble, tratar de asimilar el desconsuelo y la pena y poder así empezar el día de alguna manera.
No sé si hubiera vivido más en su país, incluso luchando en una guerra nacionalista, que aquí en España donde durmió muchos meses en un cajero. Tampoco sé si fue peor para su castigado hígado el vino barato del supermercado o el vodka destilado de Rusia, que allí beben como el agua. No conozco qué nocivos efectos tuvo sobre su salud el frío siberiano, aunque sabemos que el Cierzo a veces, puede ser bastante turbulento e irascible… Y mucho menos, yo no soy nadie para juzgar si fueron mejores compañeros sus camaradas de trinchera que sus amigos del cajero, en realidad no dudo que todos apreciaran de verdad a Jorge siendo como era él.
Lo que sí creo es que fue muy triste que Jorge muriera lejos de su tierra, lejos de su familia y, sobre todo, que apenas una decena de personas se enterasen y lamentaran su muerte. Ni siquiera apareció en los periódicos, como tantas otras. Sinceramente, también me resultó muy amargo que no tuviera un entierro digno donde alguien le llorase o, simplemente, se implorasen unas sencillas plegarias por su alma. Y, siendo egoísta, lo que más me fastidia de todo es no poder volver a verle sonreír como él solía…
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