jueves, 20 de septiembre de 2012

COMO UN NIÑO.

No era extraño tener que llamar a los hospitales por la mañana para ver si José Miguel estaba en alguno, sobre todo en invierno. Otras veces era la misma policía quien lo acercaba al Albergue en su coche para que no se quedara dormido a la intemperie con las bajas temperaturas. Aquella mañana, sin embargo, me dijeron que había salido de urgencias a las 10 de la noche del día anterior pero extrañamente no había acudido a dormir.


Decidí ir a buscarlo. Tampoco se movía por amplias zonas de la ciudad. Sus 140 kgs y su dificultad para andar limitaban mucho su capacidad de desplazarse a los sitios. Por eso mismo enseguida lo encontré. Estaba en los porches del Paseo Independencia. Tiritando de manera alarmante, con la cabeza casi perfectamente embutida en el cuello de su anorak al que había subido totalmente la cremallera. Sólo se apreciaba su calva. Llevaba un apósito en la parte posterior de su brillante cabeza. Una herida más que añadir en la misma zona…

Como pude lo desperté, no sin asustarle. Siempre se sobresaltaba si lo llamaba por su nombre cuando estaba durmiendo en la calle. Muy dignamente, se puso erguido y aparentó normalidad, aunque la borrachera todavía no se había disipado del todo. Luego, creo que con la ayuda de un viandante, lo levantamos de la acera y nos dirigimos hacia el Albergue. Con la mano izquierda se apoyaba en su muleta, con la derecha se agarraba a mi brazo. Nos podría costar una hora un itinerario que normalmente cuesta 15 minutos. Pero no quise coger un taxi, quería que aprendiera la lección y se acostumbrara a llegar por su propio pie. No dijo nada durante todo el camino. Poco a poco su frente se perló de sudor aun con el frío de la mañana. Realmente le costaba caminar, llevaba varios días sin dormir en cama y después del batacazo y con toda la cerveza que aún llevaba en el cuerpo era normal que tuviera tanta dificultad. Incluso yo pensaba que había tenido suerte, pues en otras ocasiones era imposible hacerlo levantar y mucho menos caminar por el deplorable estado en el que me lo podía encontrar.

Ya cerca de Casa Abierta, en la calle San Agustín, me paré con él del brazo a saludar a un conocido de la calle a través de la verja de un bar que hace esquina. No duró más de dos minutos la conversación pero, cuando quise retomar la marcha con José Miguel del brazo, me di cuenta de que él, mientras yo hablaba, se las había apañado para bajarse la cremallera del pantalón y estaba orinando alegremente a mi lado, sin haber cambiado su posición, sin ningún pudor y poniendo una expresión de total tranquilidad en su cara. Poco le importaba. Sólo aliviarse. Tampoco se inmutó con mis reprimendas en voz baja para que no se percataran de la escena los que pasaban…

Ya cerca de la entrada a la Casa, un coche pasó por la estrecha calle al lado de nosotros. Nos apartamos un poco, dejándole paso. En ese momento José Miguel le increpó: “¡¡Cuidado no atropelles a mi amigo Dafa, eeeeh!!”. Me estremecí. No había abierto la boca desde que me lo había encontrado hacía más de una hora y tampoco era muy locuaz ni mucho menos excesivamente cariñoso. Pero entendí que era su manera de agradecerme, ahora que la larga caminata llegaba a su destino, que le hubiera ayudado y pudiera descansar por fin en su cama caliente. Esa muestra de afecto inesperada fue un estupendo regalo para mí.

Era como un niño. Creo que desde muy pequeño había vivido en un orfanato, tal vez por eso se había atascado en una eterna niñez y luego, de institución en institución, había ido creciendo en volumen y en años, pero nada más. Hasta que acabó en la calle.

Yo viví muchas experiencias con él. También fue de los primeros que conocí y tengo que reconocer que tenía debilidad por él. Tal vez al sentirlo vulnerable o por esa sensación de ternura que en ocasiones tenía la facilidad de transmitir.

