lunes, 4 de julio de 2011

EL CATEDRÁTICO

Cabeza calavérica, profundas sienes. Tez morena y agitanada, bigote señorial, afeitado de galán. Pose tranquila, piernas cruzadas, ojos traviesos, mirada pícara y llena de vida. Manos nerviosas colocan y recolocan los anillos que engalanan sus dedos ágiles e inquietos. En el cuello varias cadenas, sólo una de plata, un regalo, el resto, bisutería. Vestimenta impecable, zapatos deslumbrantes, camisa azul marino, planchada y limpia, pantalones siempre negros, la raya perfectamente recta. Y una pequeña bolsa roja de tela para guardar lo indispensable: una manta para la noche, una radio, un ferrari rojo de juguete y betún para los zapatos, porque todos los días hay que limpiarlos. Clase, elegancia, raza, chulería madrileña con gracia.

Le pido permiso para sentarme a su lado, me invita a hacerlo abriendo los brazos y cabeceando con resignación y sonrisa cómplice. Sé que no me va a rechazar. Hace ya muchos años que nos conocemos y han sido cientos las conversaciones que hemos tenido. Preveo otra de nuestras pláticas. Compro dos latas de refresco, el verano empieza a caldear las tardes. La charla surge sola, fluye suave:

- Menuda tormenta hubo anoche, ¿no la oíste? Tuve que irme del portal aquel donde duermo y refugiarme en una marquesina –me comenta con naturalidad su última peripecia nocturna señalándome el sitio.

- Ya has agotado los días del Albergue y del Refugio –afirmo sin buscar confirmación.

- El del hotel de enfrente me saca todas las noches un bocadillo, pero hasta la una y media paso hambre. Ayer vino una niñita rubita, creo que extranjera. Era una niñita preciosa. Yo estaba dormido, tiró de la manta para despertarme y me dio una moneda de dos euros. Estiré la cabeza y vi a sus padres sentados en una terraza, sonriendo. Les saludé con la mano.

- ¿Cuánto tiempo te quedarás por Zaragoza? Hay temporadas que no te veo.

- En cuanto cobre la doble me compraré una cruz de plata que me hace ilusión y luego me iré a Galicia. Allí puedo estar en varios albergues y no dormir en la calle por lo menos durante dos meses. Si me lo monto bien puedo alquilar una habitación con TV por 150 € y comer en un comedor. Lo malo es el billete de tren que cuesta una pasta.

- ¿Y no te cansas de estar de albergues? Eres ya un poco mayor para esos trotes –pongo el dedo en la llaga aunque no quiero molestarle.

- 75 años ya. Metí la pata al irme de la residencia, ¡anda que no me he arrepentido veces! –me responde tranquilo, sincero y resignado.

- No le des más vueltas. Agua pasada no mueve molino –no fui el único al que no le sorprendió que se tirara a la calle otra vez. Un perro vagabundo y resabiado no se vuelve casero por muy elegante que sea la caseta…

- Una noche, me emborraché y volví a las 5 de la mañana a la residencia. Me cogió el director y me pasó a su despacho. Le dije que me había ido de putas, que entendiera que yo tenía mis necesidades. Me readmitió por sincero. ¡De putas! ¡Jajaja! ¡A mis 75 años! Pero si en ese pueblo no había nada y yo ya no estoy para muchas filigranas.

- ¡Anda que no sabes! Y se lo tragó, claro, como tú no tienes labia –ironizo.

Llama a voces y levantando la mano a un amigo que pasa distraído delante de nosotros. Aparenta unos cuarenta y muchos, su aspecto es normal, nada que me haga desconfiar. Intercambian unas frases de colegueo, ignorándome durante unos minutos. Cuando se va me confiesa que su amigo se dedica a reventar cabinas con una ganzúa. Es muy bueno y discreto en su trabajo. Pero como le pillen le pueden acusar de robo continuado, se tragaría todo lo que ha levantado de golpe. Menudo marrón, ya puede tener cuidado. Me habla de otra gente. De su amigo al que tiraron al río desde el puente de hierro, que se pegó dos meses en coma: “Se juntaba con gente muy rara, no me extraña”. Le pregunto por aquel chico joven que vivía por la Magdalena, un tío alto, con botas de piel de serpiente, que iba siempre de la mano con su madre anciana y diminuta: “Les han embargao la casa, él vendió todo. La madre está con otro hijo, él está recogido en no sé qué centro”. Los conoce a todos.

