Me he topado con ella varias veces por la parte vieja de la ciudad. Es una mujer de unos cincuenta y pocos años. Creo que es de posición acomodada. Al menos esa sensación me da por su aspecto cuidado y su manera de vestir. Pero, al mismo tiempo, hay algo que no encaja. Acarrea un carrito de la compra forrado con tela a cuadros. También lleva guantes de fregar muy gruesos para protegerse las manos y un delantal de pescadero. El carrito está lleno de comida para pájaros y pan desmigado.
Supongo que fueron sus gestos nerviosos, su frenético ritmo caminando y verla esparcir ese pienso de manera agitada lo que me llamaron la atención. Si no, hubiera pensado que era una señora más que vuelve de hacer la compra. Pero un día estuve observándola unos minutos. Cubría literalmente la plaza de san Braulio con esa mezcla de alimento para pájaros. Parecía una posesa. Miraba todas las esquinas y, a modo de insólita sembradora urbana, iba tapizando de alpiste la totalidad de la plaza, poniendo especial cuidado en aquellos rincones donde ella presumía que los pájaros y palomas buscarían algo que llevarse al buche.
Me dio que pensar. Al principio imaginé que tal vez estuviera un poco trastornada. Pero luego me dije que quién era yo para juzgar cuál era su situación mental. Lo que sí me resulta evidente es que esta mujer había decidido emplear un porcentaje elevado de su tiempo y energías en cuidar a los pequeños gorriones y palomas de nuestra ciudad. El peso del alpiste que transporta indica que el área que cubre no debe de ser reducida precisamente. Además me la he vuelto a encontrar en otras pequeñas plazas de la zona.
Creo que ha hecho de esta práctica un modo de vida. Intuyo que está sola. O su vida esta teñida por la tristeza. No lo sé, tal vez me equivoque. Pero sus gestos, la expresión perdida de sus ojos y su rabioso afán de cubrir de comida cada recoveco de las calles eso me transmiten. Quiero imaginar, y tal vez sea muy osado, que quizá esta buena señora, desengañada de las personas, ha decidido “adoptar” a las aves del centro. Quién sabe. Igual es que todo son cábalas mentales mías y que elucubro demasiado sobre la vida de los demás…
El hecho de saber de esta mujer me hizo recapacitar. Me di cuenta que conozco a más personas en una situación similar a la de ella y seguramente bastante solas también. Pero con una diferencia. Estas personas se apoyan en las personas sin hogar para paliar de algún modo ese vacío relacional que tienen. Más de una vez, al visitar a individuos que viven en la calle me he encontrado con bastantes ciudadanos que, si bien no son personas sin hogar específicamente, sí que comparten bastante tiempo con ellos, ya sea en sus ubicaciones habituales o en cualquier otro lugar de la ciudad, pasando con ellos sus ratos de ocio.
En ocasiones me he tropezado con una de estas personas compartiendo un refresco con “su amigo de la calle” en una selecta terraza de la plaza del Pilar formando una curiosa estampa. El primero con sus más de 150 kgs apenas cabía en la silla del velador y, por otra parte, el aspecto de la persona sin hogar resultaba especialmente llamativo por su clamorosa falta de higiene. Sea como fuere ambos pasaban el rato hablando de manera distendida y natural…
Otras veces, comprobé cómo una persona sin hogar con graves dificultades para andar y que la mayor parte del día estaba sentado en un banco de la calle Alfonso se beneficiaba de que su “amigo ciudadano” le compraba cerveza o bocadillos. Éste se desplazaba en su silla de ruedas eléctrica puesto que su cuerpo también estaba prácticamente paralizado salvo las manos. Aún así, con su pequeño “vehículo”, compensaba las dificultades de movilidad del primero y le proporcionaba cigarrillos, bebida y lo que hiciera falta. Pero, sobre todo, el uno al otro se daban compañía y les unía cierto tipo de amistad. Tal vez eso fuera lo más importante.
He leído mucho sobre las relaciones sociales de las personas sin hogar. En algunos textos se habla de la soledad extrema de este colectivo. En otros se diserta sobre las relaciones entre ellos mismos, poniendo especial hincapié en si los vínculos se crean para autodefensa o por temas relacionados con el consumo de alcohol en determinados contextos. Incluso yo mismo indagué al respecto. Descubrí, que al menos en nuestra ciudad, el trato con los vecinos del entorno donde nuestros amigos suelen habitar es bastante bueno, cuando no muy cordial.
Pero lo que me resulta especialmente interesante sobre esas personas solitarias que he descrito antes es que encuentran apoyo ahí donde se supone que no debería haber nada. Al hablar de personas de la calle, casi siempre se oyen apelativos referentes a un colectivo por lo general estigmatizado, desprovisto de cualquier tipo de “cualidad” y carente de todo interés humano para el resto de los mortales. ¿Quién iba a pensar que hay un pequeño grupo de ciudadanos en nuestra ciudad que realmente llenan sus solitarios días gracias a la compañía que obtienen de los desterrados y olvidados de nuestras sociedad? Parece cumplirse el dicho aquél de que si te crees que estás mal, tal vez debas mirar atrás y comprobarás que hay alguno detrás de ti que está peor…
Yo, cariñosamente, los llamo “trapisondas”. El calificativo no es invento mío. Hace años conocí a una familia compuesta por la madre y tres hijos adolescentes. Se bajaban todas las tardes a pasar las horas compartiendo una pequeña glorieta con cierto número de personas sin hogar que hacían toda su vida allí. Siempre acogían a esta extraña familia con total naturalidad e incluso cariño. Todos juntos formaban un curioso grupo muy bien avenido. Cuando los conocí me llamaron la atención, andaba yo escamado. Un día que no estaban les pregunté a las personas de la calle sobre tan singular familia. Ellos me explicaron quién era ese peculiar clan, me hablaron de su buena relación y de cómo pasaban con ellos gran parte de las tardes del verano. También me dijeron cómo los llamaban:
- ¿Te acuerdas de los tebeos? Había una historieta que se llamaba “La Familia Trapisonda, una familia que es la monda…”. Por eso los llamamos la “familia trapisonda”.
Así, a partir de entonces, a todas aquellas personas muy solas que encuentran en las personas de la calle a un amigo los llamo “trapisondas”… y creo que hay bastantes, voy a empezar a contarlos.