Algunas noches, cuando yo apagaba las luces y me disponía a salir de la Casa me llamaba desde su cama:

- ¡Dafaaaaa!
- ¿Quééé? –respondía yo desde la puerta con la luces ya apagadas.
- ¡Tápameeeeeeee! –voceaba desde el fondo de la estancia.

Me acercaba, le arropaba y siempre le bromeaba como se le pueda hacer a un niño pequeño que quiere jugar un rato. Le tapaba la cara con las mantas y decía:

-¿Dónde está José Miguel?¡ No lo veo! ¿Dónde se ha metido? ¿Quién se lo ha llevado?

Él se desternillaba de la risa y su enorme cabeza se ponía roja carmesí de tanto reír. Luego le tapaba bien con las mantas, le daba un beso en su enorme frente y se quedaba sonriendo y dispuesto a dormirse en unos instantes… Como un niño.

Podría contar muchas más historias que compartimos. Como cuando nos comíamos un cucurucho de helado sentados juntos en la acera del paseo Independencia en pleno verano y nos miraban curiosos los viandantes. O como aquella vez que se quedó dormido en el hospital encima del mando que controlaba la cama y amaneció con el colchón totalmente plegado y asomando por cada lado un brazo y una pierna: “Parecía un Sandwich” se reía la enfermera… También tuvimos nuestros enfados. Un invierno que hubo que expulsarlo de Casa Abierta y durmió en el mismo banco incluso los días más fríos. Pero tal vez lo más duro fue que también me dejó de hablar durante aquella temporada. Iba a verlo con frecuencia y siempre me rechazaba, ni siquiera quería que le llevara un café caliente. Pero por suerte al final recapacitó y volvió con nosotros.

Hace dos años, gracias a mis compañeras, conseguimos que ingresara en una residencia donde estuviera mejor atendido. Sus caídas empezaban a ser muy frecuentes y yo ya era incapaz de traerlo todas las tardes a dormir, por sus borracheras y su grave dificultad para andar, cada vez más patente. Las primeras veces que fui a verlo a ese centro, sinceramente lo pasaba mal. El no hacía más que repetir: “¡Llévame contigo Dafa, quiero volver a la Casa Abierta, no me dejes aquí!”. Él quería volver a su libertad, a hacer lo que quería, a beber hasta caer en la inconsciencia, a que lo cuidaran los voluntarios y seguir siendo como “el pequeño de la Casa”. Pero no era posible. Durante muchos meses me sentí incapaz de volver a ir a visitarlo, aunque también entendí que era mejor que se olvidara un poco de todos nosotros, sobre todo de mí.

Este verano, con la ayuda de Roberto y Patricia, de JUCAR, me sentí con fuerzas para volver a encontrarme con él. No tenía yo claro que quisiera recibirme, después de tanto tiempo. Incluso temía que siguiera en las mismas y pretendiera venirse con nosotros. Pero tenía ganas de verlo, me sentía enormemente culpable por no haberlo visitado.

Al final nos acogió muy cariñoso a los tres, fue un alivio. Nos dio un fuerte abrazo a cada uno. Yo estaba feliz de verlo tan bien. Nos comentaron que estaba mucho más tranquilo y que se había adaptado bastante bien al centro, caminaba mucho mejor y que en ocasiones incluso bailaba. Al abrazarlo le dije:

- ¿Pero sabes quien soy?
- ¡Pues claro! -respondió él.
- ¿Y te acuerdas de cómo me llamo? -investigué
- Mmmmmhh, ¡no!, pero es igual, ¡estoy muy contento de que hayas venido a verme!

