Primitivo no permitía separarse de aquella caja llena de papeles viejos. De entre todo lo que trajo consigo el primer día, aquel embalaje era su más preciado tesoro. No era para menos. Había pasado más de 30 años en la calle conservándola con celo, no se iba a desprender de su contenido ahora y, mucho menos, dárselo a unos extraños. Dentro estaba parte de su vida y de su pasado. Además fue de lo poco que pudo conservar de todo lo que había portado durante esos años vividos a la intemperie. Nunca supimos que ocurrió con sus perros, ni con sus carros llenos de cachivaches, los cascos de moto, la radio…
Como pude le convencí para traspasar todas sus pertenencias a una pequeña maleta roja con ruedas y asa extraíble que desde el Albergue le habían regalado. Se trataba principalmente de ropa, algún bolígrafo, varios cubiertos, la cartilla del banco y aquella valiosa caja.
Una tarde, sorprendentemente, Primitivo accedió a mi petición de ver lo que contenía. Así que, cual arqueólogo celoso de no dañar nada de lo que tocase, me coloqué unos guantes de látex y me dispuse con él a revisar su contenido. Encerraba multitud de papeles. El documento más significativo que incluía era un carné de identidad muy antiguo, con un contorno dibujado en azul y cuyo tamaño me pareció desmesurado. Llevaba bastantes años caducado. Aparecía su foto con aspecto mucho más joven y gafas, era apenas reconocible. Realmente era el único vestigio válido que hallé. El resto eran resguardos antiquísimos de cotizaciones a la seguridad social, varios recibos, algún documento de desempleo ya obsoleto y, como en un intento de no perder jamás su identidad, numerosas fotocopias de su partida de bautismo. Poco pude averiguar sobre su vida antes de estar en la calle, únicamente que había vivido en Barcelona y que una de sus ocupaciones fue de administrativo.
A partir de aquel día siempre iba a todas partes arrastrando tras de sí la pequeña maleta con ruedas. No se separaba de ella. Era fácil verle por el patio y el entorno del Albergue, con su figura encorvada, siempre mirando al suelo, cojeando ligeramente, un gorrito de lana cubriendo su cabeza y vistiendo un abrigo oscuro y desgastado.
Unas semanas más tarde se volvió necesario tramitar su tarjeta sanitaria, su débil estado de salud amenazaba con darnos algún susto cualquier día. Pero para ello necesitábamos saber con seguridad cual era su número de afiliación. Conocíamos uno, pero había que acudir con Primitivo a las oficinas de la seguridad social para verificarlo. No podíamos demorarlo más, teníamos que desplazarnos a realizar esa gestión. Él accedió temeroso ante la posibilidad de perder su pequeña paga ya que, para él, las palabras seguridad social eran sinónimo de pensión más que de una cuestión médica.
Una fría mañana tomamos un taxi. Primitivo iba sentado a mi lado con el gorro graciosamente encasquetado, cubriéndole incluso las cejas, llevaba su habitual abrigo oscuro, ya algo sucio, completamente abotonado, una bufanda y la pequeña maleta roja sobre sus rodillas, bien asida con ambas manos. Se le notaba tenso, me hacía repetidas preguntas nerviosas sobre dónde íbamos y a qué. Yo procuraba calmarlo, pero él, en los inevitables e incómodos silencios del trayecto, mostraba su inquietud con un sonoro chirriar de dientes. Una vez en las oficinas y, siempre intentando tranquilizarle y hacerle lo más leve posible todo el proceso, le dije que permaneciera en un banco que había a la entrada y me esperara allí. Yo me encargaría de todo. Primitivo se quedó sentado con la maletita en el regazo, agarrada firmemente con ambas manos y la mirada perdida hacia el suelo.