La tarde avanza, el reloj de la Seo marca las 7.30 de la tarde, llevamos un buen rato hablando. No hay prisa, los silencios no son incómodos, saltamos de un tema a otro. Asuntos triviales, experiencias valiosas, cosas de la vida. Una existencia vivida plenamente, al límite, muchas veces bordeando el acantilado. Pero con desparpajo, insolencia y decisión, sin mirar atrás, asumiendo la propia insensatez.

También hay lugar para la risa. Revivimos cuando estuvo en el hospital ingresado por la tuberculosis. Tenía que llevar mascarilla y también las visitas.

- Pesaba lo que pesa un pollo, Rafa, mira que me quedé delgao -me recuerda gracioso-. Y la auxiliar duchándome en el baño de la habitación, los dos con mascarilla y yo que le digo: parecemos el guerrero del antifaz, señorita. Por poco nos caemos los dos en la bañera del ataque de risa que nos dio.

Yo aprovecho para traerle a la memoria aquel día que le acompañé ante el juez por una orden de alejamiento con multa:

- ¡Y tú que no conocías a la denunciante! ¡Jajaja! -me burlo de él.

- Joder, Rafa, que era la vecina de mi novia. Que cuando me emborrachaba y me iba a su casa para insultarla, siempre me equivocaba y me metía con la vecina de al lado. Los tenía a ella y al marido hartos de mis borracheras. Hasta que me sacaron fotos y me denunciaron -me justifica asombrado. Aun no se explica cómo pudo confundirse tantas veces de puerta.

- Por cierto ¿qué vida lleva tu novia?

- Hace poco tuve que ir otra vez a declarar. Esta vez sí que era por una denuncia suya. Me acusaba de hacerle vudú. ¿Tú te crees? Yo me levante y le dije al juez: Mire usté señoría, esta sala debe saber que esta señora miente como una serpiente y además toma pastillas. –No puedo evitar imaginármelo hablándole muy digno al juez mientras me lo cuenta. No paramos de reírnos durante un buen rato.

- Son casi las nueve, uf, tengo que irme, se me ha pasado volando la tarde, me la has arreglado, no sabía qué hacer –le confieso.

- Y tú a mí, no te creas, que yo aquí solo me aburro mucho. –contesta con total franqueza.

- ¿Qué es lo peor de estar en la calle? ¿La soledad? – aprovecho la despedida para cambiar bruscamente de registro y volver a hablar de la vida.

- La soledad es muy mala, Rafa, pero lo peor es vivir y dormir en la calle. La gente se da al cartón de vino para luchar contra la soledad. Porque, al final, el cartón de vino es el único amigo que te queda. Por eso la gente se tira al cartón. La calle te mata lentamente. Pero fíjate yo ya no bebo… -Me lo creo, se le nota, todavía está fuerte, aún aguanta durmiendo al raso, parece increíble. Si bebiera no duraría dos semanas. Y él, que es un sabio en lo suyo, lo asume.

Aprieto fuertemente esa mano huesuda. Me siento afortunado de haber podido compartir casi tres horas con un personaje, un catedrático de la vida, de la astucia y de la entereza. Un especialista de la calle que me trata de tú a tú. Cuando se le escucha con atención se percibe una mezcla añeja de humildad, resignación, sabiduría y picardía… mucha picardía, nacida seguramente del instinto de supervivencia y de su sangre gitana.

Un día quise aprovechar su saber y me confesé con él:

- Oye, Emilio, ¿tú cómo sabes cuándo estás enamorado?

- Por los celos, Rafa, por los celos. Si sientes celos, date por jodido.