Estuvimos un rato hablando de cosas que él aún recordaba, voluntarios y trabajadores sociales por los que me preguntaba. Bromeamos sobre fútbol, siempre estábamos picándonos por ser de equipos rivales y aún lo recordaba. Me estuvo incordiando un rato, haciendo unas risas a mi costa. Enseguida tuvimos que marcharnos puesto que él tenía impaciencia por ir al baño cada 15 minutos y nuestra visita ya casi pasaba a un segundo plano…

Al darle un abrazo antes de irnos comprobé como desprendía un agradable olor a limpio junto con el típico aroma a colonia infantil. Justamente como lo que era, como un niño…

domingo, 9 de septiembre de 2012

NUEVOS VECINOS EN EL BARRIO

La primera vez que la vi fue un domingo por la mañana en mi portal. Estaba llamando a todos los timbres. Le pregunté si podía ayudarla en algo. Me dijo que quería hablar con todos los vecinos para pedirles una ayuda. Me comenta que viven en el bloque de al lado. Tienen a su hija pequeña enferma y hay que bajarla al hospital. Sólo pide para poder tomar el autobús. Le digo que llame al 061 y me responde que ya lo ha hecho pero que le explican que al ser un bebé tiene que acercarse con él a urgencias. Yo enseguida sospecho, la noto un tanto inquieta. Poco a poco empiezo a encajar la situación. Y no porque lleve un puntito azul tatuado en un pómulo. Le digo que tal vez si llama otra vez consiga que acudan a atender a la criatura a su domicilio. Además le muestro mi extrañeza por hacer querer reunir a todos los vecinos sólo para pagar un par de billetes de autobús urbano. Ella empieza a mostrarse huidiza y al final me despido de ella deseándole suerte y haciendo hincapié en que vuelva a llamar al servicio de urgencias.

Sin quererlo voy a empezar a encontrármela muy a menudo. Semanas más tarde la veo durmiendo profundamente sobre una manta en un parterre cercano. A su lado hay un hombre dormido, también varias bolsas con ropa y una silla de ruedas. Están al lado de un pequeño espacio de arena donde juegan los niños mientras las madres chismorrean en los bancos. Mal lugar han elegido para echarse la siesta. Creo que los han debido de sacar del piso donde estaban, son demasiados los bultos que llevan para poder desenvolverse en la calle y se distinguen algunos enseres domésticos sobresalir de algunos fardos.

Días más tarde compruebo que han empezado a pedir en las escaleras de la iglesia que hay al final de mi calle. Tienen una manera peculiar de hacerlo. Alborotan y proclaman a todos los que pasan que tienen una niña y que hay que alimentarla, pero a la vez su soniquete gangoso y cansino y su aspecto medio adormilado delatan que tal vez lo que tengan que alimentar no sea una hija sino otro tipo de necesidad. Me resulta curioso cómo utilizan la palabra “donativo”, no limosna ni caridad, y su actitud exigente. Supongo que será un método como otro cualquiera. Él está en la silla de ruedas con la mano extendida, ella sentada en los peldaños de la escalera junto a unas bolsas y una botella de leche.

A la vuelta de la esquina hay otra escalera que también pertenece a la iglesia, pero que da a una puerta que está siempre cerrada. Además esa calle es más discreta. Al final de la escalera veo sus bultos. Ya son menos, han reducido su número seguramente por no poder con todo. Creo que por la noche acuden a dormir a un parque cercano con grandes zonas de césped. Ahora se echan la siesta allí arriba, al final de la escalera, y poco a poco se va notando su presencia habitual. O tal vez soy yo que me fijo demasiado: Un día dos cascos de cerveza vacíos; otro, un botecito vacío de metadona lanzado con fuerza entre los coches; un blíster de válium tirado junto a un árbol…

Pero me doy cuenta que en la otra escalera, en la de la iglesia, donde tienen que currárselo cada día, tienen más cuidado. Además a ella la veo duchada muchos días, los vecinos les ayudan. Incluso alguna tarde, cuando no han tenido tiempo de volverse a su “refugio” a la vuelta de la esquina, veo a varias vecinas preocupadas inclinadas hacia ella porque está inconsciente tirada en la escalera.
La policía ha venido varias veces. Lógico. Un día, cuando aún cargaban con demasiados bultos, decidieron “acampar” en medio de la acera, extendiendo sus mantas junto a unos contenedores y muy cerca de la puerta de un colegio donde habitan religiosas. Es verano y no hay niños, pero es igual. Un coche patrulla tardó pocas horas en venir y los días siguientes los volví a ver al final de esa discreta escalera donde no molestan “demasiado”. Otra noche también aparecieron dos coches de la nacional, creo que ella andaba muy desorientada entre los coches aparcados. No me extraña, esa noche, media hora antes, se me había cruzado a mi de manera repentina cuando buscaba aparcamiento.

