Hubo un tiempo en que coincidíamos a desayunar en el mismo bar. Venancio solía acudir allí, no porque le quedara cerca de donde dormía, sino por que conocía a su dueño, Raschid, desde hacía muchos años. Además, según él, era mucho más barato que otros bares. Quizá por economía o tal vez por encontrarse a gusto en un sitio donde era conocido y apreciado, todas las mañanas se daba una buena caminata. Cargaba con su enorme y pesada bolsa de deporte al hombro, desde el escondido e inconfesable rincón de la ciudad que le daba cobijo cada noche hasta nuestro lugar de encuentro matinal. Jamás supe con certeza qué ubicación concreta de la calle utilizaba como dormitorio. Era el mismo sitio desde hacía muchos años. Venancio nunca me lo especificó y yo tampoco quise averiguar más. Sentía que no quería revelarlo y yo lo respetaba.
Para mí, ese bar era el más cercano a la parada donde todas las mañanas cogía el autobús para bajar al Albergue. Venancio siempre pedía un carajillo de coñac para deshacerse del frío de la noche. Yo me tomaba un cortado para diluir mi habitual embotamiento de las primeras horas del día. Un día pagaba él. Al día siguiente pagaba yo. Apenas nos daba tiempo a mantener una conversación decente. Yo siempre salía de casa con el tiempo justo para tomarme ese café en compañía de Venancio y que no se me escapase el autobús de las 7.35.
Algunas mañanas, Venancio me contaba alguna pequeña historia. En ocasiones, algún suceso reciente referente a otras personas de la calle. Otros días, me obsequiaba detallándome trances que él mismo había vivido. Venancio era sobrio con las palabras, me explicaba las cosas como quitándoles importancia y nunca hablaba por hablar. Transmitía tranquilidad con sus maneras, con su tono, con ese modo que tiene de expresarse mirando al infinito, sin tan siquiera sugerir con un leve gesto ningún afecto con lo que estaba relatando. Siempre hablábamos entre prisas, entre el ir y venir de gente, normalmente sentados en la barra, al lado de la puerta de ese bar, que no dejaba de abrirse y cerrarse.
Así, un buen día, me confesó que había estado muchos años en la cárcel, que había matado a dos… ¡Y yo apenas si me di cuenta de la magnitud que tenía lo que Venancio me había confiado de esa manera tan espontánea! Quizá fue por esa aparente despreocupación con la que se comunica o tal vez porque mis interlocutores de la calle y sus historias son un privilegio del que no siempre soy consciente. No lo sé…
Lo cierto es que enseguida comprendí mi gran error y quise subsanarlo. Necesitaba conocer la historia completa. Pero ya no tenía la suerte de desayunar con él cada mañana. Su amigo Raschid traspasó el bar a unos chinos cuando se jubiló. Venancio ya no tenía interés en darse cada día un largo paseo para nada. Así que cuando me juntaba con él, en las duchas del Albergue o a la puerta del Comedor de la Parroquia del Carmen, le decía que teníamos pendiente tomar un café, que me gustaría hablar con él con calma. No quería presionarle ni mencionar para nada aquel trascendental y secreto episodio. Creí mejor dejar que fuera el azar quien nos volviera a juntar para conversar tranquilamente que imponer de ninguna manera un relato precipitado, forzado e incómodo, en mitad de la calle o en el patio del Albergue. Además tenía que ser él quien decidiera contarlo. No me sentía yo capaz de pedirle que me dijera cómo y porqué había ocurrido aquella fatal experiencia.
Pasaron muchos meses hasta que coincidimos bajando las escaleras del Albergue un frío sábado de invierno. Yo me iba a dar una vuelta por la ciudad a ver si encontraba a Miguelete, lo andaba buscando hacía días. Él, según me dijo, se subía a la Parroquia a saludar a sus amigos y pasar un rato con ellos. Ahora estaba alojado en el Albergue y también comía allí, pero muchos días por la mañana se acercaba a pasar un rato con sus habituales compañeros del comedor.
- Tenemos un café pendiente –le recordé, viendo que el momento podía ser el adecuado. Llevábamos la misma dirección y yo tenia la mañana sin prisas.
- Me tendrás que invitar tú, Rafa, porque yo estoy “indigente” –contestó con su habitual tranquilidad, sonriendo y señalando con un gesto de sus manos sus bolsillos vacíos. Tanto él como yo sabíamos el significado de irnos juntos a tomar ese café. Yo tenía ganas de escuchar su historia y él de contármela. Siempre supo que detrás de mi intención de tomar un café y charlar con él estaba mi deseo de conocer su testimonio y desgranarlo tranquilamente.
Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad buscando una cafetería tranquila, enseguida nos pusimos de acuerdo en entrar en un café conocido por ambos a los pocos minutos de emprender la marcha. “Es un poco caro, pero como pagas tú…”. Empezamos hablando de todo un poco, de fútbol, de otras personas de la calle, del Comedor del Carmen... Yo no tenía intención de sacar el tema de la cárcel ni de sus crímenes. Sabía que él, tarde o temprano, me empezaría a hablar de ello. Después de tomar el café y quitarnos un poco de frío del cuerpo decidimos seguir nuestro paseo hasta la Parroquia.
En la esquina de la calle Cádiz con el Paseo Independencia nos detuvimos a saludar a José “el portugués”. Estaba sentado pidiendo como siempre, utilizando como reclamo un pequeño cachorro de perro, sentado delante de él, en una mesita, tembloroso, tapado con una mantita sujeta con una pinza. Todo bien estudiado para inspirar ternura a los viandantes.
- Buenos días José ¿Cómo va la mañana? –le saludamos ambos a la vez.
- Bueno, bien. Aquí estoy a ver si saco algo –nos respondió algo sorprendido por nuestra iniciativa, aunque nos conocía a ambos.
- ¿Dónde está Lusi, la gata? ¿Ya no la traes a trabajar? –le pregunté yo. Hacía mucho que ya no veía al felino con él. Últimamente sólo tenía cachorritos de perro cuando se ponía a pedir.
- Lusi está muy vista ya, gano más con los perritos. Se venden muy bien. Lusi ya está jubilada. Hace compañía a mi mujer, en la furgoneta.
Nos despedimos de José y continuamos nuestra marcha, buscando zonas de sol para compensar el frío Cierzo de la mañana. Sin darme cuenta Venancio comenzó a hablarme de su vida en prisión:
- En la cárcel trabajaba haciendo balones. Me sacaba un dinero. Estuve en Torrero, en el Dueso, en Daroca… Me pegué más de veinte años…Tenía 32 años cuando entré, estaba en lo mejor de la vida y la jodí, vaya que si la jodí.
- Pero explícame cómo es eso que me dijiste que te cargaste a dos ¿fue una pelea? ¿Tú sólo pudiste deshacerte de dos? – le pregunté directamente, ya no tenía sentido esperar más. Él ya había empezado a contarme.
- Fueron dos, pero no fueron a la vez. Primero fue uno y luego fue otro. Pero los dos por mi novia: Francisca. Estuve con ella 14 años.
- Seguro que era guapísima ¿no? Pero entonces que es lo que ocurrió en realidad.
- Francisca era preciosa. Andaluza, morena, me encantaba cuando se levantaba la falda y me bailaba en la casilla, en el campo. Estuvimos un tiempo al cargo de unas tierras en Valencia, yo me ocupaba de todo. Nos iba bien. Pero decidimos venirnos para Zaragoza, por mis padres y ahí la jodimos. Vinimos a vendimiar, para un médico - seguíamos caminando ahora más despacio, parándonos solo de vez en cuando en zonas soleadas o resguardadas del aire.
- Con lo tranquilo que eres Venancio, me resulta difícil creer que hiciste algo.
- Tengo mucha paciencia pero cuando me hartan…, no conozco a nadie. –siguió con su relato- Un día nos fuimos a comer unas costillas al campo, el “Sietemachos”, Francisca, José “el Conejo” y yo. El José este se bebió una botella de vino y dijo que me iba a quitar a Francisca. No me lo pensé y le di dos puñetazos. Pero había allí una traviesa de estas del tren y, al caer, se dio y se desnucó. Si hubiéramos ido a la Guardia Civil no hubiera pasado nada, pero lo dejamos ahí tirado y se lo encontraron muerto. Además eran otros tiempos.
- Y te detuvieron claro.
- ¡Qué va! Nos llevaron varios días al cuartelillo a declarar, pero los 3 estábamos de acuerdo en lo que contábamos y no nos podían coger. Pero un día pasó uno que recogía chatarra por allí y se acercó a calentarse con nosotros un rato. Y claro, como otro día había visto que éramos cuatro y aquel día solo estábamos tres, pues se lo dijo a la Guardia Civil. Nos dieron de culatazos a los tres por separado, hasta que Francisca lo contó todo.