Sabia respuesta.

lunes, 13 de junio de 2011

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE HENRYK



Como me suele suceder en muchas ocasiones, nunca me decidía a entablar una primera conversación con Henryk. Aparte de mi habitual precaución antes de conocer a una persona sin hogar, en este caso había más elementos que me impedían iniciar un contacto en la calle con él. Periódicamente me lo encontraba muy bebido por el Arco del Deán, ya a tempranas horas de la mañana. Muchas veces tenía la cara llena de heridas producto de sus borracheras diarias. Su amplia barba y pelo despeinados, su corpulencia de oso y verle en ocasiones semidesnudo vistiendo parte de un pijama de hospital, realmente me impresionaban. Máxime cuando siempre iba alborotando frases ininteligibles en polaco acompañadas de extraños gestos al aire. Algunos días incluso increpaba a los viandantes de la plaza de la Seo, tambaleándose y guardando el equilibrio a duras penas. Ni siquiera que yo conociera a su grupo de compañeros, también del este, con los que compartía cartón de vino matutino, hacía que me sintiera con ánimos de intentar acercarme a él y conocer algo más de Henryk.

Me volví a encontrar con Henryk de nuevo semanas más tarde pero esta vez en una situación muy distinta. Estaba ingresado en el Hospital Provincial, seguramente para recuperarse de las consecuencias de alguna de sus habituales caídas. Compartía habitación con otra persona de la calle. A mi me sonaba su compañero, pero yo no caía quién era. A veces me ocurre que conozco las caras pero son tantas las personas de la calle con las que he tenido trato que me resulta difícil saber quién son en realidad. En este caso la solución era fácil. Estábamos en un Hospital, así que llevaba una cinta identificativa atada a su muñeca. Tras perdirle permiso, leí su nombre: “Jesús G. S. ¡Joder, pero si tu estabas muerto!” Me salió sin pensar. Se trataba de un antiguo inquilino de Casa Abierta, del cual habíamos perdido toda referencia y al que la gente de la calle daba por fallecido. De ahí mi gran sorpresa al identificarlo y comprobar, ahora mirándole con otros ojos y reconociéndolo, que era él, uno de los primeros ocupantes de Casa Abierta, y tal vez el que más me impactó cuando empecé mi labor allí.

Pasado este pequeño suceso, aproveché para ver si podía conocer algo más de Henryk, que, sentado en cuclillas sobre su cama y con cara de divertido, había observado mi gran metedura de pata con su compañero. No fue fácil entenderme con él. No hablaba nada de español y solo nos comunicábamos por gestos. Hubo un momento en el que hacía ademán como utilizando una guadaña con la que segara un campo imaginario de alfalfa, al tiempo que repetía: “!Pracy, pracy!”. Al principio no lo entendía, pero enseguida caí: “¿Trabajo? ¿Eso es lo que necesitas, verdad?” El asentía y repetía el mismo gesto y la misma expresión “¡Pracy, pracy!” contento de que al final hubiera entendido sus efusivos movimientos y expresiones en polaco. Después de haber estado un rato hablando con los dos, me despedí. Primero me disculpé con Jesús por mi grave falta de tacto. “No importa, no importa” decía él con ese personal gesto de desgana que todavía conserva. Por su parte, Henryk se despidió de mí con un efusivo apretón de manos y regalándome una amplia sonrisa. Yo abandoné doblemente contento el hospital. Por un lado había vuelto a encontrarme con Jesús, una persona que creía que lamentablemente había fallecido. Por otro, había conseguido quitarme la espinita de hablar, o más bien hacerme entender mínimamente con Henryk, a quién conocía desde hacía meses y con quien nunca me había atrevido a conversar.

Semanas más tarde, volví a encontrarme con Henryk. Se encontraba como casi siempre al lado de la marquesina de la plaza de la Seo, no iba muy borracho, pero sí que se había separado un poco de su grupo de compañeros que muy tranquilos estaban sentados en la marquesina, bebiendo. Él cantaba alegremente alguna canción de su país. Puesto que en mi visita al hospital había tenido oportunidad de conocer su nombre verdadero impreso en aquella cinta de su muñeca y ya sin miedo, al comprobar la campechanería y la simpatía con la que me trató en aquella ocasión, me atreví a llamarlo desde unos metros de distancia. Alzando mi mano, sonriendo y gritando su nombre y apellido, intenté llamar su atención: “¡Henryk, Henryk! ¡Henryk Klimek!”

