Alí ha fallecido.
Hace meses que le había pedido
permiso personalmente para escribir sobre él. Creía que su historia merecía ser
contada. Él me lo permitió sin dudarlo. Me dijo que escribiera lo que quisiera,
confiaba en mí. Pero yo me sentía incapaz de escribir una sola palabra sin su
consentimiento. No le importó. Ni siquiera cuando le expliqué lo que significaba
internet y que cualquiera podría leerla. Siguió consintiendo. Es más, me dijo
que si necesitaba hablar con él para ampliar su historia, que lo hiciera. Ahora
me fastidia no haberlo hecho. No me dio tiempo. Maldita pereza. Aun así la
historia de Alí tal vez sea de las más intensas que he escuchado, y hace muchos
años que lo conocí.
Amargura es la primera
palabra que viene a mi mente cuando ahora lo recuerdo. Alí llevó gran parte de
su vida una pesada carga sobre sus espaldas. Su mujer e hija fallecieron en un
accidente de coche. Y él era el conductor. Creo que jamás llego a superarlo,
pero no es esta amargura vital que le atormentaba lo único que se pueda contar
de él, ni mucho menos. Su vida daría para un libro…
Recuerdo que fue la primera
persona que expulsé de la Casa. Tomaba casi de todo y además se estaba tramitando
él mismo el permiso de armas, siempre había sido cazador. Y era tremendamente
conflictivo. Por eso decidimos expulsarlo. “El mundo es pequeño” me amenazó,
susurrándome al oído, cuando salía por la puerta aquella noche, hace ahora diez
años. Estuve realmente asustado durante una semana, hasta que me buscó para
disculparse por aquella amenaza que, según él, no recordaba.
Pero aun así, siempre le
tuve miedo. Incluso años después, cuando me lo encontraba por el la calle San
Pablo o Conde Aranda, tirado en un portal, con la ropa completamente
acartonada. O vagando por las aceras con la mirada perdida y una marcada
expresión de amargura... ¡siempre esa amargura!
Hace dos años, volvió a
incorporarse a la Casa. Su situación ahora era distinta. Había pasado por un
delírium tremens salvaje (“veía una fila de pavos por la calle, Rafa”) y tuvo
una prolongada estancia en el Hospital Provincial. Estaba más delicado de
salud, pero todavía conservaba toda esa energía que transmitía con sus ademanes
y su mirada. Decidimos probar con la esperanza de que esta vez, pasado tanto
tiempo, se adaptase a vivir de manera más pacífica con el resto de usuarios de
Casa Abierta.
Y entonces descubrimos al
verdadero Alí. Cuántas veces habré escrito aquí que debajo de capas y capas de
consumos y borracheras siempre aparece el ser, la esencia, el corazón de la
persona, su alma… Y cuántas veces tengo que recordármelo.
Alí había sido camionero, de
estos que atraviesan el Sáhara con varios remolques unidos uno tras otro. Todavía
conservaba todos sus permisos de conducir en regla y los renovaba cuando
correspondía. Confiaba en poder manejar de nuevo un camión. Creo que también
conservaba el permiso de armas o de caza. Para él, tener todo en regla era
fundamental. Siempre andaba preocupado por los papeles, ya fueran del médico o
cartas que le reclamaban seguros antiguos de tantos coches como tuvo.
Descubrí esta vez a alguien
cariñoso. Me parecía increíble, que ahora, después de tantos años, me
permitiera auparlo, izándolo en el aire para sopesarlo, riéndonos juntos cuando
le decía que estaba muy flaco. O que me permitiera llamarle “abuelo cebolleta”
cuando cada mañana lo despertaba para que no se quedara retrasado en la cama,
durmiendo siempre tapado hasta la cabeza. Repetía constantemente la palabra “humanamente”
cuando se quejaba de algún incidente que le sucedía o simplemente cuando daba
las gracias por algo. Yo siempre le repetía la misma palabra “humanamente” cuando
me dirigía a él por otras cuestiones. Y el entendía la ironía fina y sonreía.
Era perro viejo. Conocía la
calle como nadie. Me enseñó a reconocer como se repartían los territorios los
camellos en las calles San Pablo y las Armas, dónde se vendía qué y a quién
pertenecía cada esquina. Lo mismo me mostró de las calles del entorno del Albergue,
aparentemente más tranquilo, pero cuyos oscuros negocios conocía perfectamente.
Y creo que todo el mundo le respetaba, lo conocían desde hace muchos años.
Le gustaba hacer ganchillo. Igual
tejía un gorrito, una funda para el móvil o una protección para el manillar de
una bicicleta para el invierno. Tenía mucha habilidad y, aunque me lo ocultara,
sé que algunas de las cosas que tejía las vendía por unos euros a algunos
voluntarios. Con Ana, una de las voluntarias, compartía técnicas y se enseñaban
diseños para aprender uno del otro.
Trataba con especial respeto
a todos los voluntarios y cada día que estuvo les agradecía su compañía y su
labor: “muy agradessssido señorrrita por su laborrrrr humanamente, que Dios la
guarrrrde”. Era muy sensible en ese
aspecto. Lo mismo que se disgustaba y enfadaba, ahora ya como un niño, si yo le
reprendía de manera enérgica por algún incidente con los compañeros.
No puedo negar que siempre
conservó gran parte de su carácter, pero también me resultaba sorprendente que cuando había
algún otro usuario ingresado en el hospital, él iba a visitarlo, incluso le
llevaba tabaco de estraperlo. Pero a mí no me lo contaba, no lo hacía por
cumplir, sinceramente le salía de dentro, no era una impostura.
Sí, era cariñoso y educado,
pero también, malhumorado, triste, listo, noble, negociador, generoso,
elegante, organizado, embaucador, simpático y español, aunque haya nacido en
Tánger, como él siempre matizaba.
Doy gracias porque su muerte
haya sido durmiendo y sin darse cuenta. Así, cuando él crea que ha despertado,
en realidad compruebe que por fin se ha podido reunir con su mujer e hija después de
tantos años de culpa y sufrimiento. Ese será su mejor despertar y ahora seguro que ya descansa y no acarrea
esa mochila llena de oscuridad, ansiedad y pesados fantasmas que tantos años ha cargado
por la vida.
Ojalá se entienda que esto
que ha sucedido con Alí es la esencia de Casa Abierta. Mágicamente, una vez que la estabilidad ha
vuelto y una vida menos autodestructiva aparece, nos encontramos con el
renacimiento de una persona, con una vuelta a la vida, a la dignidad, a la
pertenencia, que se muestra tal y como es y se le acepta sin peros. Nos
obsequian con una sonrisa o con una broma cuyo valor va mucho más allá que la
mera gratificación puntual. Han tenido que volver a aprender a sonreír y no ha
sido fácil, pero esa sonrisa no tiene precio. Y siempre descubrimos nuevas
sonrisas en la Casa, ésa es la recompensa.En este caso podemos
sentirnos orgullosos de que esta persona haya fallecido dignamente, acompañado
y no haya sido en la calle, como ocurre en otros tantos casos.
Que no se me olvide que mañana tengo que llamar al juzgado, a ver si por fin permiten su entierro y podemos despedirnos de él “humanamente”…
Que no se me olvide que mañana tengo que llamar al juzgado, a ver si por fin permiten su entierro y podemos despedirnos de él “humanamente”…