- Claro, fue demasiado para ella, tal y como era la Guardia Civil por aquel entonces…
- Pero yo les di la libertad, dije que había sido yo y una mala caída. Me cayeron dieciocho años.
- Entonces ¿El otro que murió? ¿Eso ocurrió después cuando cumpliste esta condena?
- ¡No no! Estaba pagando por “el Conejo” y no sé cómo el juez me dio permiso. Entonces Francisca trabajaba en un bar cerca del Mercado Central, aquí en Zaragoza. Ya me había advertido ella que había uno que se la quería chivar.
- ¿Qué pasó? ¿Te la quería quitar?
- Peor aún. Cuando salí Francisca llevaba cinco días en el hospital, tenía la cara destrozada por la paliza que le había dado aquel tipejo. Se llamaba Pascual, cargaba fruta en el mercado. Siempre iba fumando una faria. Le pegó porque ella no quiso irse con él. Así que aproveché el permiso para irme a buscarlo al mercado. Lo estuve esperando allí, al final de las escaleras y cuando lo vi: “pum pum” le metí dos hostias, con tal mala suerte que se dio con la escalera y también se desnucó.
- También fue fatalidad, otra mala caída y otro que se descalabra. Pues sí que le diste fuerte.
- ¡Tenías que haberlo visto. Toda la fruta rodando por allí, por las escaleras! Yo le gritaba a la gente que cogieran lo que quisieran. Menuda se montó. Total que me cayeron otros dieciocho años y aún estaba cumpliendo los primeros…
- Pero tú me dijiste que estuviste unos veinte años dentro.
- Sí al final con reducciones y eso, las dos condenas se me quedaron en veinte años.
- Oye ¿Y Francisca? ¿Qué pasó con ella?
- Me venía a ver y se ponía a llorar, en el cuarto ese donde se habla con un cristal en medio. Al final la despaché, le dije que no volviera, que no tenía sentido. Ya no supe nada de ella nunca más. Se marchó y no la volví a ver. Fue lo mejor…
Poco a poco aquella conversación se diluyó entre otros temas más triviales, sin que me diera cuenta. Tal y como Venancio la había empezado, la acabó, de manera natural, tranquilamente, como quien no quiere la cosa volvimos a comentar de personas de la calle, de fútbol, del tiempo, del Albergue…Estuvimos hablando casi dos horas. Terminamos nuestro paseo tomando el sol sentados en las escaleras de la Parroquia. Fueron apareciendo sus amigos del comedor, sentándose también a nuestro lado, junto a la puerta de la iglesia. Me pareció que ya era el momento de irme. Al fin y al cabo ya habíamos obtenido lo que hacía tiempo ambos queríamos. Él, contarme la historia. Yo, escucharla. Me despedí dando un fuerte apretón de manos a Venancio. Me prometió que el próximo café lo pagaría él, cuando le llegara la paga que estaba esperando que le aprobaran…
Ahora conozco mejor a Venancio, lo entiendo más. No se me hace raro que tenga esa manera tan tranquila y desafectada de hablar. No me extraña su gesto de conversar mirando al vacío, ni sus silencios, ni su calma aparente, ni su ácido sentido del humor. Haber pasado en prisión los mejores años de su vida dejó una huella indeleble en el alma de Venancio. Y muchas cicatrices. Seguro que también asumió otra manera de entender la vida, de entender el tiempo, de valorar cuáles son las cosas que merecen la pena realmente en este mundo.