Justo al lado del banco estaba la recepción. Detrás del mostrador, había dos funcionarias y dos personas de seguridad. Enfrente había dispuestas simétricamente unas 30 ó 40 mesas de oficina, sin ningún tipo de separación, cada una con un número en un cartel bien visible, un funcionario atendiendo en cada una delante de un ordenador y todas llenas de diversos montones de documentación e impresos. Estaban todos muy atareados y el flujo de personas atendidas era importante.
Yo, según me indicó una de las chicas de información, tenía que coger número allí mismo y acceder a otra parte de la tesorería para que solucionaran mi problema, tras pasar por un pequeño pasillo, al fondo a la izquierda. Me acerqué a Primitivo para tranquilizarle y le dije que me esperara allí sin moverse, que enseguida volvía. Me iba a perder de vista durante un rato y yo temía que se asustara y se fuera.
No creo que tardara más de media hora, porque si bien el ritmo al que atendían en la sección que me habían indicado era muy fluido, surgió un pequeño problema. Hubo un momento en que Primitivo, por peripecias puramente administrativas, tuvo 3 números de la seguridad social. Irónicamente, una persona que creíamos jamás había accedido al servicio de salud, estaba sobre-registrada. Al menos no me habían preguntado si se trataba de un bebé, como en alguna otra ocasión me ha sucedido. El caso es que al final obtuve el certificado que andaba buscando y, efectivamente, su número de filiación correspondía con el que ya teníamos. “Una cosa menos”, me dije, y me dirigí hacia la salida a buscar a Primitivo contento de no haber tenido que agobiarle, moviéndolo de aquí para allá.
Estaba donde lo dejé al llegar, en el mismo banco y en la misma posición. Hubiera jurado que no se había movido ni un milímetro. Pero algo me dijo que no era así. Tanto las funcionarias que había tras la recepción de la entrada como los que atendían en las mesas situadas enfrente esbozaban una leve sonrisa. Algo había ocurrido. Seguro. Me acerqué y le dije: “ya está todo arreglado podemos irnos ¿Ve usted qué rápido ha sido?”. Él me miró sin inmutarse y nos dispusimos a salir.
Pero me mataba la curiosidad. Me volví otra vez para el mostrador y le pregunté a la chica que allí había: “Oye, ¿ha habido algún problema, sucedió algo?”. Ella se rió y me contó:
En mi ausencia, Primitivo se había acercado al mostrador donde ella se encontraba con su pequeña maleta. La había abierto y sacado su personal caja de papeles. Desdobló todos sus preciados documentos y, uno por uno, los fue poniendo consecutivamente a lo largo de todo el mostrador, haciéndole saber que él tenía todo en regla y expresando su temor por perder su pequeña paga. Les había explicado qué era cada papel y les contó que él era muy cuidadoso con todo lo referente al papeleo. Tenía miedo. Quería evitar cualquier posibilidad de que le pusieran trabas. La chica me contó cómo entendieron perfectamente la situación y la simpatía que les había provocado. Tras tranquilizarle y decirle que me esperara, que yo me estaba ocupando de eso, volvió a recoger otra vez todos y cada uno de sus valiosos papeles. Los dobló de nuevo y los metió en su caja, ésta en su maletita roja y se volvió a sentar y adoptar su postura inmóvil, mirando al suelo.
Primitivo había conseguido en un momento algo realmente difícil para cualquiera de nosotros: llenar de humanidad y espontaneidad unas frías oficinas de la seguridad social durante unos minutos y hacerse visible, hacerse oír. Resulta sorprendente cómo, una persona que no se había relacionado apenas con nadie en las 3 últimas décadas, que rechazaba casi siempre cualquier contacto directo, demostró unas cualidades admirables para comunicar y hacer atender su requerimiento en uno de los entornos que, para cualquier otro ciudadano que tenemos que solventar algún trámite administrativo, nos resulta realmente muy complicado.
Cuando salíamos por la puerta, Primitivo se volvió y levantando una mano exclamó: “Adiós buenos días”. Tanto las personas de recepción, como varias de las mesas respondieron amablemente, casi al unísono: “Adiós, Primitivo, buenos días”.
