miércoles, 31 de marzo de 2010

LA CAJA

Primitivo no permitía separarse de aquella caja llena de papeles viejos. De entre todo lo que trajo consigo el primer día, aquel embalaje era su más preciado tesoro. No era para menos. Había pasado más de 30 años en la calle conservándola con celo, no se iba a desprender de su contenido ahora y, mucho menos, dárselo a unos extraños. Dentro estaba parte de su vida y de su pasado. Además fue de lo poco que pudo conservar de todo lo que había portado durante esos años vividos a la intemperie. Nunca supimos que ocurrió con sus perros, ni con sus carros llenos de cachivaches, los cascos de moto, la radio…

Como pude le convencí para traspasar todas sus pertenencias a una pequeña maleta roja con ruedas y asa extraíble que desde el Albergue le habían regalado. Se trataba principalmente de ropa, algún bolígrafo, varios cubiertos, la cartilla del banco y aquella valiosa caja.

Una tarde, sorprendentemente, Primitivo accedió a mi petición de ver lo que contenía. Así que, cual arqueólogo celoso de no dañar nada de lo que tocase, me coloqué unos guantes de látex y me dispuse con él a revisar su contenido. Encerraba multitud de papeles. El documento más significativo que incluía era un carné de identidad muy antiguo, con un contorno dibujado en azul y cuyo tamaño me pareció desmesurado. Llevaba bastantes años caducado. Aparecía su foto con aspecto mucho más joven y gafas, era apenas reconocible. Realmente era el único vestigio válido que hallé. El resto eran resguardos antiquísimos de cotizaciones a la seguridad social, varios recibos, algún documento de desempleo ya obsoleto y, como en un intento de no perder jamás su identidad, numerosas fotocopias de su partida de bautismo. Poco pude averiguar sobre su vida antes de estar en la calle, únicamente que había vivido en Barcelona y que una de sus ocupaciones fue de administrativo.

A partir de aquel día siempre iba a todas partes arrastrando tras de sí la pequeña maleta con ruedas. No se separaba de ella. Era fácil verle por el patio y el entorno del Albergue, con su figura encorvada, siempre mirando al suelo, cojeando ligeramente, un gorrito de lana cubriendo su cabeza y vistiendo un abrigo oscuro y desgastado.

Unas semanas más tarde se volvió necesario tramitar su tarjeta sanitaria, su débil estado de salud amenazaba con darnos algún susto cualquier día. Pero para ello necesitábamos saber con seguridad cual era su número de afiliación. Conocíamos uno, pero había que acudir con Primitivo a las oficinas de la seguridad social para verificarlo. No podíamos demorarlo más, teníamos que desplazarnos a realizar esa gestión. Él accedió temeroso ante la posibilidad de perder su pequeña paga ya que, para él, las palabras seguridad social eran sinónimo de pensión más que de una cuestión médica.

Una fría mañana tomamos un taxi. Primitivo iba sentado a mi lado con el gorro graciosamente encasquetado, cubriéndole incluso las cejas, llevaba su habitual abrigo oscuro, ya algo sucio, completamente abotonado, una bufanda y la pequeña maleta roja sobre sus rodillas, bien asida con ambas manos. Se le notaba tenso, me hacía repetidas preguntas nerviosas sobre dónde íbamos y a qué. Yo procuraba calmarlo, pero él, en los inevitables e incómodos silencios del trayecto, mostraba su inquietud con un sonoro chirriar de dientes. Una vez en las oficinas y, siempre intentando tranquilizarle y hacerle lo más leve posible todo el proceso, le dije que permaneciera en un banco que había a la entrada y me esperara allí. Yo me encargaría de todo. Primitivo se quedó sentado con la maletita en el regazo, agarrada firmemente con ambas manos y la mirada perdida hacia el suelo.

Justo al lado del banco estaba la recepción. Detrás del mostrador, había dos funcionarias y dos personas de seguridad. Enfrente había dispuestas simétricamente unas 30 ó 40 mesas de oficina, sin ningún tipo de separación, cada una con un número en un cartel bien visible, un funcionario atendiendo en cada una delante de un ordenador y todas llenas de diversos montones de documentación e impresos. Estaban todos muy atareados y el flujo de personas atendidas era importante.

