Me llamó la atención hace unos
días, cuando, a las puertas de un hospital, una joven médico regalaba una
manzana de su propio almuerzo a una gitana rumana que estaba pidiendo. Llevaba un
cartelito con las fotos de sus hijos. Su tronco se balanceaba constantemente y
su repetida y agotadora cantinela no hacía más que suplicar limosna con un tono
de llanto también fingido y falso.
Y es que el tema de los que piden
limosna pero son pobres fingidos viene de muy atrás. Poniéndome muy pedante,
diría que del siglo XVI donde ya advertían de la picaresca y de la conveniencia
de no dar limosna indiscriminadamente.
Hace un tiempo intenté contar a
los que piden por el centro, pero me quedé a mitad de camino. Aun así,
afirmaría que más de la mitad de los que se ven por las calles de Zaragoza son
pobres fingidos, gitanos rumanos o de otra “franquicia” que van y vienen de
otras ciudades.
Explotan las taras físicas, como
aquél que parecía una araña porque doblaba las rodillas al revés de lo normal. Andaba
como a cuatro patas. Daba grima verlo. Pero no le iba nada mal el negocio,
sobre todo a los que lo explotaban, no a él precisamente. En media hora que le
estuve observando, desde una distancia prudencial y disimuladamente, más de 15
personas le obsequiaron con unas monedas. La cuenta es fácil. También es cierto
que monopolizan los mejores sitios de la ciudad, los que más afluencia de
ciudadanos tienen y, por tanto, donde más posibilidades tienen de engañar al
alma caritativa (o cándida) del que pasa haciendo sus compras
despreocupadamente.
No creo que sea tan difícil
distinguir realmente quién es una persona sin hogar que está pidiendo. Para
saber que no es falso hay que percatarse de que su actitud es mucho más
vergonzante y discreta, algunos que se sientan en la acera y ni se atreven a
mirar hacia los viandantes, sólo lo hacen para decir gracias cuando oyen el
“clin clin” de la moneda cayendo en el cuenco. También la mayoría de ellos
tiene sus pertenencias al lado, en una mochila, de donde sobresaldrá,
seguramente, una manta o un saco de dormir. Y sobre todo el calzado. Los pobres
fingidos se descalzan, mostrando unos pies sin daños e incluso limpios, supongo
que imaginan que creemos que van descalzos por la vida. Los realmente
necesitados sin hogar muestran un calzado raído y machacado de tanto andar, con
combinaciones extrañas de calzado y calcetines. Seguramente esta mezcla
proviene de las carencias de los roperos…
Otro aspecto que nos permite
distinguir a los sin hogar autóctonos y auténticos es “la metodología del pedir”.
Si los fingidos tienen como método exclusivo el tumbarse en lugares céntricos
mostrando a veces taras físicas los “verdaderos” disponen de más creatividad a
la hora de ponerse a pedir limosna. Incluso algunos crean nuevos métodos. Últimamente
se ha visto mucho por algunas aceras a personas postradas de tal manera que
parece que adoran a una caja vacía de zapatos para que echen monedas, que tiene
introducida una piedra para que no se la lleve el cierzo y que de manera
escandalosa reclaman la atención de los viandantes con frases como “¡¡¡por el
amor de Diosssss una ayudaaaaah!!!” pareciendo que les fuera la vida en ello.
Juraría que conozco a quien inventó este método (y muchos de mis compañeros que
trabajan con personas sin hogar lo saben). Todavía lo veo algunas veces
utilizándolo. Por lo menos crea escuela y no se estanca en antiguos sistemas
menos productivos…
También si vemos a alguien pedir
“al parón” seguramente es una persona sin hogar. Hace falta mucho desparpajo
para hacerlo así, no es un sistema fácil pero es de los más productivos.
Consiste simplemente en ir caminando por paseos nutridos de gente pidiendo con
la mano extendida a todo aquel que aparece en el camino de la persona que pide.
Muchos ciudadanos, ante la incomodidad de lo incisivo de la súplica ceden más
fácilmente y echan mano a la cartera para aportar algunas monedas. No son
muchos los que utilizan este método, pero todos los que conozco están realmente
necesitados.
Luego están los que ponen
cartelitos en el suelo, algunos contando sus penurias. Otros, de manera más
optimista, bromeando pidiendo dinero para unas vacaciones o un Ferrari y algunos, exagerados, utilizando sábanas de
4x3 metros para que se lea “alto y claro” su petición de caridad. Muchos de
ellos aclarando, por supuesto, que son españoles, o lo que es lo mismo” ayude
usted al pobre autóctono antes que el sobrevenido, sea consecuente”. Pero ojo, no debemos pensar que por el simple
hecho de no ser españoles son fingidos o viceversa. Sabemos que casi la mitad
de las personas de la calle son extranjeros.
