sábado, 11 de abril de 2015

EL BARRO

El barro había empapado sus huesos. Una infancia perdida, una madurez acelerada, forzada y sin maestro. Una vida precipitada, vivida al minuto, vivida al momento.

Tanto había calado el barro en sus huesos que el peso le impidió volar y hacerse nuevo, crearse lejos de la tierra que encierra a los muertos.

Y el sufrimiento cargaba su espalda igual que el barro se atenazaba sobre sus miembros.

Ser precoz no siempre es bueno. Anticiparse en el conocimiento de la crudeza de la vida y el descubrimiento de las miserias humanas cuando se tiene una edad en la que lo propio es jugar, divertirse… y aprender, siempre de la mano de alguien, qué es realmente lo bueno.

Siempre fue por libre, jamás siguió la estela de nadie, salvo la suya, cuando en una de tantas vueltas que dio a la vida se la volvía a encontrar, repetidamente. Sin empezar ningún otro camino lleno de feliz existencia, de trabajo, de familia, de amigos, de cosas hechas. Siempre volviendo, sin saber cómo, a la locura del sinsentido, del caos, del eterno retorno como única afirmación de uno mismo.

Yo no puedo juzgarlo, nadie puede. Bastante tenía él con su eterno sufrimiento. Con la imparable búsqueda de cuajar en un lugar, de crearse una vida, de salir de ese vagar continuo, interminable…

Quién se pone en su lugar, en el de tantos, cuyo único corazón ha sido el miedo, el miedo a sufrir, el miedo a vivir, el miedo a no ser capaz de salir del infierno.

Y son tantos los que me encuentro. Los que tienen la calle como único hogar como único paraíso. Porque no hay nada que recuperar, porque tal vez nunca se tuvo y porque lo que para todos se nos hace adecuado para ellos es imposible aprender. Pero sólo porque la vida desde niños les ha llevado por ese sendero. Un camino tan lleno de tropiezos, donde las heridas se hacen incurables y evitar el dolor es un castigo continuo, diario, inmenso. Hay tanto fango aún en la sangre.

Cómo puede salir el ratón del laberinto y renunciar al queso, si ni él mismo es consciente de que el galimatías está en su alma, en su vida, en su pensamiento. ¿Quién es capaz de obligarle a salir y buscar su nuevo mundo?

Recuerdo que en casa de la abuela teníamos un canario. Pero su jaula estaba abierta, se llamaba Beethoven y siempre volvía, todas las noches, a dormir, al pienso seguro y al refugio de  la intemperie, renunciando a la libertad, por tener lo básico, por no correr excesivos apuros.

Así acabó él su vida, como aquel pájaro, nadando y guardando la ropa. Luchando cada mañana por entender un poco todo esto. No dejar caer los brazos y seguir adelante, con muchas limitaciones, pero siendo honesto por fin consigo mismo.

Y entonces llega la muerte y se lo lleva. Porque tal vez al final lo ha entendido, porque ya vale de sufrir, porque son muchos años ya de dar vueltas encontrando solo su propia estela, desgranando su universo interno, intentando entender porque él no y sí el resto.

Son tantas las cosas que me enseñó desde pequeño, de su vida acelerada, de cómo sobrevivir, como buscarse la vida, de sustancias, de borracheras, de barrios chungos, de los rincones oscuros de la ciudad, del sufrimiento, de vivir de cualquier manera, autodestructiva y vacía. Siempre fui el testigo privilegiado de un superviviente inquieto que vivió de mil maneras, casi todas dañinas y perjudiciales. Pero ahora todo aquello me sirve para intentar entender sinceramente a muchos que les cuesta salir, que deshojan mil intentos de emerger del barro y dejar la vida en la calle.


Y sobre todo a perder el miedo.

(Dedicado a Quique)



3 comentarios:

  1. Un abrazo amigo, sigue escribiendo

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  2. Muy bonito y entrañable. La verdad es que era "distinto". Tenía un gran hermano, tú. Un besico.

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  3. Gracias Rafa. El barro de la vida nos envuelve, bendito aquel que es capaz de lavar al que no puede, agacharse a sus pies y llenarlo de dignidad para que pueda, al vivir, embarrarse de nuevo. Gracias

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