Hace poco me lo encontré en una plaza de mi barrio, sentado en un banco, con su enorme bolsa al lado. Estaba ebrio. Gritaba cosas sin sentido a la gente que pasaba, haciendo grandes aspavientos con sus brazos e increpando a viandantes y también a personas que solo él veía en su imaginación. Seguro que a alguno de los fantasmas que tiene como compañeros de viaje en su mente. Me acerqué. En cuanto me reconoció bajó su tono y me dijo: “Ra-fa, ¿to-ma-mos un ca-fé?” -vocalizando a duras penas. “¿Por qué no te bajas ya a dormir, eh Venancio?, que ya son las ocho y media”. Sorprendentemente, me hizo caso, cogió su bolsa descomunal, se la echó al hombro perdiendo el equilibrio, pero sin llegar a caerse y comenzó a caminar, haciendo eses, rumbo a su furtivo dormitorio. Yo me quedé mirándole cómo se alejaba y abandonaba la plaza. La gente se apartaba de su camino, asustada por sus gritos, para no tropezar con él, lanzándole miradas de reprobación: “Pobre borracho” se notaba que pensaban muchos. Me dolía ser testigo de ese desprecio. Tal vez no lo hubieran juzgado así si supieran su verdadera historia, la historia de un hombre que destrozó su vida por amar demasiado a una mujer…
Para mí, ese bar era el más cercano a la parada donde todas las mañanas cogía el autobús para bajar al Albergue. Venancio siempre pedía un carajillo de coñac para deshacerse del frío de la noche. Yo me tomaba un cortado para diluir mi habitual embotamiento de las primeras horas del día. Un día pagaba él. Al día siguiente pagaba yo. Apenas nos daba tiempo a mantener una conversación decente. Yo siempre salía de casa con el tiempo justo para tomarme ese café en compañía de Venancio y que no se me escapase el autobús de las 7.35.
Algunas mañanas, Venancio me contaba alguna pequeña historia. En ocasiones, algún suceso reciente referente a otras personas de la calle. Otros días, me obsequiaba detallándome trances que él mismo había vivido. Venancio era sobrio con las palabras, me explicaba las cosas como quitándoles importancia y nunca hablaba por hablar. Transmitía tranquilidad con sus maneras, con su tono, con ese modo que tiene de expresarse mirando al infinito, sin tan siquiera sugerir con un leve gesto ningún afecto con lo que estaba relatando. Siempre hablábamos entre prisas, entre el ir y venir de gente, normalmente sentados en la barra, al lado de la puerta de ese bar, que no dejaba de abrirse y cerrarse.
Así, un buen día, me confesó que había estado muchos años en la cárcel, que había matado a dos… ¡Y yo apenas si me di cuenta de la magnitud que tenía lo que Venancio me había confiado de esa manera tan espontánea! Quizá fue por esa aparente despreocupación con la que se comunica o tal vez porque mis interlocutores de la calle y sus historias son un privilegio del que no siempre soy consciente. No lo sé…
Lo cierto es que enseguida comprendí mi gran error y quise subsanarlo. Necesitaba conocer la historia completa. Pero ya no tenía la suerte de desayunar con él cada mañana. Su amigo Raschid traspasó el bar a unos chinos cuando se jubiló. Venancio ya no tenía interés en darse cada día un largo paseo para nada. Así que cuando me juntaba con él, en las duchas del Albergue o a la puerta del Comedor de la Parroquia del Carmen, le decía que teníamos pendiente tomar un café, que me gustaría hablar con él con calma. No quería presionarle ni mencionar para nada aquel trascendental y secreto episodio. Creí mejor dejar que fuera el azar quien nos volviera a juntar para conversar tranquilamente que imponer de ninguna manera un relato precipitado, forzado e incómodo, en mitad de la calle o en el patio del Albergue. Además tenía que ser él quien decidiera contarlo. No me sentía yo capaz de pedirle que me dijera cómo y porqué había ocurrido aquella fatal experiencia.
Pasaron muchos meses hasta que coincidimos bajando las escaleras del Albergue un frío sábado de invierno. Yo me iba a dar una vuelta por la ciudad a ver si encontraba a Miguelete, lo andaba buscando hacía días. Él, según me dijo, se subía a la Parroquia a saludar a sus amigos y pasar un rato con ellos. Ahora estaba alojado en el Albergue y también comía allí, pero muchos días por la mañana se acercaba a pasar un rato con sus habituales compañeros del comedor.
- Tenemos un café pendiente –le recordé, viendo que el momento podía ser el adecuado. Llevábamos la misma dirección y yo tenia la mañana sin prisas.
- Me tendrás que invitar tú, Rafa, porque yo estoy “indigente” –contestó con su habitual tranquilidad, sonriendo y señalando con un gesto de sus manos sus bolsillos vacíos. Tanto él como yo sabíamos el significado de irnos juntos a tomar ese café. Yo tenía ganas de escuchar su historia y él de contármela. Siempre supo que detrás de mi intención de tomar un café y charlar con él estaba mi deseo de conocer su testimonio y desgranarlo tranquilamente.