A él le cambió repentinamente la cara. Pasó de estar cantando feliz a poner un semblante serio y aparentemente frío y se dirigió rápido hacia mí. Confieso que al principio me asusté, pero no tenía motivo. Él me agarro firmemente mis manos y entre sollozos comenzó a repetir incesantemente su nombre y apellido y darme las gracias sin parar y sin dejar de apretarlas y acariciarlas en señal de agradecimiento. Era increíble como mostraba su gratitud. Solo por el hecho de haberle llamado por su nombre y apellidos, suceso que entonces comprendí hacía bastante tiempo que no le había sucedido. Ahora, al sentirse identificado por su nombre de toda la vida, al volver a oír su apellido que no había sido pronunciado desde hacía mucho, entre lágrimas de emoción intentaba compensarme por haberle devuelto un poquito de su identidad: la que le proporcionaba su apellido polaco.

Me pareció muy doloroso entender que muchas personas que viven en la calle pierden, no sólo sus pertenencias materiales y sus relaciones familiares sino su misma identidad, su misma percepción, su propia consciencia, su propio apellido. Me sentí sinceramente impotente y torpe al haber estado manejando, sin saberlo, un elemento de importancia vital para esta persona: su nombre propio y su apellido. A partir de aquel día siempre procuro conocer al menos el nombre y si puedo algún apellido cuando me encuentro con una persona nueva de la calle. Y, cuando vuelvo a coincidir, me acuerdo de Henryk y procuro llamarlo en tono amable por sus apelativos personales. Tal vez es lo poco que yo le pueda dar, pero por lo menos quiero que sepa que yo sé quién es realmente, que para mí no es una persona más de la calle.

Radio Macuto me dijo que la policía se llevó a Henryk a Tudela para que dejara de molestar por las calles del centro. No sé si será verdad. Lo cierto es que no he vuelto a verlo desde hace mucho. Cualquier día me doy una vuelta por esa ciudad a ver si me lo encuentro gritando por las calles del centro para, simplemente, volver a llamarlo y decirle: “Hola, Henryk Klimek ¿Qué tal estás?”

lunes, 30 de mayo de 2011

EL MALDITO CARIÑENA










¿Dónde estoy? ¿Qué día es hoy? ¿Dónde dejé anoche el vino? Seguro que guardé algo para hoy, ¡seguro!, ¡algo quedaría! ¿Qué voy a hacer si no? No está Ernesto, se ha ido. El muy capullo, seguro que ya se está buscando la vida para comprarse algo para desayunar. Y no me ha esperado, ayer sí que se juntaba conmigo ¡claro, como yo tenía dos cartones! A ver ahora cómo me levanto yo, no puedo moverme, me duele todo. Mi cabeza parece que vaya a estallar, maldita ansiedad, no la soporto. Y estos putos temblores… no puedo ni siquiera encender un cigarro ¿Por qué no me guardaría algo de vino por ahí entre los setos? Seguro que si miro bien lo encuentro, ¡algo tiene que haber!

Al menos aquí en el parque nadie me ve cómo me levanto y ya hace días que no me roban los cartones y las mantas, mientras no llueva y se me jodan… ¿Qué pasaría anoche? Tengo todo el pecho lleno de moratones y un labio partido. Seguro que me caí de bruces por ahí. No recuerdo nada. No creo que me pegaran, nunca me meto con nadie. Pero caerme… ¡anda que no me he caído veces! Aún me duele la brecha que me hice en la cabeza aquella noche de tormenta que se fue la luz justo cuando bajaba las escaleras del parque. No se pueden hacer mezclas con el trankimazin, porque luego pasa lo que pasa. Mira que di vueltas y vueltas, no sé como no me maté al darme con la barandilla. Pero tengo la cabeza dura. Ernesto entonces sí que se portó bien, me cuidó durante dos días, tumbado entre los setos, tapado con la manta, con un parche de vino en la cabeza, para desinfectar…

Tengo que beber algo. No aguanto más. He contado las monedas que me quedaban en el bolsillo. Si sumo los céntimos me llega justo para dos cartones. De momento, no necesito más, luego ya veré. Ahora lo que tengo que hacer es ir al súper. No sé si tendré fuerzas para llegar allí. Si estuviera Ernesto iría él. Me ha dejado tirado hoy. Pues un cartón lo pienso esconder y no le diré nada, que se joda…

Me voy a ir mejor a la tienda de ultramarinos, allí también tienen vino y está más cerca. Aunque al tío de la tienda le molesta que le vaya solo con monedas pequeñas, pero siempre le pago, ¡siempre! El día que tenga para comprarme una botella de ginebra se va a enterar. ¡Uf, ginebra! Qué bien me vendría ahora para el estómago y no este maldito vino barato que no hace más que joderme las tripas.