Yo, según me indicó una de las chicas de información, tenía que coger número allí mismo y acceder a otra parte de la tesorería para que solucionaran mi problema, tras pasar por un pequeño pasillo, al fondo a la izquierda. Me acerqué a Primitivo para tranquilizarle y le dije que me esperara allí sin moverse, que enseguida volvía. Me iba a perder de vista durante un rato y yo temía que se asustara y se fuera.

No creo que tardara más de media hora, porque si bien el ritmo al que atendían en la sección que me habían indicado era muy fluido, surgió un pequeño problema. Hubo un momento en que Primitivo, por peripecias puramente administrativas, tuvo 3 números de la seguridad social. Irónicamente, una persona que creíamos jamás había accedido al servicio de salud, estaba sobre-registrada. Al menos no me habían preguntado si se trataba de un bebé, como en alguna otra ocasión me ha sucedido. El caso es que al final obtuve el certificado que andaba buscando y, efectivamente, su número de filiación correspondía con el que ya teníamos. “Una cosa menos”, me dije, y me dirigí hacia la salida a buscar a Primitivo contento de no haber tenido que agobiarle, moviéndolo de aquí para allá.

Estaba donde lo dejé al llegar, en el mismo banco y en la misma posición. Hubiera jurado que no se había movido ni un milímetro. Pero algo me dijo que no era así. Tanto las funcionarias que había tras la recepción de la entrada como los que atendían en las mesas situadas enfrente esbozaban una leve sonrisa. Algo había ocurrido. Seguro. Me acerqué y le dije: “ya está todo arreglado podemos irnos ¿Ve usted qué rápido ha sido?”. Él me miró sin inmutarse y nos dispusimos a salir.

Pero me mataba la curiosidad. Me volví otra vez para el mostrador y le pregunté a la chica que allí había: “Oye, ¿ha habido algún problema, sucedió algo?”. Ella se rió y me contó:

En mi ausencia, Primitivo se había acercado al mostrador donde ella se encontraba con su pequeña maleta. La había abierto y sacado su personal caja de papeles. Desdobló todos sus preciados documentos y, uno por uno, los fue poniendo consecutivamente a lo largo de todo el mostrador, haciéndole saber que él tenía todo en regla y expresando su temor por perder su pequeña paga. Les había explicado qué era cada papel y les contó que él era muy cuidadoso con todo lo referente al papeleo. Tenía miedo. Quería evitar cualquier posibilidad de que le pusieran trabas. La chica me contó cómo entendieron perfectamente la situación y la simpatía que les había provocado. Tras tranquilizarle y decirle que me esperara, que yo me estaba ocupando de eso, volvió a recoger otra vez todos y cada uno de sus valiosos papeles. Los dobló de nuevo y los metió en su caja, ésta en su maletita roja y se volvió a sentar y adoptar su postura inmóvil, mirando al suelo.

Primitivo había conseguido en un momento algo realmente difícil para cualquiera de nosotros: llenar de humanidad y espontaneidad unas frías oficinas de la seguridad social durante unos minutos y hacerse visible, hacerse oír. Resulta sorprendente cómo, una persona que no se había relacionado apenas con nadie en las 3 últimas décadas, que rechazaba casi siempre cualquier contacto directo, demostró unas cualidades admirables para comunicar y hacer atender su requerimiento en uno de los entornos que, para cualquier otro ciudadano que tenemos que solventar algún trámite administrativo, nos resulta realmente muy complicado.

Cuando salíamos por la puerta, Primitivo se volvió y levantando una mano exclamó: “Adiós buenos días”. Tanto las personas de recepción, como varias de las mesas respondieron amablemente, casi al unísono: “Adiós, Primitivo, buenos días”.

Qué lastima que no pude ser testigo del momento, pero creo que si yo hubiera estado no se hubiera producido, así que… mejor que no estuve.

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