También están aquellos que
ofrecen algún tipo de objeto para su venta, como ceniceros hechos con latas de
cocacola, incluso pendientes, mecheros, kleenex… Hay mucha variedad de mercadeo…
En el otro extremo de la problemática
de la limosna están las personas que la dan. Generalmente son personas que se
sienten compasivas ante la situación que proclaman los mendigos. Unas inducidas
por un sentimiento cristiano de caridad entendida de una manera muy somera y
que tal vez sólo buscan apaciguar su conciencia. Algunos otros son gente con
buena voluntad que realmente creen que están haciendo una labor digna de elogio
y que se sienten satisfechos de sus aportaciones, algunas de ellas periódicas.
También hay personas de pronto fácil, que un día, sin saber ni cómo ni por qué,
le dan cincuenta euros a una de estas personas, que haberlos haylos, pero
pocos. Lástima, si no ya se habría acabado el problema o tendríamos la ciudad
abarrotada de mendigos. Aunque creo que esto último sería lo más probable.
Y luego hay una categoría que
merece explicación aparte: “las marujas asesinas”. Mujeres de edad entre los 50
o 60, generalmente de buena posición económica que apadrinan a una serie de
personas de la calle de manera selectiva y que incluso los llevan a sus casas
para que se duchen. También reparten periódicamente sus bolsas de bocadillos entre
las personas de la calle que conocen de determinada zona. (Un día que yo estaba
con mi chándal hablando con unos de la calle y pensando la buena mujer que yo
era uno de ellos, me dijo que a mí no me correspondía bocadillo porque no me
conocía: ¡Bendita Caridad!).
Lo malo de todo esto, y hablo
desde mi experiencia personal, es que generalmente son personas a las que es
difícil hacer entender que su labor no contribuye a una mejora de la situación
de la persona de la calle. Que dudan por principio del trabajo que hacemos desde
los servicios sociales y que sólo ellas saben cómo ayudar a los (cuidadosamente
elegidos) pobres de la calle, que “fíjate tú que nadie hace nada por ellos”.
No quiero aventurarme demasiado
pero juraría que cierto tipo de desequilibrio existe en sus vidas para que se
erijan en “paladinas” de las personas de la calle de una manera tan aleatoria,
improductiva e incluso peligrosa (conozco a alguna que tuvo que dejar su
afición por graves afecciones pulmonares contraídas vete tú a saber cómo). Pero
no soy yo quien las vaya a hacer entrar en razón, ya lo intenté y me llevé mis
buenos rapapolvos. Lo malo es que en algunas ocasiones interfieren realmente en
la labor que realizan los servicios sociales que trabajamos con personas sin
hogar por esa manera tan patológica de ejercer la caridad.
Hace poco una de las personas que
llevaba años durmiendo en el mismo portal ha tenido que evacuar su posición y
pasarse al túnel comercial de la acera de enfrente. Derriban el edificio. Antes, tenía a su servicio a muchos de los
vecinos que le aportaban comida, bebida, tabaco e incluso oí algún día decirle
a una joven de la pizzería: “te quiero”. Hoy, estando a una distancia mínima de
su anterior sitio, puesto que solo hay que cruzar el paso de cebra, no tiene a
ninguno de esos vecinos tan dispuestos y colaboradores, su situación es mucho
más precaria y apenas tiene un saco de dormir. Todo aquel entorno que tenía
“apesebrado” a nuestro amigo ya no es capaz de cruzar el paso de cebra para
seguir con su labor. Entonces, ¿qué pasa? ¿Qué si ya no está en mi camino, en
mi calle, en mi ruta para comprar el pan, en mi lugar de trabajo ya no es mi
pobre? Es tan ilógico el sentido de propiedad de algunas personas que piensan
“este es mi pobre” que no se dan cuenta del daño que pueden hacer. Aunque yo,
sinceramente, me alegro de que su ayuda se haya acabado, así ahora sí que
realmente los servicios sociales podrán hacer su labor y seguramente serán esos
mismos vecinos que no se atreven a cruzar la calle quienes denuncien su
“insostenible situación”.
Para terminar, solo quiero que se
entienda que el ofrecer algún tipo de limosna a la gente que está en la calle
es generalmente contraproducente y nada apropiado. Sé que algunos no lo
entenderán así, pero es así como lo tengo que proclamar. Aquel que quiera
ayudar que lo haga a través de algún servicio social o colaborando con las
ONG’s que se dedican a ello.
Personalmente creo que la mejor
limosna que podemos dar, sea quien sea el receptor, es un saludo, una sonrisa y
unas pocas palabras de cariño, simplemente para que le demos algo que no se
puede dar de otra manera: VISIBILIDAD.