Tengo mucho miedo. Me parece que todos me miran mal. Pero no voy tan sucio, sólo la barba y la cara roja. Me duché anteayer en el Albergue. Esta ropa me tiene que durar dos semanas por lo menos y aún tengo dos calzoncillos en la mochila, casi para un mes… “Sí, déme dos cartones de rosado, del barato, gracias”. Ya lo tengo en la mochila, luego rellenaré la botellita de agua para disimular más. Que no se vea. ¡Qué vergüenza si me viera alguien! Un día me encontré con Miguel, mi amigo de cuando éramos críos. No me dijo nada, pero su mirada lo decía todo. ¡Yo no tengo la culpa! ¡Qué más quisiera yo que no tener que beber y estar mejor de lo que estoy! ¡Claro que sé que tengo que dejar de beber! ¡Vaya novedad! Ya lo hice, menudo delírium que pillé. Estuve tres días debajo de la cama creyendo que me querían matar, viendo búhos, serpientes y escolopendras en procesión. Pero lo peor fueron los reproches, que “fíjate tú cómo has acabado”, que “¿cómo no te da vergüenza?”. Pues claro que me da vergüenza, mucha, pero yo sólo no puedo, no pude, me tuve que tirar al monte otra vez. Sólo aquella asistenta, Clara, era la única que me escuchaba y me creía: “Imagino que sufres mucho Juan Carlos” me decía… “Sé que vives un infierno”.



Voy a beberme sólo un cartón de momento. Luego tengo que buscar un sitio para hacer de vientre cerca. Lo tengo cronometrado, en una hora, el vino tal y como ha entrado sale disparado, dejándome completamente vacías las tripas. No puedo hacérmelo encima, ¡eso nunca, no lo soporto! Voy a bebérmelo despacio. Sólo diez tragos esta vez: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Ya tengo el pulso mejor, ya puedo rellenar la botella de agua, pero primero otros diez tragos: uno, dos tres, cuatro… Menos mal que me voy calmando un poco.

En cuanto acabe con este cartón me pondré a pedir algo, ahora no tengo valor, no soporto esas miradas cuando me dan una miseria. Y encima me cascan que no me lo gaste en bebida. Ya les diría yo: “pero señora si no bebo es que no me puedo ni levantar, ¿qué se cree?”. No. Mejor me callo, que si no igual no me dan nada y por la tarde tendré que comprarme por lo menos 3 cartones más y comer algo, aunque sea media baguette. Igual Ernesto también ha conseguido algo. Si no aparece seguro que tiene para pasar el día, como para esperarle a ver qué trae.

No quiero ir al comedor. La comida es buena, pero no soporto estar allí, no quiero acabar como ellos, yo no soy como ellos, lo mío es distinto, me lo dijo la asistenta, mi problema es que estoy solo. Claro que mi chica se fue, ¡cómo no se iba a ir!, no había quién me aguantara, a mí y a mis borracheras. Pero yo ya le había advertido: “mira que esto va para peor, mejor será que te vayas” Al final claro que se fue, ¡cómo no se iba a ir!, en el peor momento, cuando más la necesitaba. Pero a ver, yo solo ¿cómo salgo de esto?

Creo que debo ir algo borracho ya: me he tropezado dos veces camino del parque. Voy a sentarme un rato en aquel banco, aun puedo beberme toda una botellita llena de vino, lo justo para darme ánimos y tumbarme toda la tarde a dormir. “Hola chavalín, ¿cómo te llamas?” Qué majico el crío, aunque al padre no le ha gustado nada que el chiquillo me sonriera, será capullo. Lo que daría yo por tener su vida. Pero ya todo me da igual…

Todos los días me pasa lo mismo. Por la mañana, cuando me levanto quiero morirme y por la tarde, a estas horas, cuando el vino, el maldito cariñena, ya ha hecho su efecto, todo me da igual: morirme o vivir; mañana o pasado mañana; que me miren con reproches o que me ignoren; cagarme encima o ir limpio; que ella se fuera, tener que pedir con mentiras para matar la ansiedad, estar solo, estar con Ernesto... Nada importa. Sólo que todavía me queda un cartón de vino y que me mantengo en pie. Lo demás ya iré viendo cómo lo soluciono.