Me paro a pensar y compruebo que por donde yo vivo hay varias personas ejerciendo la mendicidad. Son demasiados para dos calles, el barrio no es muy céntrico pero tal vez sí influya que es bastante populoso y hay mucho movimiento de personas durante el día por esa zona. Hay un rumano tocando el acordeón en la esquina. Lleva más de cinco años aunque a veces desaparece durante meses. Siempre vuelve. Sólo toca un breve pasaje de una canción típica que, a fuerza de ser siempre el mismo, casi resulta hiriente. En el supermercado cercano también hay un subsahariano en la puerta vendiendo “La farola” que siempre pide para comer. En la plaza cercana dos jóvenes rumanas bastante avispadas asaltan a los vecinos ofreciéndoles un paquete de pañuelos de papel. A mi me producen algo de desconfianza. Temo por algunos de los abuelos que toman el sol en los bancos cercanos. Y hace poco descubrí también pidiendo en la puerta de la iglesia a un chico joven muy sucio y desaliñado. Creo que ni recuerda su nombre. Tendrá unos treinta y tantos y duerme en otro parque cercano. Algunas mañanas me lo he encontrado semidormido y apenas vestido acudiendo hacia el barrio para conseguir algo que desayunar. Va arrastrando los pies. Este es el que más preocupación me produce. He intentado hablar con él en alguna ocasión pero casi siempre me rechaza, aunque siempre me devuelve el saludo…

Hace dos semanas me di cuenta de que ella se había quedado sola pidiendo en la puerta de la iglesia. A él lo vi en el patio del Albergue, en su silla de ruedas y con un brazo vendado. Tal vez discutieran o simplemente se haya tomado un descanso. Ella está menos vital, más apagada, más triste. Pero sigue la misma rutina todos los días: ducha en casa de algún vecino, pedir, colocarse, echarse la siesta en el pequeño refugio, bajarse al parque a dormir…

Hasta cierto punto me resulta llamativo cómo poco a poco se ha integrado esta pareja en la vida diaria del barrio. Cómo los vecinos les dan dinero, comida, ropa, permiten que se duchen y se preocupan si los ven desvanecidos. Digo esto porque yo mismo he percibido cómo estas personas que viven en la calle con un alto consumo de pastillas o drogas y que ya están bastante pasados de vueltas son los que más rechazo producen. Entre los ciudadanos y también entre las mismas personas sin hogar. El aspecto de muchos de ellos es similar: cara chupada, delgadez extrema, espalda encorvada y una expresión perdida en la cara. Suelen ir siempre con el paso precipitado por el ansia de conseguir cuanto antes su veneno. Y no niego que algunos sean un tanto impertinentes o cansinos en su afán de pedir o sacar algo de los que se encuentran en su camino.

No sé cuánto tardarán los vecinos en cansarse de ellos y empezar a aislarlos. Tal vez no ocurra así, ojalá. Porque creo que son los que más ayuda necesitan. Por muchas razones. Porque están atrapados en el cepo del consumo salvaje de pastillas o lo que sea, que les deja sin vida. Por el sufrimiento que te transmiten, ese desasosiego permanente. Tienen, como dice un buen amigo, el alma enferma, muy enferma. Es muy complicado salir del barro en el que se hayan inmersos, pero más complicado resulta si se les pisa la espalda con aversión, desprecio e ignoracia.

El otro día la saludé al pasar al lado de su lugar de descanso, sentada al final de la escalera, tomándose tranquilamente un litro de cerveza. Me devolvió el saludo cariñosamente y me dijo: “¿Qué tal va la pierna? ¿Vas mejorando?”. Me resulta chocante, porque era la primera vez que hablaba con ella y ya he recibido una pequeña muestra de cariño. Nadie es tan pobre que no te pueda regalar una sonrisa…