Qué lastima que no pude ser testigo del momento, pero creo que si yo hubiera estado no se hubiera producido, así que… mejor que no estuve.
Tanto las personas que viven en la calle como los habitantes de Casa Abierta experimentan infinidad de momentos, como tú y como yo. Sucesos divertidos, tristes, emocionantes, dolorosos... Reconozco que su vida es particularmente dura. No pretendo más que dar a conocer las vivencias de las que soy testigo diariamente con ellos y que no hacen sino reflejar su naturaleza absolutamente humana. Pequeños pedazos de vida que me permitan contaros una breve historia donde los protagonistas son ellos.
miércoles, 31 de marzo de 2010
lunes, 15 de marzo de 2010
YO NO ESTOY LOCO
No creía yo que Jesús consintiera venir al médico conmigo. Por la mañana, le entregué ropa limpia para que se cambiara y, como casi siempre, accedió remoloneando. Prefiero que las visitas al médico, cuando tengo que acompañarlos, sean a primera hora, así no les doy tiempo a pensárselo, a veces ni a despertarse del todo, es más difícil que se escaqueen. Pero esta vez la cita la teníamos a las 12.30 de la mañana y no confiaba yo en que Jesús apareciera.
- A las doce te espero en el patio del Albergue ¿eh, Jesús? ¿Seguro que te acordarás?
- Que sí, pesao, que voy a echarme un café y luego vengo.
"Sí, sí un café", pensaba yo para mí, "amarillo, en vaso de tubo y con espuma... en fin".
Nunca deja de sorprenderme que ellos me hagan caso a lo que les pido, por eso cuando a las 11.30 apareció por las escaleras de la entrada, con las manos en la espalda, como un niño bueno y sonriendo, me alegré de verlo.
Enseguida comprobé que los cafés que se había tomado desde que lo dejé habían sido pocos y las cañas... varias. Pero bueno, tampoco su estado era tan deplorable como para desechar la visita, para mí era fundamental aquel trámite. En peor estado he llevado a otros al médico. En comparación, hoy podría decir que iba razonablemente "contento". El siguiente detalle del que me di cuenta fue que en su bolsillo derecho llevaba algo que parecía ser pesado puesto que le estiraba el anorak en ese lado. Inmediatamente caí en la cuenta de lo que era y una mirada rápida y disimulada me lo confirmó: una lata de cerveza.
-¿Vamos bien provistos eh? -le ironicé.
- Joder que sólo es una lata, Rafa.
- Ya, pero tú crees que está bien ir con ella al médico, ¿y si te la ve?
- Tú tranquilo que no la verá y venga vamos para la consulta -rápidamente cambió de tema.
Bueno al menos hoy sólo llevaba "apalacancada" una, tampoco creí que fuera el momento para discutir el tema de la lata. Más me preocupaba cómo nos iba a ir con el médico, porque según el que nos tocara, todo nuestro trabajo resultaría inútil. En 5 minutos ya estábamos sentados en la sala de espera, sección psiquiatría, del centro de salud.
Jesús, entre el calorcillo que allí hacía y lo que llevaba ya en el cuerpo, se quedó adormilado. Estábamos solos, faltaban todavía 45 minutos para que la enfermera nos atendiera, porque era la primera visita. Poco a poco se fueron sentando más personas con nosotros, ocupando otros asientos en la sala. A todos ellos se les notaba un "nosequé" que ratificaba que no me había equivocado de sección y estaba en Salud Mental. Todos estaban en silencio y tan sólo una señora nos preguntó por la enfermera.
De repente sin avisar, con su voz ronca, cierta sorna y rompiendo bruscamente el silencio de la estancia, Jesús me lanza:
- Rafa, ¡Yo no estoy loco!
- Joder, que susto Jesús... Ya sé que no estás loco y por favor baja la voz que no estamos solos.
- Entonces, si no estoy loco, ¿qué hacemos en psiquiatría?
