Podría parecer que los dos pequeños episodios que voy a relatar son intrascendentes. Para mí no. En absoluto. Y no por la carga emocional que puedan transmitir sino por el contraste que aportan. Y porque reflejan lo apasionante que resulta trabajar con personas sin hogar. Además, porque por estos "pequeños detalles” entendí que mi trabajo me reclama un aprendizaje continuo que estoy obligado a seguir y nunca dejar de estar atento. Ni mucho menos subestimar todo el potencial y la gama de matices que cada persona que sufre en la calle puede esconder detrás de una apariencia de apatía, abandono, desidia e incluso suciedad…
Tengo dos imágenes grabadas en mi memoria de cuando conocí a estas dos personas en la calle.
Abel me llamaba la atención por su mirada, entre atormentada y asustadiza. La expresión de su boca transmitía un extraño amago de sonrisa que todavía agudizaba más esa sensación de tristeza y desamparo. Me lo encontraba por el entorno del Albergue, siempre despeinado, con barba de varios días, su brazo inútil doblado en un anormal gesto y el sano agarrando unos pantalones que se le escapaban por falta de cinturón. Siempre me miraba un instante y luego bajaba la vista al suelo. A mí no me resultaba indiferente y me decía a mí mismo que algún día debería hablar con él. Siempre mi maldito miedo a los primeros contactos con las personas de la calle, cuántas veces me arrepiento…
Con Pedro me solía cruzar por la calle San Miguel. Llevaba varias bolsas de plástico en la mano, generalmente iba pidiendo “al parón” a todos los peatones con los que se cruzaba. Su peculiar andar, sus pies marcando las diez y diez, su voz intensamente nasal y chillona y su gran envergadura hacían difícil no fijarse en él. Bien peinado pero con los pantalones casi siempre manchados. Seguramente por la incontinencia producto de una vida al límite cada día intentando sobrevivir en la calle: tomando de casi todo y comiendo de casi nada… Yo lo conocía de hacía años y tal vez por eso lo que más me preocupaba era su gran deterioro y la situación crítica a la que estaba llegando. Tampoco me atrevía a hablar con él, mucho menos cuando estaba pidiendo. Ese nunca es un buen momento.
I
Una tarde entro en Casa Abierta y son varios los usuarios que ya se han duchado. Hoy toca que venga Jesús, el auxiliar, a ayudarnos con el tema del remojón. Veo que Abel está todavía con la cabeza húmeda y la ropa que lleva es toda limpia. Está un poco cabreado por algo, pero bueno, no le doy más importancia, siempre está así. Tiene un carácter difícil, pero en realidad es a días. Se mueve de un lado a otro de la estancia, portando su cenicero en una mano y arrastrando los pies como siempre. Ni siquiera me mira cuando entro. Yo para bromearle me acerco, le miro de arriba abajo y le digo con la voz elevada para que reaccione:
- ¡Pero que tío más guapo, madreeeee! ¡Si parece Alaindelón! ¡Damee un besooo andaaaaaa! –intento abrazarlo pero me esquiva con un gesto despectivo.
- ¡Que cosas tienes, déjame en paz, anda, que tengo muchas preocupaciones! –pasa de largo y se dirige a tumbarse a su cama como siempre, ignorándome completamente.
Yo no le doy mas importancia al hecho de que actúe así. En realidad demasiado bien se ha adaptado a Casa Abierta. Costó bastante que se incorporara al grupo y permaneciera de manera estable viviendo con nosotros.
Más tarde yo ya me he olvidado del tema y estoy sentado en el sillón del despacho de los voluntarios. Aparece por la puerta sin decir nada. Arrastrando los pies como siempre, se aproxima a mí, extiende su única mano útil, ennegrecida por el tabaco y con alguna falange de menos, acerca mi mejilla a la suya y me regala un beso inesperado.
- ¿Pero qué haces Abel? ¿A que viene esto?
- ¿No me has pedido un beso antes? Pues ahí lo tienes, ¡que te quejas de todo Rafa!
II
Los domingos por la mañana me quedaba con Pedro hasta que terminaba de desayunar. En parte porque no se demorara demasiado y saliera a la hora y también porque era de los pocos ratos durante la semana que podía compartir un rato distendido con él y hablar un poco de todo. Algunos días incluso nos contábamos chistes o él me contaba experiencias de su agitada vida pasada.
Un domingo, mientras Pedro se peleaba con el envoltorio de los pasiegos, me llamó mi madre al móvil. Después de hablar con ella unos minutos y como conoce a casi todos de la Casa por mis referencias, me envió un par de besos para Pedro, sabedora de que estaba con él esperando que acabase su desayuno.
- Pedro, mi madre te manda dos besos –le digo indiferente, mirando el móvil para apagarlo y ver la hora.
- ¡Ah bueno, pues dámelos, claro! –responde con tranquilidad.
- ¿Cómo que te los dé? –le pregunto sorprendido. No me esperaba esa actitud.
- No te ha dicho que me des dos besos, pues me los tienes que dar – me dice totalmente serio, explicando su incuestionable lógica.
- Vale, vale –le digo impotente, me acerco y le doy un beso en cada mejilla…
- ¿Ves? Ya está. Si tu madre me manda dos besos tu me los tienes que dar, tampoco es tan difícil Rafa.
- No, no, tienes razón – yo sigo pensando que me ha pillado completamente desprevenido y que para él es completamente razonable, esta muy serio y no me bromea en absoluto. Juro que por un momento dudé…
Es difícil explicar, para los que no conocen a estas dos personas lo significativo que son estas pequeñas muestras de afecto, puesto que ambos eran perfiles muy huraños y complicados y que, antes de entrar en Casa Abierta, su situación era de las de mayor aislamiento, con apenas relaciones ni siquiera con otras personas de la calle. Por eso me resulta curioso que precisamente ellos tengan estos gestos espontáneos de cariño. Pero creo que no es casualidad. Tampoco es casualidad que ahora se les vea sonreír de vez en cuando. Y no soy el único que lo ha notado…