domingo, 17 de agosto de 2014

EL SOMBRERO

Ayer me cruce con ella.

Iba, como siempre, empujando el pesado carro de la compra donde acarrea todas sus pertenencias. Pero distinguí un detalle que, sinceramente, me alegró y a la vez me emocionó. Llevaba puesto un formidable sombrero amarillo, de gran perímetro,  con un enorme lazo rosa ceñido a él, que la protegía del infernal sol de agosto.

El sombrero le daba una apariencia más femenina e incluso señorial. Y lo que más me gustó fue la dignidad con la que lo lucía, se notaba que quería sentirse más guapa. Sin importarle que, mientras, empujaba como todos los días, su carrito atiborrado de infinidad de objetos. La naturalidad con la que caminaba por la acera me pareció alucinante. Como una ciudadana más, como lo que es. Con la actitud de que nada sucede por vivir así. Porque en realidad no hay nada de extraño. Tal vez los extraños somos nosotros, los que la observábamos disimulando. Nos demuestra que aún tiene fuerza, que todavía no está vencida, que no importa que lleve durmiendo en la calle meses. Ni tampoco importa que tenga que desmontar completamente cada noche todas las cosas que lleva en su carrito para meterlas con ella en el diminuto cajero que ha elegido como dormitorio habitual; porque si mete el carrito ella no puede tumbarse para dormir. Ni importa que se siente al lado de la panadería esperando recibir alguna moneda, mientras vigila constantemente su vehículo de transporte, empaquetado y aparcado a pocos metros, junto a una farola, atado…

Siempre la he visto sola. Algunas veces baja a ducharse y cambiarse de ropa al Albergue y entra, sin separarse en ningún momento de su personal transporte, donde lleva completamente ordenadas todas sus cosas, dentro de bolsas rojas, todas iguales, de esas reutilizables, simétricamente ordenadas y cubiertas con una especie de lona atada para que nada se pierda, para que nada se estropee. Como haríamos cualquiera de nosotros si tuviéramos que hacer una mudanza con lo más valioso de nuestra casa.

Creo que es polaca, tendrá cincuenta y tantos. Jamás la he visto beber. Se mueve por muchas zonas de la ciudad, pero al final siempre acaba por las calles cercanas a su eventual dormitorio, al diminuto cajero. Por lo menos consigue cierta sensación de seguridad al permanecer por un entorno conocido. Donde los vecinos, aunque todos desconocidos, siempre son los mismos. Eso también es un alivio y da un poquito de seguridad.

No sé qué mecanismos tiene la mente humana para guardar la cordura en situaciones tan extremas, pero una sin duda es la rutina, el orden, la constancia, la limpieza, argucias para no perder la esperanza, montarse un nuevo universo con lo que se tiene y preservarlo como lo más sagrado, lo más valioso. Porque es lo único que se posee, ya sean unas bolsas o una zona donde moverse como si fuera tu propio barrio, aunque en realidad lo sea porque es donde vives.
  
Ayer, cuando la vi con ese precioso sombrero amarillo con un lazo rosa me alegré. Porque sentí que todavía no está vencida, que no ha bajado los brazos. Todo lo contrario. Sigue luchando. A su manera, no se resigna a sobrevivir, todavía hay lugar para la elegancia, para presumir de un bonito aspecto, para que algún hombre se fije en ella. Todavía hay lugar para que la vida sea un poquito más considerada, mitigando  su crudeza habitual y permita que la belleza aparezca en cualquier persona, en cualquier momento, generando un puntito de luz en la oscuridad y permitiéndonos mirarnos a nosotros mismos y ver que, si personas como ella no pierden la esperanza, cuán ridículos somos a veces nosotros con nuestras necedades y vanas preocupaciones.

Puede que esté loca. No lo sé, no la conozco tanto, jamás he hablado con ella. Pero aun así, tal vez sea una sana locura que le permite sobrevivir dignamente en unas circunstancias lamentables para cualquiera. Los límites entre la cordura y la demencia se me hacen difusos.


