A la ciudad le falta algo. Lo he notado. Y no soy el único. María Pilar, Juan Carlos, Elías, también me lo dicen. Desde hace unas semanas, cuando paseo por el centro de Zaragoza, siento su ausencia. Me fastidia reconocerlo, pero es así. Ya no puedo encontrármelo en uno de esos bancos donde habitualmente se sentaba a leer su periódico deportivo o a tomar el sol. Formaba parte de la ciudad, de su esencia, de su alma, de su cuerpo. Ahora lo sé. Ahora que no me lo encuentro, ahora que lo echo de menos… tanto.
Me daba fuerzas para salir, para buscar a otros, para entablar primeros contactos con semejantes a él. Porque tal vez me lo encontrara esa tarde. Porque siempre podía hablar con él. Reírnos juntos, pasar largos ratos hablando de todo y de nada. Siempre me preguntaba por mis padres, por mis hermanos, por mis canas. Siempre me llamaba por otro nombre, pero ponía el mismo cariño al utilizarlo que si fuera el mío. Eso es lo de menos.
Fui un privilegiado por conocerlo. Al principio me costó acercarme a él. Me daba recelo su aspecto. Luego, desde la primera vez que me senté a su lado, comprendí que no había por qué. Que era especial. Un perro muy viejo, muy listo. Pero tan cariñoso además. De vez en cuando dejaba que lo duchara en el Albergue. Y nos reíamos tanto… Viendo cómo sus calcetines se mantenían de pie por la mugre. Frotándose con un estropajo como esponja, pero sin parar de reírnos. Luego posaba muy digno y espigado para que le sacara una foto, todo orgulloso. “¿A que estoy guapo, Jose?”
Claro que bebía cerveza, pero sin abusar. También refrescos. Fumaba colillas cuando no había otra cosa. Tenía especial devoción por el café con leche. Muchas veces me invitó a uno. Y pasión por los mecheros, varios puñados llenaban sus incontables bolsillos.
Era lisonjero y pícaro. Tenía esa gracia natural que tienen las personas sin armadura, sin falsas intenciones, sin maldad. Y no es lo normal para un alma que llevaba decenas de años errando por las calles. Sin sitio fijo para dormir. En cualquier rincón. Siempre acostado sobre su lado derecho, acurrucado, sin mantas, sin nada que le hiciera de almohada.
Era simpático, afable. Por eso tenía tantos amigos. Gente de la calle: muchos. También gente de la ciudad: incluso más. Y seguro que todos lo echan de menos. Tal vez todavía no lo saben, pero seguro que lo notarán.
Ya no podremos verlo con su gorrito de Papa Noel y su bufanda del Atleti, para ir a juego. O con aquel sombrerito de mujer que le hacía un palmo más alto y un abrigo de piel, también de mujer, también a juego. Nunca se sintió mal por su aspecto. Al revés, siempre ufano, presumía cuando le preguntaba por su última vestimenta que algún amigo le había facilitado. Justo lo necesario para otros meses más. Eso no importaba…
Me equivoqué. Pensé que aguantaría varios años más en la calle. Que aún quedaba tiempo para que quisiera salir y ocupar esa cama que muchas veces le ofrecí. Pensé que un año más no sería demasiado, que este invierno tampoco era mucho más frío que tantos otros que había soportado. Pero me equivoqué. Uno más sí fue excesivo. Uno más que ya no aguantó. Y me duele, todavía no lo entiendo, no lo acepto, no me resigno.
No pude despedirme de él. Lo andaba buscando, pero cuando lo encontré ya era tarde. Falleció el día 21 de enero de una neumonía y se llamaba Toñete. Que lo sepa la ciudad, que se entere…