Maldito cariñena”, ¡jajaja! Ya no me acordaba que así lo llamaba mi tío Enrique, que tanto me quería y que sí me entendía. ¡Vaya que si me entendía!: “A ti lo que te pasa es que tienes el alma enferma, Juan Carlos, muy enferma, lo demás es fácil”…

viernes, 28 de enero de 2011

A LA CIUDAD LE FALTA ALGO

A la ciudad le falta algo. Lo he notado. Y no soy el único. María Pilar, Juan Carlos, Elías, también me lo dicen. Desde hace unas semanas, cuando paseo por el centro de Zaragoza, siento su ausencia. Me fastidia reconocerlo, pero es así. Ya no puedo encontrármelo en uno de esos bancos donde habitualmente se sentaba a leer su periódico deportivo o a tomar el sol. Formaba parte de la ciudad, de su esencia, de su alma, de su cuerpo. Ahora lo sé. Ahora que no me lo encuentro, ahora que lo echo de menos… tanto.

Me daba fuerzas para salir, para buscar a otros, para entablar primeros contactos con semejantes a él. Porque tal vez me lo encontrara esa tarde. Porque siempre podía hablar con él. Reírnos juntos, pasar largos ratos hablando de todo y de nada. Siempre me preguntaba por mis padres, por mis hermanos, por mis canas. Siempre me llamaba por otro nombre, pero ponía el mismo cariño al utilizarlo que si fuera el mío. Eso es lo de menos.

Fui un privilegiado por conocerlo. Al principio me costó acercarme a él. Me daba recelo su aspecto. Luego, desde la primera vez que me senté a su lado, comprendí que no había por qué. Que era especial. Un perro muy viejo, muy listo. Pero tan cariñoso además. De vez en cuando dejaba que lo duchara en el Albergue. Y nos reíamos tanto… Viendo cómo sus calcetines se mantenían de pie por la mugre. Frotándose con un estropajo como esponja, pero sin parar de reírnos. Luego posaba muy digno y espigado para que le sacara una foto, todo orgulloso. “¿A que estoy guapo, Jose?

Claro que bebía cerveza, pero sin abusar. También refrescos. Fumaba colillas cuando no había otra cosa. Tenía especial devoción por el café con leche. Muchas veces me invitó a uno. Y pasión por los mecheros, varios puñados llenaban sus incontables bolsillos.

Era lisonjero y pícaro. Tenía esa gracia natural que tienen las personas sin armadura, sin falsas intenciones, sin maldad. Y no es lo normal para un alma que llevaba decenas de años errando por las calles. Sin sitio fijo para dormir. En cualquier rincón. Siempre acostado sobre su lado derecho, acurrucado, sin mantas, sin nada que le hiciera de almohada.

Era simpático, afable. Por eso tenía tantos amigos. Gente de la calle: muchos. También gente de la ciudad: incluso más. Y seguro que todos lo echan de menos. Tal vez todavía no lo saben, pero seguro que lo notarán.

Ya no podremos verlo con su gorrito de Papa Noel y su bufanda del Atleti, para ir a juego. O con aquel sombrerito de mujer que le hacía un palmo más alto y un abrigo de piel, también de mujer, también a juego. Nunca se sintió mal por su aspecto. Al revés, siempre ufano, presumía cuando le preguntaba por su última vestimenta que algún amigo le había facilitado. Justo lo necesario para otros meses más. Eso no importaba…

Me equivoqué. Pensé que aguantaría varios años más en la calle. Que aún quedaba tiempo para que quisiera salir y ocupar esa cama que muchas veces le ofrecí. Pensé que un año más no sería demasiado, que este invierno tampoco era mucho más frío que tantos otros que había soportado. Pero me equivoqué. Uno más sí fue excesivo. Uno más que ya no aguantó. Y me duele, todavía no lo entiendo, no lo acepto, no me resigno.

No pude despedirme de él. Lo andaba buscando, pero cuando lo encontré ya era tarde. Falleció el día 21 de enero de una neumonía y se llamaba Toñete. Que lo sepa la ciudad, que se entere…