Siempre que lo veo va
bebido, incluso a las 7 de la mañana. Su caminar zigzagueante lo delata. Y la
caída de ojos. Ahora resulta que duerme en mi barrio y lo veo más a menudo. Antes
sólo lo veía por el Albergue, con otros compañeros de su país, rumanos también.
Pero ahora sé dónde duerme. En un rincón semiescondido, con una manta por
colchón. No necesita más, es verano. Si la noche es fresca se pasa al cajero,
con el amigo que comparte los días. Aunque va cambiando de gente, no siempre es
el mismo. En la calle las relaciones son precarias y se rompen tan fácil como
se forman, mucho más cuando hay un fuerte enganche al alcohol, como es el caso.
Su vida es un cepo. Un
eterno giro sin fin, una perpetua insensibilidad. Porque de eso se trata. De estar
tan bebido que nada importe. Que el sinsentido invada todas las horas de cada
día y no se perciba uno mismo, ni las condiciones en las que se está sobreviviendo.
La realidad está anestesiada de manera permanente. Sólo vive pequeños momentos
de sobriedad donde la ansiedad y el dolor son tan grandes, que la desesperación
por volver a beber es aún mayor si cabe.
Y genera rechazo a su paso. Es
normal. Aunque yo creo que no.
Una gitana rumana ha
aparecido de repente y pide en la puerta de la iglesia cercana, con un
cartelito que especifica que ha agotado todos los recursos que la podrían
ayudar. El cartel está escrito casi con letras de imprenta en perfecto español.
Hoy mismo el periódico habla de ellos, los gitanos rumanos que viven cerca de
la estación de Delicias, y mezcla chabolistas, indigentes y sin techo en un
intento de dar una explicación del problema. Pero en realidad pasa lo
contrario. Mezclan conceptos. Así luego entiendo que sea despreciado y
calificado de pobre borracho aquél que se encuentra en un callejón sin salida. Y los gitanos rumanos sigan haciendo el agosto
con la franquicia del limosneo en la puerta de las iglesias.
Porque el tema del alcohol
es grave, hay tantos y tantos entre los que duermen en la calle que beben. No quiero
engañarme, no son todos, ni mucho menos. Pero si son los que peor lo tienen. Los
que se encuentran en una situación tan difícil de superar que solo concibo un
final dramático para muchos de ellos. ¿Qué fue primero? ¿El alcohol? ¿La calle?
Cualquiera de las dos respuestas es válida. Lo que sí es cierto es que la calle
se soporta más con la ayuda de la bebida que sin ella. Eso me lo han dicho muchos.
Y poco a poco va llegando un
momento en que ya nada importa, tan sólo el conseguir unas monedas para poder
quitarse de encima el maldito mono y poco a poco ir cayendo en el pozo del
letargo total y permanente. A veces es indiferente incluso qué comer, tener
broncas con el compañero, quedarse solo o ser expulsado por la policía.
Ayer vi una lata de
albóndigas abierta al lado de la manta. Me extrañó que estuviera abandonada. No
me equivocaba. A la vuelta de la esquina me encontré con él y su amigo que, esta
vez sí, me saludó sonriente y avergonzado al mismo tiempo. Y a mí se me partió
el alma de saber que sus posibilidades son pocas, tal vez sólo una y catastrófica.
Y todos los días la gente lo
mirará con miedo y desprecio. Que puta es la vida a veces y qué llena de falsos
espejismos, mentiras y realidades mal entendidas…
Hay que conocer para entender, gracias por ayudarnos a hacerlo con este blog Rafa. Me alegro de que sigas al pié del cañón, escribiendo y compartiendo, un abrazote
ResponderEliminarMe parece que las historias que escribes están cuajadas de una sensibilidad especial en el trato con las personas en dificultades. Es un placer leerlas. Muchas gracias por darlo a conocer a los demás. Un saludo
ResponderEliminarRafa