Nos dirigimos hacia el centro de la ciudad buscando una cafetería tranquila, enseguida nos pusimos de acuerdo en entrar en un café conocido por ambos a los pocos minutos de emprender la marcha. “Es un poco caro, pero como pagas tú…”. Empezamos hablando de todo un poco, de fútbol, de otras personas de la calle, del Comedor del Carmen... Yo no tenía intención de sacar el tema de la cárcel ni de sus crímenes. Sabía que él, tarde o temprano, me empezaría a hablar de ello. Después de tomar el café y quitarnos un poco de frío del cuerpo decidimos seguir nuestro paseo hasta la Parroquia.
En la esquina de la calle Cádiz con el Paseo Independencia nos detuvimos a saludar a José “el portugués”. Estaba sentado pidiendo como siempre, utilizando como reclamo un pequeño cachorro de perro, sentado delante de él, en una mesita, tembloroso, tapado con una mantita sujeta con una pinza. Todo bien estudiado para inspirar ternura a los viandantes.
- Buenos días José ¿Cómo va la mañana? –le saludamos ambos a la vez.
- Bueno, bien. Aquí estoy a ver si saco algo –nos respondió algo sorprendido por nuestra iniciativa, aunque nos conocía a ambos.
- ¿Dónde está Lusi, la gata? ¿Ya no la traes a trabajar? –le pregunté yo. Hacía mucho que ya no veía al felino con él. Últimamente sólo tenía cachorritos de perro cuando se ponía a pedir.
- Lusi está muy vista ya, gano más con los perritos. Se venden muy bien. Lusi ya está jubilada. Hace compañía a mi mujer, en la furgoneta.
Nos despedimos de José y continuamos nuestra marcha, buscando zonas de sol para compensar el frío Cierzo de la mañana. Sin darme cuenta Venancio comenzó a hablarme de su vida en prisión:
- En la cárcel trabajaba haciendo balones. Me sacaba un dinero. Estuve en Torrero, en el Dueso, en Daroca… Me pegué más de veinte años…Tenía 32 años cuando entré, estaba en lo mejor de la vida y la jodí, vaya que si la jodí.
- Pero explícame cómo es eso que me dijiste que te cargaste a dos ¿fue una pelea? ¿Tú sólo pudiste deshacerte de dos? – le pregunté directamente, ya no tenía sentido esperar más. Él ya había empezado a contarme.
- Fueron dos, pero no fueron a la vez. Primero fue uno y luego fue otro. Pero los dos por mi novia: Francisca. Estuve con ella 14 años.
- Seguro que era guapísima ¿no? Pero entonces que es lo que ocurrió en realidad.
- Francisca era preciosa. Andaluza, morena, me encantaba cuando se levantaba la falda y me bailaba en la casilla, en el campo. Estuvimos un tiempo al cargo de unas tierras en Valencia, yo me ocupaba de todo. Nos iba bien. Pero decidimos venirnos para Zaragoza, por mis padres y ahí la jodimos. Vinimos a vendimiar, para un médico - seguíamos caminando ahora más despacio, parándonos solo de vez en cuando en zonas soleadas o resguardadas del aire.
- Con lo tranquilo que eres Venancio, me resulta difícil creer que hiciste algo.
- Tengo mucha paciencia pero cuando me hartan…, no conozco a nadie. –siguió con su relato- Un día nos fuimos a comer unas costillas al campo, el “Sietemachos”, Francisca, José “el Conejo” y yo. El José este se bebió una botella de vino y dijo que me iba a quitar a Francisca. No me lo pensé y le di dos puñetazos. Pero había allí una traviesa de estas del tren y, al caer, se dio y se desnucó. Si hubiéramos ido a la Guardia Civil no hubiera pasado nada, pero lo dejamos ahí tirado y se lo encontraron muerto. Además eran otros tiempos.
- Y te detuvieron claro.
- ¡Qué va! Nos llevaron varios días al cuartelillo a declarar, pero los 3 estábamos de acuerdo en lo que contábamos y no nos podían coger. Pero un día pasó uno que recogía chatarra por allí y se acercó a calentarse con nosotros un rato. Y claro, como otro día había visto que éramos cuatro y aquel día solo estábamos tres, pues se lo dijo a la Guardia Civil. Nos dieron de culatazos a los tres por separado, hasta que Francisca lo contó todo.
- Claro, fue demasiado para ella, tal y como era la Guardia Civil por aquel entonces…
- Pero yo les di la libertad, dije que había sido yo y una mala caída. Me cayeron dieciocho años.
- Entonces ¿El otro que murió? ¿Eso ocurrió después cuando cumpliste esta condena?