- Ya te lo expliqué ayer, es un trámite. Nos mandó el médico de cabecera, no te acuerdas de las cosas y es sólo para que te conozca.
- Aaaah, vale, vale.
A los diez minutos, justo el tiempo necesario para que yo me despistara y me olvidara de dónde y con quién estaba, otro susto:
- ¡Te digo que no estoy loco, Rafa!
- Shhhhhh, me vas a matar de un infarto hoy ¿eh? Que ya sé que no estás loco, nadie lo ha dicho, venimos sólo para que te abran un expediente, nada más y por favor no grites que estamos dando el cante.
- Aaaah, vale, vale.
Otra vez volvió el silencio y la enfermera sin aparecer, bueno aún faltaba un rato. El último en llegar era un chico joven, que vestía una sudadera con gorro, de color gris, andaba arrastrando ligeramente los pies. Se le notaba inquieto. Leyó el letrero que había en una de las puertas de la sala y volvió a salir por donde había entrado. Al rato volvió, visiblemente alterado: su médico no pasaba hoy consulta. De repente, otra vez sin avisar y otra vez resonando en la sala, la voz de Jesús:
- ¡Ése si que está colgao, Rafa, y no yo!
- Jesús, ¿tú quieres que salgamos a tortas de aquí hoy o qué? -le susurré nervioso al oido, muy enfadado.
Afortunadamente en ese mismo momento se abrió otra puerta de la sala y apareció un médico. El joven estuvo más interesado en asaltarle a él para conseguir sus recetas que en replicar el comentario que había hecho Jesús, de hecho creo que ni se percató. "Menos mal, uf", yo respiré aliviado.
La enfermera apareció por fin. La gente iba entrando a las consultas. "Bueno, al menos hay movimiento" -pensé. "A ver si acabamos pronto". Pero, de nuevo, el soporcillo, el silencio y la espera. Al rato, entraron a la sala una madre y su hijo, ambos de etnia gitana. La madre vestía completamente de negro, falda larga, delantal y moño. El hijo era muy alto y corpulento, los hombros echados para adelante, los brazos caídos, tenía oscuras ojeras y llevaba una caja de inyectables agarrada despistadamente en su mano derecha. "Menos mal que estamos donde estamos, me lo encuentro a este por la noche en la calle Arcadas y me cago por la pata abajo, uf" - teorizaba yo para mí mismo. De nuevo me había olvidado de Jesús y de nuevo sin avisar, lanza otra perla, señalando con la cabeza al recién llegado:
- ¡Mira, ése si que está colgao de verdad, Rafa, y no yo!
- Jesús ¿tú lo que quieres es que hoy nos linchen aquí, no? Quieres bajar la voz por favor -le dije muy serio al oído, esta vez sí que realmente me inquieté. Seguramente se le había escuchado. ¿Cómo no? con esa voz ronca y seca, claro que sí. La madre nos lanzó una mirada de reprobación a la vez que se acercó a decirle algo al oído a su hijo.
La suerte quiso que en ese momento se abriera la puerta de la consulta de enfermería y oyera aliviado cómo desde dentro decían el nombre de Jesús. La campana nos había salvado. No quería quedarme allí para ver cómo reaccionaban al comentario vertido alegremente por Jesús. Me levanté rápidamente y juntos pasamos a la consulta. Al salir, creo que la madre y su hijo no estaban, pero tampoco me fijé demasiado ya que intenté pasar lo más rápido posible por la sala, no fuera que a Jesús se le ocurriera disparar alguna graciosa despedida.
Luego, en admisión, al concertar la siguiente cita le dije a la chica que estaba tras el ordenador:
- El día me da igual pero por favor, démela a primerísima hora, a las 8 si puede ser.
- Pero, ¿por qué tan pronto? - me preguntó escamada.
- Ah no, por nada, me advirtió el médico que sobre todo viniera "sin desayunar"...
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