“La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer”.
Eliseo Diego
La habitación es muy grande para disponer solo de una cama. Todavía huele a nuevo, hace poco que han reformado el hospital. La luz entra a raudales por el gran ventanal del fondo, el sol ilumina las paredes desnudas color pastel de la estancia. Nada me indica que en este escenario haya una presencia fría y sombría.
Darío respira con mucha dificultad. Cada inspiración le cuesta demasiado esfuerzo ya. Le paso la mano por su cabeza rapada y noto su frente húmeda y caliente por la fiebre. Está famélico, se le notan todos los huesos de su pecho descubierto. Sus intensos ojos azules destacan de su cara chupada y angulosa. Pero me miran aún e incluso me da las gracias una vez más por mi visita. Nunca pensé que lo haría, siempre lo sentía tan digno e independiente cuando de madrugada escalaba el foso de la muralla medieval de la calle del Albergue. Ahí tenía su lecho. Lo veía todas las mañanas, nos saludábamos con un gesto mudo con la cabeza. Ahora me resulta inconcebible que me dé las gracias. Me siento impotente, pero creo que intentar hablar con él le produce más cansancio y sufrimiento. Decido irme y paso una vez más mi mano por su diminuta cabeza para que note mi presencia y un poquito de calor como despedida. Creo que todavía no soy consciente del momento que vivo. Ni de la presencia pegajosa y alquitranada que ocupa cada vez más espacio de la habitación y que ya casi no deja respirar a Darío.
Me voy, no sé qué más hacer. Tal vez debiera decir algo o hacer algo, pero sigo sin darme cuenta de la realidad cruda. Antes de salir, con la puerta entreabierta, le digo adiós con la mano. Él intenta devolverme el mismo gesto, pero solo puede levantar la palma de su mano izquierda mínimamente, sin siquiera poder despegar la muñeca de la sábana. La sombra tiene cada vez más peso sobre él, pero no tanto como para que no me dé las gracias una última vez levantando sus dedos varios centímetros de la cama.
Ahora sí soy consciente, ya por las escaleras, de que será la última vez que lo veré con vida. La duda me corroe: ¿Tenía que haber hecho o haber dicho algo más? ¿Estuve poco tiempo con él? Pero ya nada importa, la rueda Fortuna ya ha marcado su designio y sé que poco a poco la negrura ocupará la habitación completamente para luego desaparecer y llevarse con ella a Darío.
Son muchos los que me arrebata la muerte cada año. Personas de la calle. Y como siempre, cuando desaparece de nuestra vida algún allegado, nos duele por aquello que ya no nos proporciona, aquello que nos daba. En realidad no sé adónde van. Seguramente a un sitio sin frío, ni hambre, ni miedo. Un lugar donde descansar por fin tranquilamente.
Soy egoísta. Lo que a mí me importa y me duele es que todavía noto su espíritu en un banco vacío, en los arcos de la plaza de toros donde ya no hay botellas de vino vacías, en las escaleras de la Parroquia o en el patio del Albergue. Porque la ciudad aún conserva las estelas de su presencia, tan sólo hay que fijarse, cerrar los ojos y sentirlo.
Las personas siempre me dejan huella en la mirada, mucho más aquellas que siempre estuvieron en un rincón personal y propio habitando la ciudad. Y porque me daban su saludo, me nombraban por mi nombre y, en el mejor de los casos, me ofrecían una sonrisa…
La muerte merodea, está ahí, acechando, impaciente, imparable. Viene y se va sin avisar y sin darme la oportunidad de decir adiós sin desgarros, sin dolor ni egoísmo, a muchas de las personas que se lleva: Ana, Basilio, Cecilia, Domingo, Ionel, Martín, Miguel, Pilar, Rubén… y algún otro, seguro todavía no me he enterado.
Y se los seguirá llevando implacablemente, incluso a los que sólo llevan un día en la calle, como quien no quiere la cosa, como para que no me dé cuenta y lo pase por alto.