- ¡No no! Estaba pagando por “el Conejo” y no sé cómo el juez me dio permiso. Entonces Francisca trabajaba en un bar cerca del Mercado Central, aquí en Zaragoza. Ya me había advertido ella que había uno que se la quería chivar.
- ¿Qué pasó? ¿Te la quería quitar?
- Peor aún. Cuando salí Francisca llevaba cinco días en el hospital, tenía la cara destrozada por la paliza que le había dado aquel tipejo. Se llamaba Pascual, cargaba fruta en el mercado. Siempre iba fumando una faria. Le pegó porque ella no quiso irse con él. Así que aproveché el permiso para irme a buscarlo al mercado. Lo estuve esperando allí, al final de las escaleras y cuando lo vi: “pum pum” le metí dos hostias, con tal mala suerte que se dio con la escalera y también se desnucó.
- También fue fatalidad, otra mala caída y otro que se descalabra. Pues sí que le diste fuerte.
- ¡Tenías que haberlo visto. Toda la fruta rodando por allí, por las escaleras! Yo le gritaba a la gente que cogieran lo que quisieran. Menuda se montó. Total que me cayeron otros dieciocho años y aún estaba cumpliendo los primeros…
- Pero tú me dijiste que estuviste unos veinte años dentro.
- Sí al final con reducciones y eso, las dos condenas se me quedaron en veinte años.
- Oye ¿Y Francisca? ¿Qué pasó con ella?
- Me venía a ver y se ponía a llorar, en el cuarto ese donde se habla con un cristal en medio. Al final la despaché, le dije que no volviera, que no tenía sentido. Ya no supe nada de ella nunca más. Se marchó y no la volví a ver. Fue lo mejor…
Poco a poco aquella conversación se diluyó entre otros temas más triviales, sin que me diera cuenta. Tal y como Venancio la había empezado, la acabó, de manera natural, tranquilamente, como quien no quiere la cosa volvimos a comentar de personas de la calle, de fútbol, del tiempo, del Albergue…Estuvimos hablando casi dos horas. Terminamos nuestro paseo tomando el sol sentados en las escaleras de la Parroquia. Fueron apareciendo sus amigos del comedor, sentándose también a nuestro lado, junto a la puerta de la iglesia. Me pareció que ya era el momento de irme. Al fin y al cabo ya habíamos obtenido lo que hacía tiempo ambos queríamos. Él, contarme la historia. Yo, escucharla. Me despedí dando un fuerte apretón de manos a Venancio. Me prometió que el próximo café lo pagaría él, cuando le llegara la paga que estaba esperando que le aprobaran…
Ahora conozco mejor a Venancio, lo entiendo más. No se me hace raro que tenga esa manera tan tranquila y desafectada de hablar. No me extraña su gesto de conversar mirando al vacío, ni sus silencios, ni su calma aparente, ni su ácido sentido del humor. Haber pasado en prisión los mejores años de su vida dejó una huella indeleble en el alma de Venancio. Y muchas cicatrices. Seguro que también asumió otra manera de entender la vida, de entender el tiempo, de valorar cuáles son las cosas que merecen la pena realmente en este mundo.
Hace poco me lo encontré en una plaza de mi barrio, sentado en un banco, con su enorme bolsa al lado. Estaba ebrio. Gritaba cosas sin sentido a la gente que pasaba, haciendo grandes aspavientos con sus brazos e increpando a viandantes y también a personas que solo él veía en su imaginación. Seguro que a alguno de los fantasmas que tiene como compañeros de viaje en su mente. Me acerqué. En cuanto me reconoció bajó su tono y me dijo: “Ra-fa, ¿to-ma-mos un ca-fé?” -vocalizando a duras penas. “¿Por qué no te bajas ya a dormir, eh Venancio?, que ya son las ocho y media”. Sorprendentemente, me hizo caso, cogió su bolsa descomunal, se la echó al hombro perdiendo el equilibrio, pero sin llegar a caerse y comenzó a caminar, haciendo eses, rumbo a su furtivo dormitorio. Yo me quedé mirándole cómo se alejaba y abandonaba la plaza. La gente se apartaba de su camino, asustada por sus gritos, para no tropezar con él, lanzándole miradas de reprobación: “Pobre borracho” se notaba que pensaban muchos. Me dolía ser testigo de ese desprecio. Tal vez no lo hubieran juzgado así si supieran su verdadera historia, la historia de un hombre que destrozó su vida por amar demasiado a una mujer…