Es una pena que no haya hablado jamás con ella. Me quedé con las ganas de acercarme y decirle lo guapa que iba ayer por el paseo con su precioso sombrero amarillo con su lazo rosa. Me quedé con ganas de decirle que me parece increíble que todavía tenga tanta fuerza y que seguro que al final del camino, llegará la recompensa, sea cual sea. Aunque sea la locura, pero que jamás le habrán arrebatado la dignidad.





domingo, 3 de agosto de 2014

ATRAPADO EN EL CEPO

Siempre que lo veo va bebido, incluso a las 7 de la mañana. Su caminar zigzagueante lo delata. Y la caída de ojos. Ahora resulta que duerme en mi barrio y lo veo más a menudo. Antes sólo lo veía por el Albergue, con otros compañeros de su país, rumanos también. Pero ahora sé dónde duerme. En un rincón semiescondido, con una manta por colchón. No necesita más, es verano. Si la noche es fresca se pasa al cajero, con el amigo que comparte los días. Aunque va cambiando de gente, no siempre es el mismo. En la calle las relaciones son precarias y se rompen tan fácil como se forman, mucho más cuando hay un fuerte enganche al alcohol, como es el caso.

Su vida es un cepo. Un eterno giro sin fin, una perpetua insensibilidad. Porque de eso se trata. De estar tan bebido que nada importe. Que el sinsentido invada todas las horas de cada día y no se perciba uno mismo, ni las condiciones en las que se está sobreviviendo. La realidad está anestesiada de manera permanente. Sólo vive pequeños momentos de sobriedad donde la ansiedad y el dolor son tan grandes, que la desesperación por volver a beber es aún mayor si cabe.

Y genera rechazo a su paso. Es normal. Aunque yo creo que no.

Una gitana rumana ha aparecido de repente y pide en la puerta de la iglesia cercana, con un cartelito que especifica que ha agotado todos los recursos que la podrían ayudar. El cartel está escrito casi con letras de imprenta en perfecto español. Hoy mismo el periódico habla de ellos, los gitanos rumanos que viven cerca de la estación de Delicias, y mezcla chabolistas, indigentes y sin techo en un intento de dar una explicación del problema. Pero en realidad pasa lo contrario. Mezclan conceptos. Así luego entiendo que sea despreciado y calificado de pobre borracho aquél que se encuentra en un callejón sin salida.  Y los gitanos rumanos sigan haciendo el agosto con la franquicia del limosneo en la puerta de las iglesias.

Porque el tema del alcohol es grave, hay tantos y tantos entre los que duermen en la calle que beben. No quiero engañarme, no son todos, ni mucho menos. Pero si son los que peor lo tienen. Los que se encuentran en una situación tan difícil de superar que solo concibo un final dramático para muchos de ellos. ¿Qué fue primero? ¿El alcohol? ¿La calle? Cualquiera de las dos respuestas es válida. Lo que sí es cierto es que la calle se soporta más con la ayuda de la bebida que sin ella. Eso me lo han dicho muchos.

Y poco a poco va llegando un momento en que ya nada importa, tan sólo el conseguir unas monedas para poder quitarse de encima el maldito mono y poco a poco ir cayendo en el pozo del letargo total y permanente. A veces es indiferente incluso qué comer, tener broncas con el compañero, quedarse solo o ser expulsado por la policía.

Ayer vi una lata de albóndigas abierta al lado de la manta. Me extrañó que estuviera abandonada. No me equivocaba. A la vuelta de la esquina me encontré con él y su amigo que, esta vez sí, me saludó sonriente y avergonzado al mismo tiempo. Y a mí se me partió el alma de saber que sus posibilidades son pocas, tal vez sólo una y catastrófica.


Y todos los días la gente lo mirará con miedo y desprecio. Que puta es la vida a veces y qué llena de falsos espejismos, mentiras y realidades mal entendidas…